Desterradas por su identidad, las mujeres trans Emberá no solo buscan un lugar en el mapa, sino en la historia: su lucha comienza con un nombre propio y la promesa de un futuro digno. En la foto, Karen Jimena Bucana Estevez, quien recibió la contraseña de su documento de identidad. Foto: Xiomara Carvajal.
Sam y su colectivo de mujeres trans indígenas llevan años en busca de una tierra en la que puedan resguardarse. Hoy han ganado su primera batalla: que el Estado empiece a reconocerlas.
Para los Emberá, el pueblo amerindio que habita en el Pacífico colombiano y zonas como el occidente del departamento de Risaralda, las indígenas trans son como el coronavirus, una pandemia amenazante de la que hay que resguardar a hombres, mujeres y niños. Para los suyos, ellas son wera pa –en español, mujeres falsas–. En los resguardos indígenas donde nacieron Sam y las mujeres trans que conforman Las mariposas del café, un colectivo de indígenas trans que trabaja recolectando café en las fincas aledañas a Santuario, ser una wera pa es una condena al destierro, a caminar errante entre pueblos extraños, reglas que las esclavizan y derechos que no les tocan porque la gran mayoría de ellas no están registradas civilmente. Aunque nacieron en Colombia tienen la doble condena de ser muertas vivientes para los suyos, y además, la de no existir para el Estado.
El pasado 26 de octubre, el salón comunal de Santuario, en Risaralda, se llenó poco a poco de mujeres indígenas. La mayoría llevaba atuendos llamativos, tacones y maquillaje. La norma de vestimenta fue una camisa negra que contrastaba con los coloridos collares hechos por sus manos. Algunas de ellas tenían a sus parejas esperándolas en silencio afuera del recinto. Esta reunión no fue un desfile de moda, sino la primera etapa de entrega de contraseñas por parte de la Registraduría de Santuario a veinticinco de las ochenta y cinco mujeres trans emberá que buscan un lugar donde vivir y cultivar café.
Ellas quieren tener una parcela de tierra para hacer comunidad, para protegerse y pertenecer. Saben que volver a sus resguardos no es una opción porque sus paisanos podrían cortarles el cabello, golpearlas o en el mejor de los casos condenarlas al ostracismo, como en el caso de Sam, que se ha sentido atravesada por las miradas de juicio y las murmuraciones de los suyos las pocas veces que el corazón le ha flaqueado y ha ido a saludar a su mamá, y a quien uno de los resguardos “menos discriminatorios” le negó el certificado de oriundez que le hubiera ahorrado mucho camino en el proceso de ser identificada como mujer.
Sam es una mujer de aproximadamente 1.60 de estatura, cabello muy liso y negro, un pedazo de noche de verano bajo la cual brillan unos ojos almendrados, también negros y profundos que no se intimidan ante lo que cuenta, una voz que no titubea, que amplificó en medio del dolor del destierro y que la trajo de Ítaca en Ítaca hasta ese día de octubre, en el que recibió una contraseña con el nombre que escogió cuando empezó su tránsito de género. Mientras mantiene la mirada fija en el horizonte para ocultar que está sacando las palabras de los rincones más sensibles de su memoria, nos cuenta:
“Yo nací en un resguardo con el nombre de Mejilson, pero desde los nueve años me sentí diferente. Estuve en un internado donde se burlaban de mí, no solo por indígena, sino que me decían ‘loca’ y cosas así. Cuando tenía 13 años mi papá empezó a notar que me gustaba más jugar con niñas y ellas me decían que yo parecía otra mujer… A los 14 entendí que tenía que volar del resguardo. Me fui para La Virginia, Risaralda, allí duré muchos años trabajando y sufriendo mucho. Cuando tenía 16 años estuve en Pereira. De tanto andar dejé de contar el tiempo. Solo pensaba en él cuando me enfermaba y tenía que ir al hospital. Las enfermeras me preguntaban por mi cédula, cuántos años tenía, de dónde venía, me preguntaban ¿quién es usted?”.
Cuando Sam se dio cuenta de que en el mundo más allá de su terruño todos somos un nombre, un apellido y un número, empezó a ir a la alcaldía y las entidades que conocía para que le dieran una cédula, pero se encontró con que le pedían el registro civil de nacimiento. Ella no lo tenía porque a su papá siempre le pareció un trámite tedioso que no servía para mucho.
Arriba, Sam, protagonista de esta historia, bautizada al nacer con el nombre de Mejilson. Abajo: Las mariposas del café, mujeres trans Emberá expulsadas de sus resguardos, luchan contra el olvido estatal y la discriminación. Su primer triunfo: ser reconocidas como ciudadanas para soñar con tierra, comunidad y dignidad. Fotos: Xiomara Carvajal.
Las reglas del vuelo: cómo sobreviven Las mariposas del café
Gabriel Romero es abogado y para el momento de esta investigación trabajaba en la Consejería de Paz para las Regiones. Aunque es servidor público hace años, no se considera un político sino un técnico. Cree firmemente que aunque el Estado no es tan rápido y eficiente como muchos quisieran, a veces es posible articular a las entidades del país para lograr causas comunes.
“Conocí a Sam y su colectivo gracias a un trabajo conjunto con la Defensoría del Pueblo y la Agencia Nacional de Tierras. Ella llevaba años luchando por obtener una parcela como mujer rural. En Santuario, Sam se convirtió en un referente único: una indígena emberá trans, algo nunca visto en este territorio ni en el país. Lo que ellas representan rompe nuestros esquemas étnicos y de diversidad.
Samanta cuenta que comenzaron siendo tres o cinco mujeres en las mariposas del café. Hoy son más de ochenta. Antes de gestionar su solicitud de tierra, fue necesario censarlas para darles una cédula acorde a su identidad de género, así comenzó todo”, afirma Romero.
El colectivo de Las mariposas del café agrupa a indígenas de distintos resguardos emberá del país. Además de compartir su etnia, tienen cuatro reglas comunitarias importantes: no consumir ni participar en el tráfico de ninguna droga, no prostituirse, no chismosear y no quitarle el marido a nadie.
Trabajan en la recolección de café en las fincas aledañas a Santuario. El kilo de café se les paga en promedio a 1.100 pesos, como a cualquier mujer de la región. Ellas se acuartelan en edificaciones que muchas veces están en condiciones insalubres e inhumanas. Allí les venden la comida, pero si se enferman y no pueden trabajar, se ven obligadas a esperar a la intemperie hasta las cinco o seis de la tarde, cuando el patrón le abre las puertas de la edificación a todas las recolectoras.
Una indígena Emberá trans recibe asistencia de una funcionaria de la Agencia Nacional de Tierras para recibir una parcela rural. Además del tema de su identidad de género, las Emberá deben enfrentarse a no tener tierras a su nombre. Foto: Xiomara Carvajal.
Aunque algunas Emberá trans optan por hacer artesanías, la pobreza y las condiciones de esclavitud moderna que experimentan las han hecho vulnerables a la prostitución y el contagio de enfermedades de transmisión sexual.
En los tres meses de cosecha, una emberá trans puede ganarse ochocientos mil pesos semanales. El resto del año ganan unos cien mil pesos después de descuentos como almuerzo y alojamiento. En las épocas de hambre, las Mariposas les piden permiso a sus patrones para recoger y cocinar el plátano de las fincas porque de lo contrario pueden ser tildadas de ladronas.
Su precariedad económica les dificulta tomar en arriendo una habitación en el pueblo o mejorar su calidad de vida. Aunque algunas optan por hacer artesanías, la pobreza y las condiciones de esclavitud moderna que experimentan las han hecho vulnerables a la prostitución y el contagio de enfermedades de transmisión sexual. Las emberá trans, deambulan en una vorágine de exilios, sin tierra y sin identidad.
Ellas tienen parejas de los diferentes resguardos. Después de enamorarse, juntos comparten las mieles del amor y la condena del exilio. Las Mariposas cuentan que sus compañeros son víctimas de toda suerte de jaibaná o brujería por parte de sus familiares para hacerlos retornar al resguardo. Así han terminado muchas de sus historias de amor.
La suma de esas vulnerabilidades hace que la realidad de este colectivo emberá no sea la de un colombiano promedio que podría pagar un cambio de nombre y la obtención de una cédula. Por eso fue indispensable que, para ellas, los trámites de identificación fueran gratuitos.
Una identidad que exige vencer barreras
Para Maritza Serna, personera del municipio risaraldense de Santuario, la cantidad de barreras superadas con este proceso muestra que muchas cosas del país pueden avanzar únicamente con voluntad política y una profunda integración institucional: “En el colectivo hay dos tipos de mujeres, las que nunca fueron registradas y necesitan un certificado de oriundez, negado por las autoridades del resguardo, y aquellas que tienen cédula con un nombre masculino con el que no se identifican y prefieren no mostrar. Para el primer grupo, además de un proceso gratuito de corrección del registro civil, se requirió una resolución especial de la Registraduría. Aún así, surgieron costos inevitables como impuestos y hojas notariales, además de los gastos de transporte y alimentación necesarios para concretar el trámite. Ahí surgió una coordinación entre la Consejería de Paz, la Defensoría del Pueblo, la Gobernación, la Personería, la ANT, la Alcaldía de Santuario, la Superintendencia de Notariado y Registro y la Presidencia para que hoy, después de dos años, estemos entregando las primeras contraseñas que reconocen la identidad y ciudadanía de estas mujeres víctimas de discriminación y en muchos casos del conflicto armado”.
El derecho a la identidad y a tener su propia tierra, es parte de la lucha de Las mariposas del café, mujeres Emberá trans que aquí posan en una fotografía frente a la notaría de Santuario, Risaralda. Foto: Xiomara Carvajal.
Al final de la jornada, un puñado de Las Mariposas del Café recibieron una contraseña que las identifica como mujeres, con el nombre que cada una de ellas escogió cuando decidieron cambiar su destino y abrir las alas más allá de su capullo de dolor y destierro. Los nombres de estas mujeres van de María hasta Paola y contrastan en sencillez y sobriedad con los collares y el maquillaje que lucieron en sus fotos, que para los emberá representan una forma de comunicación y una cultura ancestral, luminosa y espiritual que al resto nos resulta tan extraña.
Sam sabe que esta es apenas una batalla ganada y que el camino que ella y sus compañeras deben recorrer, es largo y pantanoso:
“Hoy estoy muy feliz porque la gente ya va a saber que estas Mariposas de Santuario ya son gente ante la ley y ante los hombres, que tienen reconocimiento, que merecen respeto y que más adelante vamos a cambiar muchas vidas. Me siento orgullosa por nosotras, aunque hoy apenas somos veinticinco las mujeres que recibimos contraseña. Me da un poco de tristeza como miembro saber que si nosotras no tenemos un espacio, no podemos ayudar y proteger a las niñas menores de edad que se fueron de los resguardos y que hoy están sufriendo en los cuarteles de las fincas, y que seguiremos siendo esclavas hasta que no podamos sembrar nuestra propia tierra”.
Aunque algunas niñas estaban acompañando el evento, escogieron el silencio mientras ganan sus luchas; saben que deben mantener sus empleos y no quieren represalias, solo esperan que pronto sea también su día de nacer ante el Estado y de poder cultivar una tierra que les pertenezca.
Que una cédula de ciudadanía tan sencilla y cotidiana tome años en llegar y exija recorrer un laberinto de despachos, trámites y barreras, es una herida profunda que sangra en el corazón del país. En el vuelo de estas Mariposas hay una promesa esperando a ser cumplida, la de un país que en lugar de voltear la mirada, enfrente su diversidad con gestos de reconocimiento y con el profundo entendimiento de que la paz no es el lujo de unos pocos, sino el derecho de todos a poder echar raíces y florecer más allá de los prejuicios, la persecución y el miedo.
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