Foto: El Tiempo.
Hoy en Colombia tenemos seis expresidentes vivos –Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe, Santos y Duque– y, con contadas excepciones, estos no se pueden ver ni en pintura. ¿Es saludable para la democracia en la actual coyuntura esta hostilidad?
En una carta que le envió Juan Manuel Santos a Roberto Pombo a propósito del libro Muebles viejos, éste le cuenta que al inicio de su primer cuatrienio les envió a todos los expresidentes la obra de Nancy Gibbs y Michael Duffy, El Club de los Presidentes. Dentro de la fraternidad más exclusiva del mundo (Simon & Schuster, 2012), que cuenta una historia fascinante. A la muerte de Franklin Delano Roosevelt, el 12 de abril de 1945, a su sucesor Harry Truman le tocó enfrentar la reconstrucción de la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial en medio de la emergencia de la Guerra Fría. Sorpresivamente, Truman recibió una carta del expresidente republicano Herbert Hoover (1929-1933) –a quien le había tocado afrontar la grave crisis financiera de 1929 y que Truman consideraba tan conservador como Luis XIV– ofreciéndole su colaboración. A pesar de sus reservas y por recomendación de sus asesores, Truman aceptó ese apoyo que sería clave para EE.UU. en un momento crítico de su historia y que inauguró el Club de Presidentes en esa nación, mediante el cual los mandatarios en ejercicio, a pesar de sus diferencias –muchas veces profundas– escuchaban y, en ocasiones, recibían el apoyo abierto de sus antecesores.
Este fue el caso, por ejemplo, de Clinton y Obama, que a pesar de sus constantes desencuentros en público, en privado se reunían a menudo. Clinton diría en alguna que ocasión que “siempre que el Presidente me llame para ir a jugar al golf y conversar, aunque esté nevando, allí estaré”. Desgraciadamente, esa institución informal pero clave para el buen gobierno en los Estados Unidos, cerró sus puertas con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Hoy en Colombia tenemos seis expresidentes vivos (Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe, Santos y Duque) y, con contadas excepciones, no se pueden ver ni en pintura. ¿Es saludable para la democracia, en especial en una coyuntura tan compleja como la actual, esta hostilidad?
El papel de los expresidentes
En la literatura sobre el presidencialismo existe un gran desbalance. Mientras se han escrito numerosos estudios sobre las condiciones personales, familiares y políticas que le permitieron a uno u otro líder político alcanzar la primera magistratura (por ejemplo, en el caso de Colombia, la pertenencia a una “familia presidencial” como los Ospina, los Santos o los Lleras), y existen decenas y decenas de libros evaluando la gestión en el poder de uno u otro mandatario, los estudios sobre el papel que han jugado los expresidentes son muy escasos.
Es más, además de escasos, los autores que abordan el tema de la función que deberían cumplir los expresidentes no se acercan siquiera a una remota unanimidad.
Para algunos analistas el ideal es que los exmandatarios al dejar la presidencia le permitan gobernar sin interferencias a su sucesor, desaparezcan del panorama político y se refugien en la intimidad familiar o en la empresa privada. Al respecto, el expresidente español Felipe Gonzalez decía en alguna ocasión que “para mí, los expresidentes son como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes (…). Nadie sabe bien dónde ponerlos y todos albergan la secreta esperanza de que, por fin, algún día un niño travieso le dé un codazo y lo haga añicos”. Un ejemplo clásico en este terreno era el de México bajo la hegemonía del PRI –que gobernó durante 70 años consecutivos (1930-2000)–, era en la cual se decía con mucho humor que el año más difícil del sexenio presidencial era el séptimo, pues un mandatario pasaba de ejercer un poder desmesurado a ser considerado como una simple reliquia histórica.
Los expresidentes deberían hoy en Colombia jugar un papel más constructivo y, como los viejos sabios de la tribu, contribuir a encontrarle una salida al país en esta difícil encrucijada.
A pesar de la visión del expresidente como un jarrón chino, lo cierto fue que Felipe González aprovechó su prestigio y conocimientos para jugar roles muy constructivos en distintos planos tras dejar la presidencia del Gobierno de España. Por ejemplo, como presidente del “Grupo de reflexión sobre el futuro de Europa”, en 2010 presentó un importante informe al respecto. Con base en este y otros ejemplos, analistas sostienen que se deben aprovechar los conocimientos y habilidades adquiridas de los expresidentes y ponerlas al servicio de otras causas, ya sea en el terreno internacional o en el contexto interno, tal como hizo (provisionalmente) César Gaviria como Secretario General de la OEA (1994-2004) o Belisario Betancur –a quien Pombo califica como un gran expresidente, “un ejemplo de patriotismo y civilización, de desapego, de utilidad y de prudencia”– en varias iniciativas en el campo cultural. Un paradigma de esta conducta fue el Premio Nobel de Paz que se le concedió en 2002 al expresidente Jimmy Carter por sus esfuerzos a través del Centro Carter fundado en 1982 en Atlanta (Georgia) “para encontrar soluciones pacíficas a los conflictos internacionales, impulsar la democracia y los derechos humanos y fomentar el desarrollo económico y social”.
Otros analistas piensan distinto y creen que los expresidentes son portadores de una experiencia invaluable y, por tanto, que deben continuar activos en el terreno político, ya sea como líderes partidistas, como parlamentarios, e incluso como presidentes reelectos. Tema nada sencillo pues los hay muy valiosos como Luiz Inácio Lula da Silva y desastrosos como Daniel Ortega.
Y en Colombia, ¿qué?
¿Se deben retirar, deben aprovechar sus experiencias en otros campos como las relaciones internacionales o deben continuar activos en la vida política? La respuesta no es fácil, pero, desde mi perspectiva, los expresidentes deberían hoy en Colombia jugar un papel más constructivo y, como los viejos sabios de la tribu, contribuir a encontrarle una salida al país en esta difícil encrucijada.
Al respecto, existen varios ejemplos tanto a nivel internacional como a nivel interno de delicadas coyunturas en las cuales los expresidentes han jugado un papel clave para sacar una nación adelante. Para no ir demasiado lejos, Alberto Lleras y Laureano Gómez –el agua y el aceite–, tuvieron la grandeza histórica de firmar el 24 de julio de 1956 el denominado Pacto de Benidorm en Valencia (España), que le abriría el camino al país para la restauración, así fuese limitada, de las instituciones democráticas del país mediante el Frente Nacional.
Sin duda, en la dinámica política actual en Colombia estos gestos no son obvios, pues la ausencia de un espacio de diálogo e intercambio de experiencias entre los expresidentes en Colombia proviene, a mi modo de ver, de dos tradiciones muy negativas en el ejercicio político en América Latina: el “espejo retrovisor” y el “adanismo”.
En efecto, en nuestra región la forma más simple para no asumir responsabilidades propias es señalar al o a los antecesores en la presidencia de todas las fallas de un gobierno. Este hecho obliga a los expresidentes a defender con ardor lo que perciben como su legado histórico. Por ejemplo, Juan Manuel Santos y la desmovilización de las Farc. A este “espejo retrovisor” se añade otra nefasta tradición: la idea de cada nuevo gobernante de que su mandato significa una profunda “refundación institucional”. Véase Javier Milei. Se trata del “adanismo”, el complejo de Adán, que no solo nos impide “construir sobre lo construido”, sino que nos lleva a desechar todo lo que los antecesores llevaron a cabo, pues cada mandatario latinoamericano cree que con él nos hallamos en el “primer día de la creación”, que es necesario arrancar de cero.
Este síndrome fue denominado por el profesor de la Universidad de Princeton, Albert Hirschman, como la “fracasomanía” (o el “complejo de fracaso”), es decir, la negación de los progresos alcanzados por los anteriores gobiernos, aún en contra de la evidencia empírica. Un ejemplo dramático de esta conducta son las expresiones llenas de insultos que ha proferido el presidente mexicano, Manuel López Obrador, en contra de sus antecesores. A Felipe Calderón lo denominó en alguna ocasión como “el mequetrefe que llegó con fraude a ser Presidente de nuestro gran país”; a Vicente Fox lo calificó de “mediocre y chiflado” y a Enrique Peña Nieto, nada más y nada menos como un “traidor a la patria”.
En Colombia esos dos defectos, el “espejo retrovisor” y el “adanismo”, son muy protuberantes, lo cual hace muy difícil que un mandatario en ejercicio pueda contar con la experiencia y el consejo de los expresidentes. Petro, por ejemplo, solo cuenta con el apoyo de Ernesto Samper.
Hoy Colombia está exigiendo a gritos una distensión del ambiente político, lo cual exige una enorme flexibilidad ideológica y un gran pragmatismo.
¿Es posible un cambio de ruta o es totalmente improbable?
¿Tendrán los expresidentes la grandeza histórica que tuvieron en su momento Alberto Lleras y Laureano Gómez o se van a mantener en sus minúsculas pugnas personales? En un país que vive un proceso de polarización creciente y un aumento incontrolable de la violencia este mal ejemplo es muy poco aleccionador. ¿Si los expresidentes no son capaces de sentarse a la mesa a conversar, con qué autoridad pueden exigirle al resto de los colombianos asumir una postura más dialogante?
Hoy Colombia está exigiendo a gritos una distensión del ambiente político, lo cual exige una enorme flexibilidad ideológica y un gran pragmatismo.
Un ejemplo de esta actitud negativa ha sido el lento y triste languidecimiento de la Comisión Asesora de Relaciones Internacionales (Care) creada en 1913 y con rango constitucional (Art. 225), en la cual los expresidentes jugaban un rol clave, evitando un excesivo “personalismo presidencialista” en la conducción de la política internacional del país y buscando, además, construir una mirada consensuada sobre ésta. Tras un proceso de politización indebida ocasionada por la participación de un alto número de parlamentarios sin formación en temas internacionales (doce en total), bajo Duque esta comisión solo tuvo una reunión en agosto de 2017. A su turno, si bien Petro la convocó el 10 de mayo de 2023 –¡5 años después!–, el único expresidente que asistió fue Ernesto Samper y Petro no asistió.
Roberto Pombo en su libro ya mencionado reconoce los logros alcanzados por los distintos mandatarios, pero, al mismo tiempo, les señala sus yerros. A César Gaviria le dice: “Me parece muy triste que un personaje tan importante como usted esté teniendo un final político tan triste y lánguido. Aferrado a un poder y a un partido que casi ya ni existen; reivindicando, desde el oficialismo liberal un apego a la burocracia y al manzanillismo. Y las maneras, Presidente, el estilo arrogante y poco sosegado, a veces la falta de compostura”.
Y con Andrés Pastrana no es menos crítico. “Me apena ver el energúmeno en el que se ha ido convirtiendo sin que lo fuera nunca, con unas obsesiones y unos delirios ideológicos, unos odios apasionados y ciegos, que nadie que lo hubiera conocido de antes podría creer si no lo viera en acción: vociferante, intransigente, irreconocible”.
En los mismos términos críticos –que reflejan el profesionalismo e independencia de su autor–, Roberto Pombo le habla al resto de los expresidentes lamentado que en Colombia no haya hoy un Club de Presidentes como el que hubo en los Estados Unidos, “una exclusiva cofradía de quienes ejercieron el poder y luego se ponen al servicio de su país, sin importar diferencias de partido o bandera”.
¿Tendrá alguno de los expresidentes el valor de llamar al resto a manteles para brindarle al país un llamamiento a la calma, al sosiego y a la construcción de un destino común? ¿Tiene algún sentido llamar a unos acuerdos nacionales si los exmandatarios son incapaces se conversar entre ellos? “Reinventarse (…) es un reto casi tan difícil como gobernar”, dice Pombo. Su respuesta es, sin embargo, pesimista. “Eso en la Colombia de hoy ya no es posible, por desgracia. Las heridas son muy profundas, y la falta de compostura y dignidad se volvieron la norma y el ejemplo”.
Yo quisiera ser menos pesimista y lanzar al aire una pregunta: ¿Podrán los expresidentes reinventarse y pasar de la camorra al diálogo? Colombia lo requiere a gritos.
Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártelos en redes sociales.
Eduardo Pizarro Leongómez
Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.