
Foto: Cédric VT: Unsplash.
Un relato felino de Alejandro López Mejía, de su libro de cuentos Rumbo al territorio de los dioses.
Para Agustín y Elena
A mí me encantan los perros pero los gatos me gustan más. Según dicen, eso significa que soy inteligente, independiente, creativo, reservado, que me gusta moverme a mi ritmo y no sentir presión. He tenido muchos gatos en mi vida, ya les voy a contar, cada uno con una historia bien especial. Los gatos colombianos me enseñaron a vivir sin papá, y los gringos le dieron dulce a la vida cuando el trabajo traía sinsabores. Hasta hace poco tuve una pareja de hermanos con la que me sentaba a meditar. Aunque el varón dejó este mundo casi sin avisar, su energía desde el más allá revela que me seguirá trayendo buena fortuna y protegiéndome de los malos espíritus hasta el final.
El primer gato que tuve era negro, igual a los que tienen las brujas. Su nombre era Gaspar. Mi mamá le encomendó la tarea de acabar con los ratones en la casa de ladrillo donde vivíamos en los cerros orientales de Bogotá. La casa era fría y la tristeza no existía porque mi mamá estaba ahí. Gaspar acabó con los ratones, reemplazó a mi papá a la hora de jugar cuando él murió y se hizo gran amigo de Teresa, la empleada. Ella ponía a Gaspar encima de su hombro al cocinar. Ese era el secreto de sus famosos ajiacos y de sus sopas de arracacha, de guineo y de verduras mixtas. Todas las noches aparecían pelos de gato negro en la comida de mi mamá y ella gruñía:
—Teresa, ¿esto por qué está aquí? ¡Que esta sea la última vez!
Y Teresa siempre respondía: —¡Ay!, sabrá el diablo por qué esos pelos están ahí. Cuando Gaspar se fue al monte, apareció Pulguita, una gata parda y callejera. Al principio sólo venía por leche, pero al quedar preñada se vino a vivir con nosotros. Sus siete gaticos nacieron en el patio de ropas de mi casa de ladrillo un sábado en la noche. Teresa sólo me dejaría verlos dos semanas después.
—No los toque niño, que me los enteca — gemía cada vez que yo me les iba a acercar.
A las cuatro semanas de nacidos empezarían a andareguear por toda la casa. Se subirían por las cortinas del comedor y de la sala, visitarían a mi mamá en su cuarto a todas horas y explorarían el estudio que abandonó mi papá, lleno de libros misteriosos de economía, demografía, topología, filosofía y ciencias del más allá.
—No me regale los gaticos — le rogó una mañana Teresa a mi mamá.
Pero la muy malvada se los llevó en su escarabajo color mostaza y se los regaló a sus estudiantes de Historia en la Universidad Nacional. Ese día le dije que parecía Cruella de Vil.
Al desaparecer Pulguita, Teresa trajo a la Princesa de su casa en Gachetá. Era negra como Gaspar y una bandida total. Cada dos días le traía pájaros de regalo a Teresa y ella, entre sollozos, decía:
—¡Ay!, mi princesita, ya no más regalos, por favor. Por descuido, a la Princesa no se la operó y por noches enteras oímos sus gemidos en la parte de atrás del jardín. En una madrugada romántica la Princesa se metió por entre la ventana del cuarto donde dormía mi tío Darío y detrás de ella se vino una gatería a pelear por su princesa. Saltaron encima de la cama en medio de una furrusca monumental y, cuando le salió la voz, mi tío gritó:
—¿Qué es esto? ¡Por el amor de Dios! Al día siguiente hubo visita obligada al veterinario y la Princesa no llegaría nunca a ser mamá.
Pasaron las décadas, mi casa de ladrillo desapareció y los gatos que la habitaron me enseñaron a comprender que la vida es una y que cualquier día se nos va. Mi mamá se mudó a un apartamento y no consiguió gatos para no quitarles la libertad. Yo me volví grande, me fui de la casa y del país. Cuando ya tenía tres hijos, el círculo de la vida volvió a empezar. En un principio, conseguimos a Templeton, un pez que murió de gordo, como buen gringo que come tanta chatarra. Y luego llegó una pelirroja, una terrier irlandesa.
—Llámenla Molly — sugirió mi mamá. Ella siempre tan culta pensando en el Ulises de Joyce.
Con Molly en casa, a los meses llegaría Mambo, un gato bengalí. El nombre se lo puso mi suegro, un bailarín sin par. A Mambo lo recogimos un jueves en la tarde en una ciudad cercana a la casa donde vivía con su mamá. Tenía seis meses de nacido. Era un poco mayor de lo que hubiéramos querido. Al llegar a nuestro hogar, conoció a Molly. Desde que se vieron empezó un romance que duraría hasta que la pelirroja murió. La agilidad y energía de Mambo eran algo fuera de lo común y su voz era de una estridencia monumental. Sus pilatunas me hacían olvidar la tensión con la que llegaba después de un día de trabajo en una institución financiera internacional. En contra del deseo de mi hijo Rodrigo, que me rogaba que no hiciera eso, que no lo dejara salir, le abrí la puerta un día y le dicté cátedra a toda la familia:
—Los gatos son para que estén en el jardín y exploren.
En su primera salida, Mambo inspeccionó el patio trasero de la casa con el sigilo de su ancestro salvaje, el Felis bengalensis. En menos de una hora entró otra vez. A medida que pasaron las semanas, sus paseos se hicieron cada vez más largos. Con su físico elegante y musculoso, lo veíamos encaramado en los árboles del vecindario y corriendo de acá para allá. Al llegar a la casa, siempre buscaba a Molly y sus escenas de amor fueron legendarias. Su nivel de actividad era extraordinario; incluso durante grandes nevadas y fríos polares, exigía que lo dejaran salir a jugar. Sin embargo, al cabo de un rato, llegaba a ronronear, nos decía que nos quería y nos agradecía por no mantenerlo encerrado en contra de su voluntad.
Mambo vivía feliz en ese vecindario. No obstante, por cosas de la vida nos mudamos a una casa lejana en otro estado y temimos que no se fuera a adaptar. Fue un temor infundado. En su nuevo hogar siguió feliz y sus paseos por bosques cercanos empezaron a tardar cinco días o más. Al ver que se demoraba en sus juergas, Claudina, la señora que nos ayudaba en la casa, repetía:
—Eso les pasa por dejarlo salir. Se lo robaron unos chinos que viven a tres cuadras de acá para comérselo en una sopa y hacer una cartera con su piel.
Y es que su pelaje era de película, espeso, marmolado, suntuoso, con un brillo de oro que encandilaba a quien lo viera. Pese a ello, Mambo llegaba siempre sin falta, más tarde que temprano. Entonces yo regañaba a Claudina:
—¡Qué carteras ni qué sopas, deje de inventar cuentos chinos, por favor!
La vida siguió dando vueltas. Con tanto giro terminamos en una casa de tres pisos en el centro de la ciudad, en frente de una avenida llena de tráfico pesado. Al principio vivimos en el primer piso y le hicimos un hueco a una ventana para que Mambo pudiera entrar y salir. Esta vez la adaptación casi le cuesta la vida. Apenas nos mudamos sus maullidos eran bestiales y, sin más remedio, lo dejamos salir. Después de quince días sin aparecer, en medio del invierno más atroz, pensamos que ya no volvería. Pero dos semanas más tarde nos llamó un señor que vivía a quince kilómetros. Mambo había llegado hasta allá y cuando lo recogimos el señor no lo podía creer.
—Nunca he visto animal tan salvaje — dijo—. Yo construí esta cerca de cinco metros de altura para no dejar salir a mis gatos y evitar que otros entren. No obstante, este gato suyo se trepó la reja con una facilidad feroz.

Alejandro López, el economista y escritor regresa en esta oportunidad con un libro de relatos. Foto: Amir Banay.
Al traer a Mambo de nuevo a casa, intentamos no dejarlo salir y tapamos el hueco que habíamos hecho en la ventana. Fue un caso perdido. Sus gritos de desespero al sentir el encierro se oían a cuadras de distancia. Para evitar problemas con los vecinos lo dejamos volver a aventurar. Esta vez regresó, pero sus ausencias serían cada vez más largas. Mambo se volvió un experto en cruzar las calles de la ciudad en medio de buses y camiones ante el terror de los transeúntes, fueran ailurofílicos o no. Claudina nos dijo una vez que había visto un helicóptero persiguiéndolo para capturarlo y matarlo dados los accidentes de tráfico que podía causar. Mi esposa le creyó, y yo exclamé:
—¡Deja de ser boba, a Claudina no se le puede creer! Mambo llegó un día y, para su sorpresa, su amada Molly se había ido para siempre. Creímos que la pena lo mataría. Y en esas apareció Tango, un schnauzer negro de manchas grises, buenmozo y querido hasta que ya. Se hicieron amigos al verse. Cuando Mambo se iba a parrandear, Tango contaba las horas para que su amigo regresara a jugar y a acostarse a su lado a ronronear. Pero Mambo era Mambo y siempre hacía cuentas para minimizar su estadía en casa. Cuando salíamos, lo veíamos en el vecindario. Él caminaba al lado nuestro subiéndose a los árboles y cazando pájaros. Nos acompañaba por horas y la gente nos paraba a preguntar:
—¿Cómo entrenaron a ese gato? ¡Qué cosa tan espectacular!
Y al llegar a la casa, se despedía como si tratara de decir:
—Nos vemos, yo no voy a entrar.
Dos semanas después de que mi mamá se fue al cielo, Mambo desapareció. Nunca supimos si lo mató un bus, si lo asesinaron los chinos para hacer una cartera o si simplemente de querido se fue a acompañar a mi mamá. Al ver a Tango tan solo, sentimos que nos decía:
—Yo quiero otro gato para jugar y esta vez, por favor, no lo dejen salir.
Una institución de gatos abandonados nos entregó a Chester. Nosotros le pusimos Félix en honor al nombre que casi le ponemos a nuestro hijo mayor.
Félix era bonito, de color blanco con manchas amarillas. Y terrible.
—Claro — nos explicó mi primo ailurofílico—, los gatos callejeros son lo más necio que hay.
Para hacerle caso a Tango, nunca dejamos salir a Félix del nuevo apartamento que teníamos en un quinto piso. A pesar de ello, cada vez que llegaba alguien estaba listo para escaparse y salía corriendo a toda velocidad haciéndonos ir a buscarlo por cada rincón del edificio. Durante su estadía en este mundo Félix arañó todos los muebles, se restregó por entre las obras de arte y se enredó entre finos telares de Laos. Se subió a todos lados y, mientras nos miraba, tumbaba lentamente cualquier adorno que tuviera enfrente.
Le agradecimos varias veces a Félix por haber cazado ratones que subían hasta el quinto piso. Un día nos alegramos porque una amiga de mi hijo Rodrigo quería adoptar un gato y pensamos: “Siquiera, por fin nos desharemos de este diablito”. Pero no. La amiga era avispada y una noche nos dijo:
—Con este no me encarto yo.
Igual nos pusimos contentos al verlo regresar, pues de lo necio era querido, nos hacía sonreír y llenaba el vacío de los hijos que se habían ido muy lejos. Unos tulipanes malvados asesinaron a Félix al principio de la pandemia. Rodrigo compró las flores para alegrar la vida, y como Félix no se podía quedar quieto se las comió una noche cualquiera. Al otro día, lo vi tirado en el piso y salté por encima de él cuando fui a hacer mi yoga cerca de la sala. Al cabo de un rato, cuando ya estaba a punto de levitar, oí a mi esposa gritar:
—¡Está muerto! ¡Félix está muerto!
“Escandalosa”, pensé. Pero muerto sí estaba, la curiosidad lo mató.

Portada de libro de López Mejía, publicado por Taller de edición Rocca.
Cuando Mambo se iba a parrandear, Tango contaba las horas para que su amigo regresara a jugar y a acostarse a su lado a ronronear.
Vivir sin gatos no tiene gracia, así que me dediqué de tiempo completo a encontrar un nuevo compañero. La condición que me pusieron en casa era que fuera juicioso, silencioso y viviera feliz sin salir a explorar. En otras palabras, que no fuera gato. La tarea no era fácil, pero al terminarla saqué cinco aclamado.
Cerca de Los Ángeles, al otro lado del país, me conseguí un gato sagrado de Birmania. Hilde, la señora que lo tenía, me convenció de adoptar a la hermana del gato también. Lo único malo es que me tocaría esperar varios meses hasta tenerlos. Hilde sólo los entregaba después de los ciento veinte días de nacidos. Como los gatos eran sagrados, no podían viajar por carga. Hilde se comprometió a traerlos hasta mi casa sin costo adicional.
La espera se hizo eterna. Cada día me llegaban fotos de los pequeños. Los bautizamos Octavio y Violeta. Les compramos casitas, una azul y otra rosada, un árbol que les enseñara a trepar y una abundante variedad de juguetes. Faltaban apenas dos semanas para que llegaran a casa cuando recibí una llamada inesperada de Hilde:
—Le cuento que el sultán de Brunéi desea hablar con usted. Quiere comprarle a Octavio por treinta mil dólares y lo puede venir a recoger en su avión particular.
Sin dudarlo un segundo, respondí:
—Dígale al sultán que Octavio no está a la venta. El dinero no compra ilusiones ni alegrías. Prefiero no tener que hablar con él.
Hilde entendió y a los quince días llegaron estos príncipes. Tango aceptaría compartir techo con ellos aunque nunca dejaría de pensar en lo mucho que quiso a Mambo y la delicia que sería volver a estar con él. Desde que llegaron Octavio y Violeta fueron cariñosos, juiciosos y conversaron con suavidad. Nos embrujaron sus ojos de un azul zafiro, su pelo semilargo, su cuerpo medio rechoncho y sus patas cortas. Octavio nos sorprendió por su color caramelo oscuro, sus cuatro zarpas de color blanco como calcetines, su gran torpeza, su timidez con las visitas y sus mordiscos de ratón al dárselas de querido. Al contrario de su hermano, Violeta es casi blanca, pero con los años ha empezado a tener visos de un caramelo claro, es sociable y juguetona. A Octavio siempre le gustó que lo cargaran para consentirlo, a su hermana no.
Según la leyenda, los gatos sagrados de Birmania adquirieron sus características hace muchos siglos. Todo sucedió cuando unos ladrones entraron al templo de Lao-Tsun y asesinaron a Mun-Ha, un sacerdote que solía arrodillarse en frente de una diosa de ojos azules junto a Sinh, el gato del templo. Al morir Mun-Ha, Sinh posó sus patas sobre su maestro, miró a la diosa y los ojos amarillos de Sinh se volvieron azules, su pelo dorado y sus manos blancas por la pureza del maestro. A la mañana siguiente, los demás gatos del templo adquirieron las características físicas de Sinh, quien días más tarde llevaría el alma de su maestro al paraíso.
No estoy seguro de la veracidad de esta leyenda. Lo que sí sé es que Octavio y Violeta siempre tuvieron una vibra muy especial. Un diciembre, antes del aniversario de nacimiento de mi mamá, se nos murió Octavio prácticamente sin avisar. Antes de irse nos hizo saber lo feliz que había sido a nuestro lado y nos pidió que le consiguiéramos un compañero a Violeta para que siempre se acordara de él. Ya en su último ronroneo nos prometió que seguiría velando por nosotros hasta volvernos a ver en el más allá. Así como lo hizo mientras meditamos en el pasado, estoy seguro de que ahora su energía preservará mi buena fortuna y mantendrá los malos espíritus a raya mientras yo ande por acá.
*Tomado del libro de cuentos Rumbo al territorio de los dioses, publicado por Taller de Edición Rocca, sello Ex Libris, febrero de 2025
Alejandro López Mejía
Economista de la Universidad de los Andes y tiene un doctorado en Economía de Queen Mary and Westfield College de la Universidad de Londres. De alma bohemia y talante liberal, en su trabajo actuó como si fuera un tipo serio y economista de verdad. Hace unos años empezó a dejar ver su espíritu aventurero, su amistad con las letras y su búsqueda del más allá dentro de sí. Pedales, picos y posturas (Tragaluz, 2024) fue su primera obra no académica, un libro de viajes por el mundo exterior e interior.
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