Margarita Garcia

Foto: Casa de Nariño

Carta de respuesta a mi amigo Gustavo M., quien muy amablemente me pidió que sea candidato a la presidencia de la república.

Muy apreciado Gustavo:

Quiero agradecerte la amable invitación que me hiciste en nuestro grupo de Políticas Públicas, para que me sume a la lista de precandidatos a la presidencia de la República. Me honra que consideres que pueda tener las condiciones para tan encomiable desafío, pero yo soy demasiado teórico y muy poco práctico para la contienda política. Para ser político, y más para ser candidato a la presidencia, se requiere, sí, un poco de sentimientos y de sueños, pero sobre todo realismo. Y, para darte una muestra de mis divagaciones conceptuales, tan ajenas al ejercicio de la política práctica, déjame ilustrarte con un poco de historia lo que quiero decir con lo que llamo realismo.  

El realismo reconoce que, además de la racionalidad, las personas y los Estados tienen valores y principios, que son creaciones históricas, valores que pueden llegar a chocar unos con otros y, que muchas veces, pueden tener desenlaces trágicos. En la alta Edad Media, ese realismo quizá lo inauguró Maquiavelo describiendo la política tal como era y no con las utopías que escribieron personajes como Tomás Moro o Dante Alighieri. Aún antes de la llegada de los pensadores románticos, hubo grandes realistas, como el Cardenal Richelieu, quien fue capaz de alcanzar un gran acuerdo entre los Estados europeos, que tenían valores, idiomas, tradiciones, creencias y culturas muy diferentes, alrededor de la llamada Paz de Westfalia, para terminar con la guerra de los Treinta Años, una guerra que, en realidad, habría de durar más de un siglo y que había comenzado poco tiempo después de que Lutero colgara sus 95 tesis filosóficas en la puerta de la catedral de Wittemberg, en 1517, dando lugar al cisma de la iglesia y al comienzo de las guerras religiosas. Los pensadores románticos le asestaron un duro golpe a la Ilustración, al plantear explícitamente que los humanos y los Estados tenemos valores que son creaciones históricas, valores que son diferentes entre unos y otros y que pueden llegar a chocar entre sí. Quizá más importante, plantearon que no hay una sola Verdad con mayúscula, y que, por ejemplo, si ponderamos demasiado la libertad podemos sacrificar la igualdad, porque es la libertad de un zorro en el gallinero; y viceversa, si llevamos la igualdad al extremo se sacrifica la libertad, como lo han demostrado los regímenes comunistas; si ponderamos demasiado la justicia, podemos llegar a olvidarnos de la benevolencia y, de pronto, de la seguridad y de la paz. 

Como consecuencia, muchos de los que soñaron con el triunfo definitivo de la razón, que proclamó primero la Ilustración y luego la Revolución Francesa, se frustraron cuando llegó el régimen del terror y luego con la autocracia de Napoleón, quien después de tomar el poder una de las primeras cosas que hizo fue movilizarse en el mismo carruaje de Luis XVI. Derrotado Napoleón, aparecieron dos de los más grandes realistas de la historia, quienes, en el Congreso de Viena, después de la devastación que dejaron las guerras napoleónicas, se propusieron alcanzar una paz de largo alcance en Europa. Esos personajes convencieron a los grandes poderes del continente de que, para alcanzar dicha estabilidad y paz, había que sacrificar la independencia y la autonomía de una infinidad de pequeños reinos y principados. Era un choque entre los valores de la paz, por un lado, y la equidad entre los Estados, por el otro. Ganó efectivamente la paz y la estabilidad, repartiéndose el continente entre Rusia, Austria, Inglaterra y Francia, sacrificando la independencia y autonomía de innumerables pequeños Estados. Dicha paz habría de durar un siglo y sus principales autores fueron el francés Talleyrand y el austríaco Metternich.  

Si ponderamos demasiado la justicia, podemos llegar a olvidarnos de la benevolencia y, de pronto, de la seguridad y de la paz.

Déjame, apreciado Gustavo, decir algunas cosas de Charles-Maurice de Talleyrand-Perigod, a quien apodaron como el “diablo cojo”, no solo porque era efectivamente cojo, sino porque pocos diablos como él han traicionado tanto a tantos durante tanto tiempo. Es un caso extremo de realismo que, quizá, se pueda entender que lo cito para desprestigiar a los políticos y a la clase política con el ejercicio de esto que defino como realismo. No es esa mi intención. Si lo menciono es porque, querámoslo o no, hasta en el ejercicio de la mejor política se hace necesario entender, no solo que no se pueden lograr todos los objetivos propuestos, entre otras cosas porque los recursos son escasos, sino porque al escoger determinadas políticas es imprescindible renunciar a otras. Y también porque los valores que sustentan las políticas, además de chocar unos con otros, también pueden cambiar a lo largo del tiempo. Para quien no ha estado en un gobierno y no haya hecho parte del juego político es muy difícil entender esos cambios, aunque, por supuesto, hay líneas rojas que no se deben jamás cruzar, líneas que el “diablo cojo” ciertamente cruzó demasiadas veces.  

Talleyrand provenía de una familia de clase alta, clérigo por conveniencia, participó en la Revolución Francesa, primero como representante de la iglesia, que era uno de los tres poderes al comienzo de la revolución, para luego traicionarla y atacarla defendiendo la confiscación de sus bienes. Llegó a ser ministro de relaciones exteriores de la revolución, pero cuando esta entró en crisis, durante el reino del terror, primero se hizo nombrar embajador en Londres, para evitar el peligro de la guillotina, y posteriormente se hizo amigo de Napoleón y lo apoyó en su golpe de Estado. Con el corso en el poder se hizo nombrar otra vez como Ministro de Exteriores, pero cuando su imperio entró en crisis, después de la desastrosa campaña de Rusia, negoció su caída con los poderes extranjeros a quienes había llegado a conocer muy bien en sus tratos diplomáticos.  Durante la restauración de los borbones, Luis XVIII lo nombró Primer Ministro y luego Ministro de Exteriores. Y como para cerrar este increíble círculo de traiciones y volteretas, poco antes de morir se reconcilió con la iglesia y murió como cristiano creyente. Se ha dicho que Talleyrand alcanzó a engañar a por lo menos 20 reyes, pero fue ciertamente uno de los arquitectos de una paz que se extendió en Europa durante un siglo hasta la Primera Guerra Mundial. 

Y, por supuesto, el alumno ejemplar de todos estos realistas, de Maquiavelo, de Richelieu, de Metternich, y de Talleyrand, fue Henry Kissinger, quien, con su realismo, alcanzó un acuerdo entre Mao Zedong y Richard Nixon, que, según muchos analistas, evitó un enfrentamiento entre Rusia y China, que pudo desembocar en la Tercera Guerra Mundial, y, de esa forma, le debemos una paz que ha durado 50 años y que puede estar ahora a punto de terminar. Por supuesto, el costo de dicho acuerdo y de dicha paz a nivel mundial, que ha evitado una Tercera Guerra Mundial, fue una repartición de áreas de influencia entre las grandes potencias que desencadenaron la guerra de Vietnam, innumerables conflictos y violencia en el sureste asiático, el apoyo de los EEUU al golpe de estado en Chile, entre muchos otros. 

Entre nosotros, hay muchos buenos y grandes realistas, pero para solo hablar de los ya muertos, basta mencionar al que fue, quizá, el más grande político del siglo XX, Alberto Lleras. Dicen que, cuando se lo presentaron, Federico García Lorca afirmó que era el hombre de mayor frialdad que había conocido en su vida. Una frialdad con la que influyó durante cuatro décadas defendiendo nuestras instituciones republicanas, fue dos veces Presidente de la República y creó el Frente Nacional alcanzando un gran acuerdo con su archienemigo Laureano Gómez. Se restauró la democracia, se acabó con la dictadura de Rojas y se consolidó la paz, pero también hubo costos con restricciones durante dieciséis años a la participación política en el gobierno de partidos y movimientos diferentes a los partidos tradicionales. 

Esa es la liga del realismo en la que hay que estar para ser candidato a la presidencia, querido Gustavo. Cómo ves, prefiero estudiarla y describirla y, por supuesto, aportar ideas y trabajo a quienes nos vayan a dirigir, siempre pensando en la defensa y el mejoramiento de nuestra democracia representativa liberal, el Estado Social de Derecho, la economía de mercado y la seguridad. Creo que, humildemente, eso es lo mejor que puedo hacer.  

Con mis sentimientos de aprecio,

Santiago Montenegro

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Santiago Montenegro

Economista de la Universidad de los Andes con magíster en economía de la misma universidad; MSc en Economía del London School of Economics, y Ph. D de la Universidad de Oxford. 

 

 

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