Margarita Garcia

Foto: El Expreso.

Los grupos subversivos de hoy ya no son las guerrillas de antaño. Los colombianos hemos visto la transformación de los grupos armados, ahora en el mundo de los negocios ilegales, más que en ideologías políticas devaluadas. En esta ecuación la seguridad del país sigue deteriorándose.

En días pasados, en un programa de opinión televisado, se abordó el tema de la inseguridad en alza que asuela a Colombia. Uno de los participantes mencionó la necesidad de fortalecer la capacidad de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional y provocó la rápida reacción de quien representaba una agrupación política gobiernista: ese es un punto de vista militarista, replicó con gesto y acento imperativo. El cruce de opiniones lleva a pensar que una mente ideologizada en grado alto, solo puede ver la adversidad en términos de ideología. La opinión del primero fue calificada sin más, como un “ismo”.

Cuando se discute en Colombia el tema de la seguridad, aparece siempre el dilema falso que opone prevención a represión. La falsedad nace de ignorar que una represión ajustada a derecho y bien calibrada en su dosificación, puede ser un instrumento de prevención. El dilema forzado impide ver que la prevención y la represión son caras de la misma moneda: una le apuesta a un futuro previsible, la otra al clamor ciudadano de protección “aquí y ahora”. El Estado debe abordar una y otra tarea con prontitud y eficacia.

El Estado tiene como primera función pacificar la sociedad. Para eso reclama el monopolio de la fuerza, que es el primero, porque si no se tiene, no dispone de medios para imponer los otros dos monopolios esenciales, el de la justicia y el del tributo. La primacía de la fuerza no es militarismo ni belicismo. Es una necesidad. El “ismo” nacería de la extralimitación, pero un Estado sin la fuerza, que es un integrador social fundamental, no se conoce.

Colombia reclama hoy instrumentos de seguridad fuertes. La sociedad clama por seguridad para la vida cotidiana. El Estado debe afrontar una subversión armada que lo debilita y una delincuencia común desbordada. Si se puede negociar con los grupos armados, es necesario sentarse a la mesa con el respaldo de una fuerza, militar, policial y judicial que lo respalde. De otra manera no será creíble como interlocutor. El gobierno actual ha preferido el camino de debilitar la fuerza del Estado y al tiempo, negociar con el enemigo. Es escoger un callejón cuya única salida es la rendición.

La explicación de una negociación de paz planteada en esos términos es una sola: es ver al contendor como un igual en propósitos y pensar que “entre nosotros arreglamos esto en tres meses”. Fue ese el pecado original de la paz total, el que igualó al M-19 de otros tiempos con los grupos armados contemporáneos. Apreciación equivocada: el M-19 nunca se definió ideológicamente, no tuvo un programa revolucionario –ni ninguno otro– hizo populismo con slogans, fue un extremista de los medios, no de los fines, sin propuestas conocidas más allá del “sancocho nacional”.

La llegada del nuevo gobierno ha generado un remezón en la conformación de las Fuerzas Militares en Colombia. Foto: Razón Pública.

Cuando se discute en Colombia el tema de la seguridad, aparece siempre el dilema falso que opone prevención a represión. La falsedad nace de ignorar que una represión ajustada a derecho y bien calibrada en su dosificación, puede ser un instrumento de prevención.

Ahora bien, los grupos subversivos de hoy tampoco son las guerrillas de antaño y sobre ese punto no es necesario extenderse mucho. Los colombianos hemos visto la transformación de los grupos armados entrados en los mundos de los negocios ilegales, mundos que imponen intereses y visiones tocantes con el lucro, antes que modelos políticos cada vez más devaluados. La primera pregunta que debería haberse hecho el gobierno es ¿con quién negociamos? Y la segunda ¿qué es lo negociable en las circunstancias reales? Haber asumido que grupos disímiles podían ser vistos en conjunto como una unidad, fue un error que condenó a transitar caminos sin destino.

¿Es militarismo tener unas fuerzas militares capaces de imponerse en el conflicto interno? Cuando la respuesta se centra en los costos del esfuerzo económico, el debate cae en un equívoco. El gasto en defensa y seguridad es una inversión cuyo rendimiento llega al máximo cuando no es necesario aplicarla. La función del aparato de defensa y seguridad es disuadir. No gastar en el aseguramiento, lejos de mejorar las condiciones económicas, estimula las amenazas latentes y genera desconfianza. En lo tocante con la sociedad, la seguridad apuntala la integración social: no tener protección debilita fundamentos éticos y destruye solidaridades. Es caer en la ley de la selva.

Las consideraciones anteriores no llevan a desconocer que si los aparatos represivos rebasan las necesidades y actúan sin controles democráticos, se vuelven contra el propósito de mantener la seguridad y la paz, pero las desviaciones no son argumento para negar la necesidad de mantener aparatos de seguridad eficientes.

Para volver a las cuestiones de la paz interna, el Estado no puede sentarse inerme en la mesa de negociación. El Estado debe ser percibido como capaz de imponerse, o por lo menos de contener las amenazas con solvencia. De otra manera, entrega a la contraparte el peso de la coacción. 

La situación de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional es de decaimiento de los niveles que habían alcanzado en los primeros años del siglo. Ha sido disminuido el pie de fuerza del Ejército y los equipos sufren por cuenta de las faltas de reposición o de mantenimiento. La Fuerza Aérea ve cómo sus necesidades de aviones de combate son sometidas a aplazamientos y se recortan sus capacidades operativas. La Armada llegó a este período en buenas condiciones de mantenimiento de sus equipos más costosos, pero éstos ya están en el tramo final de sus vidas útiles y los períodos de reposición son largos, aún si se contara con los recursos a tiempo. Todas estas consideraciones exigen otro escrito con las cifras y precisiones que se puedan recabar. Por ahora, se puede concluir que la paz total es una quimera, fruto de la improvisación y del pensar con el deseo.

Armando Borrero Mansilla

Sociólogo, Especialista en Derecho Constitucional, Magíster en Defensa y Seguridad Nacional. Se ha desempeñado como Consejero Presidencial para la Defensa y Seguridad Nacional. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.

Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártenos en redes sociales.

https://pitta-patta.com/