Un manifestante pro Trump enarbola la bandera confederada en el interior del Capitolio, una de las imágenes que ha dado la vuelta al mundo e ilustra el actual clima político en los Estados Unidos.
Allí donde falla la democracia aparecen las promesas populistas y el populismo es sumamente atractivo para el ciudadano de a pie porque lleva al extremo la función de la política de simplificar el mundo: ellos (los malos) contra nosotros (los buenos).
La irrupción de una turba en el Capitolio para impedir que el Congreso confirmara la elección de Joe Biden como Presidente No. 46 de los Estados Unidos es un epílogo elocuente de la presidencia de Donald Trump. Las bravuconadas fueron el signo de un mandato caracterizado más por sus gestos que por su respeto institucional.
Y así como el hecho demostró que las instituciones democráticas pueden seguir funcionando a pesar de los ataques, también es una advertencia de que el trumpismo, esto es, la versión americana del populismo, no saldrá de la Casa Blanca el 20 de enero: tiene 75 millones de votos para quedarse en la política americana y un estilo que es imitado en diferentes latitudes.
Paradójicamente, la llegada de Trump al poder en 2016 trajo dos cosas buenas para la conversación política. Primero, evidenció las profundas grietas de la democracia liberal. Segundo, hizo que nos tomáramos en serio el populismo como tendencia global.
De la primavera al invierno de la democracia liberal
Aunque la democracia es, como decía Churchill, el menos malo de los gobiernos y siempre será preferible una democracia imperfecta que un autoritarismo perfecto, sus defectos son abundantes. Incluso, muchos de ellos hacen parte de su propia naturaleza. No me referiré a los que se han vuelto un lugar común, sino específicamente a las debilidades de la democracia que el populismo desnuda.
Primero, hay que tener en cuenta que, aunque no son indisolubles, la democracia moderna, el liberalismo y el capitalismo llevan dos siglos de armónica convivencia. Por ello, el hecho de que las democracias contemporáneas hayan fallado en el empeño de generar sociedades más igualitarias constituye un motivo por el cual muchos ciudadanos sienten que el sistema les pide más de lo que ellos reciben. No es casual que quienes irrumpieron en el Capitolio no fueran ejecutivos de Wall Street, actrices de Hollywood o estudiantes de las Ivy League, sino sujetos rudos (abrumadoramente hombres, para más señas) vestidos como cualquier paisano de una zona rural del medio oeste.
Dos datos de OXFAM permiten ponerle cifras a la desigualdad global: el 1% más rico de la población tiene más del doble de riqueza que 6.900 millones de personas y casi la mitad de la humanidad vive con 5.5 dólares (20.000 pesos) al día. Lo que algunos defensores de la democracia liberal se niegan a ver es que tal concentración de la riqueza no crearía inconformismo social si el restante 99% hubiera visto crecer sus ingresos en una proporción similar. Pero no es así.
La democracia se ha convertido para un importante número de ciudadanos en un sistema cerrado dominado por élites poco empáticas y renuentes a reformarse. Y aun cuando son capaces de decodificar las demandas ciudadanas, las democracias modernas lucen demasiado lentas, formalistas y burocráticas para atender las necesidades más urgentes de los ciudadanos.
Donald Trump encara los últimos días de su presidencia en medio de un ambiente caldeado y la posibilidad de un juicio político por incitación a la insurrección.
Si a eso se suma el hecho que tal incremento está vinculado más con el capitalismo de amigotes o crony capitalism (los súper ricos eluden hasta el 30 % de sus obligaciones fiscales) que con la romántica interacción entre la oferta y la demanda, es comprensible que al malestar sobrevenga la indignación y a esta, la ira. La verdad es que el tándem democracia-liberalismo-capitalismo aún no tiene soluciones eficientes para fenómenos como la precarización laboral, la automatización y el capitalismo especulativo que son, precisamente, las causas de que millones de personas pierdan su fe en el sistema. Y ni hablemos del capitalismo de la vigilancia, los abusos de la Inteligencia Artificial y la ingeniería genética que cada vez nos hacen menos libres.
No menos importante es el problema de la representación política. En Colombia hizo parte del paisaje que a finales del año de la pandemia a los congresistas les incrementaran su salario en un 5%. Tal aumento obedece a una norma constitucional, dijo en defensa el Gobierno que firmó el decreto, como si la Constitución estuviera escrita en mármol. El dato puede ser anecdótico y hasta parroquial, pero no lo es si tenemos en cuenta que los porcentajes de desempleo, informalidad y crecimiento económico que está dejando la pandemia harán retroceder el país al menos dos décadas. De cualquier forma, revela la desconexión de las élites con el electorado, el mismo que saldrán a cortejar en un año.
En el siglo XIX, los publicistas franceses debatían si los representantes debían ser mejores que sus representados o simplemente ser como ellos. Lo que hoy sabemos es que no parecen ser ni una cosa ni la otra. Lo primero, salvo excepciones, no requiere mayor argumentación. Para lo segundo basta señalar que un ciudadano promedio (y con algo de virtud cívica, por supuesto) habría considerado inoportuno un incremento tan lejos del aumento del salario mínimo cuando a escasas cuadras de su lugar de trabajo sobresalen los trapos rojos del hambre y la indigencia.
Hace unos días, Mary Miller representante por Illinois en el Congreso de Estados Unidos tuvo que disculparse públicamente (y no fueron pocos quienes le pidieron que renunciara) por decir en un mitin político que “Hitler tenía razón en una cosa: quien tiene la juventud, tiene el futuro”. Cuenta The New York Times que, a pesar de su retractación, un grupo llamado “Moms of America” insistía en que Miller “es una mujer de coraje que dice la verdad en un tiempo de engaño universal”.
El caso es ilustrativo de un problema de la representación que los progresistas pasan por alto: ¿quiénes representan las posturas que muchos no quieren oír? ¿Es la deliberación democrática o las creencias dominantes el filtro de las posiciones políticas? ¿Cómo deben hacerse cargo las democracias de las creencias intolerantes que sostienen no pocos ciudadanos?
En cualquier caso, las democracias liberales están pagando un precio muy alto por dejar que ideas y creencias políticamente incorrectas no tengan representación en el sistema político, sean escasamente visibles en la esfera pública y queden marginadas a los ámbitos de la sociedad civil. No solo por una contradicción epistémica en la cual la democracia se inhibe de falsearlas, sino porque los ciudadanos que las sostienen encuentran en tal rechazo una prueba de su veracidad y se valen del voto casi como único modo de hacerlas valer.
De este modo, la democracia se ha convertido para un importante número de ciudadanos en un sistema cerrado dominado por élites poco empáticas y renuentes a reformarse. Y aun cuando son capaces de decodificar las demandas ciudadanas, las democracias modernas lucen demasiado lentas, formalistas y burocráticas para atender las necesidades más urgentes de los ciudadanos. No cabe duda que la política democrática funciona a un ritmo muy inferior al de la tecnología y el mercado, ámbitos que rigen nuestra vida cotidiana.
Mesías, mártires y cruzadas: la religión populista
Allí donde falla la democracia aparecen las promesas populistas. Así, ante el problema de la representación, el populismo promete una relación directa entre el cratos y el demos, encarnado, por supuesto, en un personaje que gobierna, por definición, de modo personalista: conmigo o contra mí. “Este político no es como los otros, sino como nosotros”, parecen repetir los seguidores de Bolsonaro, López Obrador, Duda, Orban, Johnson y Trump.
El populismo es sumamente atractivo para el ciudadano de a pie porque lleva al paroxismo la función de la política de simplificar el mundo: ellos (los malos) contra nosotros (los buenos). A diferencia de los demócratas que tienen una agenda amplia de temas y problemas de los cuales ocuparse, al populista le basta crear una narrativa alrededor de un principio en la cual él y los suyos siempre están en procura de hacer lo correcto. Una cruzada, ni más ni menos. Y cuando encuentra obstáculos, el líder populista deja de actuar como mesías y hace el papel de mártir.
Como se ve, los tintes religiosos del populismo son inocultables. Su legitimación carismática del poder pone en un individuo las dotes (retórica, historia personal y proyecto político) necesarias para conducir al pueblo cual Moisés por las aguas del Mar Rojo. Además de su retórica binaria en la que siempre hay un enemigo (cuanto más abstracto mejor, no vaya a ser que este declare un armisticio y le baje el tono a la enemistad), la narrativa populista se caracteriza por su tendencia a mitificar: al pueblo a quien dice representar (por eso Trump nunca tomaba distancia de los actos racistas de sus seguidores, por ejemplo), pero sobre todo, se mitifica el ideal político: la nación (“Make America Great Again”), la revolución o la raza.
Aunque el populismo y el nacionalismo son primos hermanos, el populismo se aviene bien con las identidades colectivas en general: por eso suele estar vinculado al racismo y al chovinismo. Se trata, en suma, de una visión tribal de la política. Es decir, una forma de fascismo.
La narrativa populista se caracteriza por su tendencia a mitificar: al pueblo a quien dice representar (por eso Trump nunca tomaba distancia de los actos racistas de sus seguidores, por ejemplo), pero sobre todo, se mitifica el ideal político: la nación (“Make America Great Again”), la revolución o la raza.
La violencia, el As bajo la manga
El asalto al Capitolio el pasado 6 de enero tuvo dos elementos clásicos de la violencia populista: fue incitada por el discurso de un líder y fue una acción colectiva aparentemente espontánea. Una turba enardecida e ideologizada pero convenientemente aupada sistemáticamente es una imagen de la violencia que el populismo emplea como forma de desestabilizar el sistema político y formular sus reclamos (aunque aquel día eran tan etéreos como el “USA, USA” que cantaban cuando ingresaron al recinto).
El problema es que la violencia populista no es accidental sino un recurso que el populismo siempre está dispuesto a emplear, pues al considerar ilegítimas las instituciones, la violencia es vista como una forma válida de desestabilizarlas. Y al romantizar al pueblo, renuncia a ponerle límites a la expresión iracunda de este.
Nada de esto, sin embargo, es nuevo. En M. El hijo del siglo, la novela histórica sobre Benito Mussolini, se cita una declaración de 1919 en la que el líder italiano dice sin más: “A este proletariado le hace falta un baño de sangre”. Mussolini, escribe Antonio Scurati, “ha sido el primero en comprender que cabía explotar el rencor para la lucha política, el primero en haberse puesto a la cabeza de un ejército de insatisfechos, desclasados y fracasados que pasan los días sacando brillo a sus puñales mientras él los pasa entre la redacción y la calle, a la espera de que algo explote”.
La historia nunca se repite del mismo modo, pero puede ser cíclica. Por eso, evitar un asalto del populismo entre nosotros va a requerir más autocrítica y menos cantaleta de la dirigencia y de los formadores de opinión. Pero sobre todo, reformas institucionales para que el sistema político sea más representativo, las libertades menos formales y el mercado más equitativo. Ojo con el 2022.
Iván Garzón Vallejo
Profesor universitario. Su más reciente libro se titula: Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano (Ariel, 2020). @igarzonvallejo