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Gustavo Petro y Francia Márquez alzan los brazos celebrando la victoria que les permitirá ocupar hasta 2026 la presidencia y vicepresidencia de Colombia.

El triunfo de Gustavo Petro revalorizó para Colombia uno de los atributos más destacados de toda democracia liberal: la alternancia en el ejercicio del poder, pero para poder gobernar Petro tendrá que ser un hábil negociador.

Los resultados de las tres vueltas presidenciales del 2022 arrojan un escenario novedoso para el país. El adjetivo, novedoso, es una constante en las primeras reacciones nacionales e internacionales. Ahora de lo que se trata es de ir decantando poco a poco, y entre muchos, los rasgos y las probables derivas de esa novedad.

Mis primeras observaciones tienen que ver con lo ganado, lo de todos, y con la incertidumbre de lo que viene cuya principal variable estriba en lo que llamo “los de ninguno”.

Lo de todos

Entre el 29 de mayo y el 19 de junio Colombia obtuvo unos logros nada desdeñables, que resultan de la capacidad taumatúrgica que tienen, a veces, los procesos democráticos.

El 29 de mayo, ante una clase política y un gobierno renuentes al cambio, el 75 % de la población votó de forma inequívoca por una reorientación del manejo del Estado y por la modificación de las políticas públicas. Que el contenido de esas aspiraciones sea relativamente indefinido y vago no le quita peso a ese voto. Eso lo hizo saber Rodolfo Hernández en la declaración de reconocimiento de su derrota: “Sinceramente espero… que Colombia se encamine hacia el cambio que predominó en el voto la primera vuelta. Le deseo al doctor Gustavo Petro que sepa dirigir al país, que sea firme en su discurso contra la corrupción y que no defraude a quienes confiaron en él” (“Rodolfo Hernández reconoce la victoria de Petro y le envía un mensaje”, Portafolio, 19.06.22).

En esa primera vuelta la ciudadanía expresó una voluntad que sería peligroso desconocer. Tengamos en cuenta que es la primera vez en la que una fuerza electoral compuesta por los partidos tradicionales y todas sus ramificaciones recientes, más el apoyo gubernamental y de tres de los cinco expresidentes de la república vivos –entre ellos los dos más influyentes en la opinión pública– fue derrotada en la primera instancia electoral. Este es un dato superlativo.

Al mismo tiempo, ambas vueltas, especialmente la segunda, representan un logro mayúsculo para la democracia colombiana, desprestigiada ante la opinión doméstica y mediocremente calificada por los observatorios internacionales. En primer lugar, logró unos niveles de inclusión inéditos en nuestra historia electoral. Desde el punto de vista cuantitativo, por los porcentajes de participación nacional y por la movilización en las regiones costeras, tradicionalmente las más apáticas al ejercicio del sufragio. Desde lo cualitativo, porque puso en el rol protagónico a corrientes marginales, como las que encarnó Hernández en primera, y a la tradicional alternativa de izquierda, usual en papeles de reparto. El triunfo de Gustavo Petro revalorizó para Colombia uno de los atributos más destacados de toda democracia liberal: la alternancia en el ejercicio del poder.

En términos coyunturales, la indignación callejera e inorgánica logró ser canalizada, en particular por el Pacto Histórico, y eso representa un alivio inmediato al pesimismo y a la sensación de abandono de un segmento enorme de la población. Los razonables temores que expresó Alejandro Gaviria sobre la situación nacional ya encontraron una válvula de escape que durará, espero, por lo menos el resto del año (“How the Colombia election could change Latin America”, Financial Times, 19.05.22).

 

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Las elecciones presidenciales de 2022 pasarán a la historia por el claro mensaje de los electores que castigaron a los candidatos y partidos que encarnaban la política tradicional.

La indignación callejera e inorgánica logró ser canalizada, en particular por el Pacto Histórico, y eso representa un alivio inmediato al pesimismo y a la sensación de abandono de un segmento enorme de la población.

“Los de ninguno”

Dicho esto, debemos tratar de desentrañar las claves de la incertidumbre que se cierne sobre el país y que, a mi manera de ver, era ineludible y no dependía del resultado final de la carrera presidencial.

La incertidumbre consiste en que la política colombiana es gaseosa y, por tanto, volátil. Estas declaraciones periodísticas que hablan de los 10.5 millones de votos de Hernández y los 11.2 de Petro son falaces. Nadie es dueño de nadie. Para decirlo en los términos de moda “los nadies” son “de ninguno”. La representación política en Colombia no es orgánica, lo que acabamos de presenciar fue un acto portentoso por parte de dos personajes y sus allegados para captar un estado de ánimo de los votantes y traducirlo en discursos y consignas que agregaran millones de votos hasta convertirlos en una voluntad; pasajera, por demás.

Y eso nos pone en una tesitura muy peculiar. El presidente electo sabe que tiene que negociar, que hay cosas que podrá hacer en los primeros dos años y cosas que no, y que las fricciones de todo tipo (internacionales, económicas, institucionales) amellarán sus aspiraciones programáticas. Al primer desengaño, quizá inevitable, los electores de Petro le darán la espalda al gobierno y pondrán en cuestión, otra vez, el régimen político.

En este punto emerge el desafío para las instituciones colombianas y con ello me refiero ante todo a los sectores organizados de la política, la economía y la sociedad. Desde ahora, con la conformación del gabinete hasta la instalación del nuevo Congreso y la posesión del 7 de agosto, la política nacional tendrá que tornarse más sólida y segura. Creo que esto lo saben en el Pacto Histórico ya que los puntos centrales del discurso de Petro el 19 de junio se enfocaron en este propósito.

¿Por qué lo digo? El presidente electo –y este fue el meollo de su discurso, el resto es golosina para la galería– se enfocó en tres puntos: el gran Acuerdo Nacional, los tres capítulos que debería contener ese Acuerdo y el papel de la oposición. No se sabe quiénes serán los que converjan en el gran Acuerdo, pero todo indica que allí llegarán la Alianza Verde, gran parte del Partido Liberal, el Partido de la U y lo que quede de la Liga contra la Corrupción. Los capítulos, ya sabemos, son la paz (cuyo contenido no es otro que el acuerdo de 2016), la “justicia social” (más abierto, aunque hay propuestas concretas en el programa del Pacto) y la “justicia ambiental”, un tema tan impreciso como necesario. Sobre la oposición, no podía ser más claro en un discurso de celebración: no adoptará un ánimo revanchista, no ejercerá presión administrativa o judicial sobre ella y tiene abiertas las puertas del Palacio de Nariño. Cabe esperar que allí esté el Centro Democrático.

Con estas palabras, Petro recoge tres tradiciones: la de Jaime Bateman y el sancocho nacional, la de 1991 con el aditamento ambiental y la de Virgilio Barco con la recuperación de un esquema gobierno-oposición. Esperemos que estas palabras cobren peso y que el gobierno sea coherente con ellas.

Las primeras reacciones han sido muy positivas. Álvaro Uribe —quien nunca había reconocido una derrota electoral— lo hizo de forma rápida y clara; la vicepresidenta Ramírez llamó a la gente a confiar en el país y a no abandonarlo; los gremios económicos manifestaron su intención de diálogo y concertación.

Si los partidos tradicionales, los pocos liderazgos reconocidos y las organizaciones del sector privado y social pierden de vista este panorama y se dejan llevar por los radicales internos y por quienes quisieran sabotear la gestión gubernamental, tendremos problemas. Y serán más grandes que los del cuatrienio que, por fortuna, termina.

Jorge Giraldo Ramírez

Doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia. Profesor emérito, Universidad Eafit.