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El populismo no nació en Latinoamérica ni lo crearon los latinoamericanos. Fue importado por diversos autores en la región e impuesto sobre el continente por académicos. Para el autor de este texto esta denominación supone una desventaja, al perpetuar la visión de que los latinoamericanos somos incapaces de crear gobiernos representativos.
A muchos lectores les resultará obvia la afirmación “Latinoamérica es la cuna del populismo”. Es, en gran medida, el consenso académico. Como han expresado algunos politólogos, Buenos Aires es al populismo lo que Atenas a la democracia. El populismo es el fenómeno político característico de la región, que ha exportado con éxito al resto del mundo. Cuando Donald Trump accedió a la presidencia estadounidense, el semanario The Economist tituló “Un peronista en el Potomac”. Sin embargo, cuando uno lee prensa latinoamericana de mediados del siglo XX descubre que la palabra no aparece por ninguna parte. En el famoso libro Entre la libertad y el miedo (1952) de Germán Arciniegas –en el que dedica varios capítulos a un análisis pormenorizado del peronismo– la palabra ‘populismo’ no aparece nunca. En 1967 se reunieron académicos del mundo entero en la London School of Economics (LSE) a debatir por primera vez el auge del populismo. A lo largo de tres días de discusión, estos profesores comentaron casos de lo largo y ancho del globo, tanto en el pasado como en el presente. Aunque no consiguieron acordar una definición de ‘populismo’, sí estaban de acuerdo en dos cosas que hoy nos resultarían chocantes: Latinoamérica era una tierra infértil para el populismo y Juan Domingo Perón no era realmente un líder populista. Claramente, entonces, la relación que hoy vemos entre populismo y Latinoamérica es más reciente de lo que pensamos. La pregunta es, ¿de cuándo data y por qué surge?
En su origen, la palabra viene de Estados Unidos. A finales del siglo XIX surgió un partido llamado Partido del Pueblo (People’s Party) para defender los intereses de los pequeños propietarios rurales frente a las grandes fortunas de la costa este. En vez de adoptar el adjetivo populares eligieron populistas y el término se esparció a través de crónicas de la prensa mundial. El politólogo estadounidense David J. Saposs estudió el auge del fascismo en los años 30 ligado a partidos populistas y definió el populismo como la ideología de la clase media que, en determinado contexto, tendía hacia el fascismo. Saposs transformó el término de dos maneras importantes: la primera, convirtiendo el adjetivo en un sustantivo; una ideología política en sí misma. La segunda, estableciendo una relación entre populismo y fascismo. En América Latina, el sociólogo brasileño Hélio Jaguaribe fue un pionero, usando el término en los años 50 para describir a un político regional en el que veía tendencias filo-fascistas. Al lector contemporáneo quizá le sorprenda descubrir que no se trataba de Getúlio Vargas, sino del gobernador Adhemar de Barros.
Sin embargo, el término no cobraría mayor relevancia hasta la presidencia de John F. Kennedy (1961-1963). La administración Kennedy diseñó una política hacia Latinoamérica bajo la premisa de que si apoyaban a la clase media, el continente se democratizaría y huiría de los extremos políticos. Los expertos de la administración estadounidense creían que las clases sociales determinaban la política y cada clase tendía hacia una forma de gobierno: los trabajadores eran proclives a la dictadura del proletariado, las élites económicas al autoritarismo y las clases medias a la democracia liberal. Ante este planteamiento, el sociólogo chileno Claudio Véliz publicó un análisis pesimista. Véliz no cuestionaba la relación entre clases económicas y sistemas políticos, sino que creía que las clases medias latinoamericanas no existían. Según Véliz, la clase que en Latinoamérica se encontraba entre la élite y los trabajadores, no era democrática sino ‘populista’; es decir, que no favorecían el gobierno representativo sino coaliciones ‘monstruosas’ de demagogos con intereses cortoplacistas. De esta forma, Véliz cuestionaba la posibilidad de que Latinoamérica fuese capaz de tener democracias autóctonas, ya que ninguna clase social apoyaba la idea. Pero más pertinentemente para este artículo, Véliz estableció la idea de que el ‘populismo’ era una característica diferenciadora de Latinoamérica, importando un término extranjero.
A pesar de las publicaciones de Véliz y algunos de sus colegas, el uso de ‘populismo’ para definir un fenómeno puramente latinoamericano no encontró mucho eco entre académicos anglosajones. En la conferencia de LSE, el consenso parecía indicar que la región no era proclive al populismo. Este escepticismo coincidió en el tiempo con el desvanecimiento de toda esperanza democrática para el continente: desde mediados de década, una serie de golpes de estado destruyeron cualquier ambición democratizadora. En este contexto, el debate sobre el futuro democrático de la región resultaba absurdo y con él se desvaneció el término ‘populismo’ para describir la política contemporánea.
Identificar a la región con un populismo perenne amenaza con perpetuar una visión profundamente pesimista y ahistórica.
Pero la conexión quedó establecida entre la palabra y la región para muchos sociólogos sudamericanos. A principios de los años 70, el brasileño Octavio Ianni usó el término para describir el paso de gobiernos ‘oligárquicos’ a regímenes ‘populistas’ a principios del XX en Latinoamérica. Otros autores siguieron en esta estela, identificando dos tipos de regímenes antagónicos: oligárquico y populista; este último característico del siglo XX. El concepto como común denominador de la política latinoamericana difuminó la distinción entre autoritarismo y democracia, y relegó a los márgenes a esta última. Esta línea de pensamiento surgió en los años 70, una década definida por la profusión de dictaduras militares. En este contexto, los esfuerzos intelectuales de los académicos estaban marcados por la necesidad de comprender el origen y devenir de los regímenes autoritarios. A la hora de examinar la historia de la región, estos autores no buscaban raíces democráticas ni les concernía el desarrollo histórico de la democracia, sino de la dictadura. Por lo tanto, la exclusión de la democracia dentro del análisis histórico de Latinoamérica no se produjo fruto de intenciones perversas, sino bienintencionadas; producto de la búsqueda de explicaciones para comprender las dictaduras que dominaban la región.
Sin embargo, el populismo no nació en Latinoamérica ni lo crearon latinoamericanos. Fue importado por diversos autores en la región, y más tarde (desde los años 80 hasta el presente) impuesto sobre el continente por académicos que lo consideran algo sui generis de la América meridional. En mi opinión, el ‘populismo’ crea tres problemas a la hora de estudiar el pasado democrático de Latinoamérica. El primero es que agrupa regímenes abiertamente dictatoriales con gobiernos electos en elecciones libres. La categoría de ‘populismo’ es tan amplia que borra la frontera entre autoritarismo y democracia. Algunos casos pueden ser particularmente sangrantes, como equiparar al expresidente venezolano Rómulo Betancourt –fundador de uno de los regímenes constitucionales y democráticos más longevos de Sudamérica (recordemos que la historia de la democracia colombiana o venezolana es más longeva que la española o la italiana; o que el sufragio universal tiene raíces más profundas en Ecuador que en Suiza)– con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El segundo problema es que esta conexión entre la región y el populismo sitúa a sus gobiernos democráticos –tanto en el presente como en el pasado– en desventaja respecto a sus pares del Atlántico norte: el historiador de la democracia en Latinoamérica enfrenta un primer obstáculo en tener que probar a un público escéptico que el gobierno de Juan José Arévalo en la Guatemala de los años 40 era democrático y no populista, por ejemplo. En cambio, es frecuente oír a intelectuales estadounidenses hablar de la democracia centenaria de su país, sin necesidad de matizar que durante buena parte de su existencia la población negra era considerada mercancía y los indígenas no eran legalmente seres humanos. El tercer y último problema es que identificar a la región con un populismo perenne amenaza con perpetuar una visión profundamente pesimista (y ahistórica) según la cual los latinoamericanos son incapaces de crear gobiernos representativos y a lo mejor a lo que pueden aspirar es a algún tipo de ‘monstruo populista’.
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Nicolás Prados Ortiz de Solórzano
Doctor en Historia por la Universidad de Oxford. Su primer libro, Cuba in the Caribbean Cold War (Palgrave Macmillan, 2020) analiza los orígenes de la revolución cubana desde una perspectiva regional. Sus trabajos se centran en el desarrollo histórico de conceptos políticos como la democracia, dictadura o revolución, durante el siglo XX.