A pesar de que nunca fue galardonado con el Nobel de Literatura, Jorge Luis Borges dejó una sólida obra que trasciende en el tiempo.
“La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”, escribió en alguna vez el escritor argentino. Evocación personal de una de las figuras de la literatura universal.
No sé si todos los seguidores de Borges guardan en su memoria el primer contacto con su obra. Yo sí tengo el recuerdo de mi primera aproximación a su prosa, como recuerdo también mi reacción inicial de asombro y admiración por ese despliegue de erudición, por ese caudal ilimitado de citas, fechas y alusiones a antiguos personajes, que no pude menos que sentirme abrumado y anonadado. Se regodeaba en sus referencias a leyendas medievales, a literaturas antiguas, a juegos matemáticos, a espejos infinitos, a bibliotecas ilusorias, todo con una precisión tal de detalles, que lo dejaba a uno con dudas sobre su autenticidad. Descubrí, después de leerlo un poco más, que todo eso era en realidad una mezcla de su evidente erudición sobre esos temas y artimañas de un escritor avezado que se deleitaba jugando con el lector de esa manera.
Vino después el contacto con su poesía, tan importante en su obra, que él mismo llegó a afirmar que ese era en realidad el único género que él había cultivado. No seré yo quien cuestione esta aseveración, pero en cierta forma puedo entenderla porque es fácil ver poesía en todo lo que él escribía. Y si no, denle una mirada a los prólogos que escribió para sus libros; son simplemente poesía.
No es fácil clasificar su obra, que para mí desafía las clasificaciones corrientes. El mismo no creía en escuelas literarias ni se dejaba encasillar en ninguna de ellas, aunque dijo que si lo hubieran obligado a decir de donde provenían sus versos, hubiera dicho que del modernismo, ese movimiento que trajo consigo una renovación en el lenguaje español, y cuya influencia llegó incluso a la misma España. Sobre los tigres, cuchillos, espejos y laberintos, tan comunes en su obra, dijo que al final de cada año se hacía la promesa de renunciar a ellos, pero resultaba ser algo más fuerte que él mismo y surgían nuevamente en sus escritos.
Para mí, Borges nunca dejó de ser un misterio. En muchos casos hablaba de sí mismo como de una tercera persona. En su ensayo Borges y yo dice que él “se deja vivir para que el otro Borges pueda tramar su literatura”. No parece haber sido afortunado en amores (“Pienso también en esa compañera que me esperaba y que tal vez me espera”, “Me duele una mujer en todo el cuerpo”), pero no podemos concluir que no haya sido feliz, a pesar de algunos de sus versos (“mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, pero los defraudé, no he sido feliz”, “no le ha faltado a mi vida la amistad de unos pocos. No tengo enemigos, y si los tengo, nunca me lo hicieron saber”, “la verdad es que nadie puede herirnos, salvo la gente que queremos”).
Leerlo y adentrarse en él permite el placer de degustarlo íntimamente y presenta al mismo tiempo un desafío intelectual. Puedo decir sin ninguna sombra de duda, que las frases más bellas a las que la literatura me ha permitido acceder, me las ha regalado Borges. Sea en un cuento, un poema, un prólogo o una entrevista, tuvo la facilidad de crear, sin un lenguaje rebuscado, frases o pensamientos de inigualable concisión, profundidad y hermosura. Es simplemente la utilización del lenguaje cotidiano, en manos de un alfarero experto, llevado a sus más altas cumbres. Esa concisión era una característica de sus ensayos, cuentos, poesías y hasta de entrevistas, y quizás fue la causa de que no escribiera novelas, porque al no necesitar de muchas palabras para expresar sus ideas, pensaba seguramente que para qué escribir una novela de 400 páginas para decir algo que se podría decir con un cuento de tres o cuatro.
Borges representa para nosotros los latinoamericanos, nuestra figura de mostrar. Vargas Llosa, que estaba en París la primera vez que Borges fue a Francia, y pudo ver el impacto que causó, manifestó que él había contribuido a que los escritores latinoamericanos vencieran un cierto complejo de inferioridad ante los europeos. Neruda, quien no compartía su pensamiento político, le pedía a los escritores latinoamericanos que lo trataran con el mayor respeto porque era un honor para nuestro idioma. Sin embargo, no creo que él hubiera sido muy consciente de su grandeza literaria, y alguna vez dijo que “el producir un verso afortunado no debería envanecer a nadie porque es don del azar o del espíritu”.
Es tal el respeto que se siente por él, tanto por lectores como por sus mismos colegas de oficio, que no hay quien no considere como una de las tachas del Premio Nobel, el hecho de que no se le hubiera concedido; él, con esa ironía que lo distinguía, cuando le preguntaron por qué no le habrían concedido el Nobel, contestó que debía ser porque los académicos suecos compartían el juicio que él mismo tenía sobre su obra.
En el universo borgiano abundan las referencias a leyendas medievales, literaturas antiguas, juegos matemáticos, espejos infinitos, bibliotecas ilusorias, cuchillos y espejos.
Puedo decir sin ninguna sombra de duda, que las frases más bellas a las que la literatura me ha permitido acceder, me las ha regalado Borges. Sea en un cuento, un poema, un prólogo o una entrevista, tuvo la facilidad de crear, sin un lenguaje rebuscado, frases o pensamientos de inigualable concisión, profundidad y hermosura.
Era un convencido de que un poema o un texto literario requiere la participación y la complicidad del lector. Por eso, en un prólogo que escribió para una colección de libros escogidos por él, dijo: “Ojalá seas el lector que este libro estaba esperando”. Igualmente, trasladando a la literatura un comentario de Berkeley, el filósofo irlandés, quien dijo que el sabor de una manzana está en el contacto de la fruta con el paladar y no en la fruta misma, dijo que un poema no está en la serie de símbolos que se requirieron para escribirlo, sino en la interacción entre el poema y el lector.
No me resisto a citar aquí el inicio del Poema de los dones, donde hace alusión a su ceguera: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría de Dios / que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”; ni puedo dejar de mencionar esos versos suyos que muestran el valor que le daba a la lectura: “Que otros se precien de lo que les ha sido dado escribir. Yo me precio de lo que me ha sido dado leer”. Su amigo Bioy Casares concuerda con eso, diciendo que él era la literatura viviente, porque cada vez que él le recomendaba un libro que acababa de leer, Borges se había leído no solo ese libro, sino todos los libros de ese autor.
En uno de sus más bellos poemas, Borges da gracias al divino laberinto de los efectos y las causas por “la diversidad de creaturas que forman este singular universo; por el amor que nos hace ver a los otros como los ve la divinidad; por las palabras que en un crepúsculo se dijeron de una cruz a otra cruz; por el lenguaje, que puede simular la sabiduría; por el olvido, que anula o modifica el pasado; por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio; por el sueño y la muerte, esos dos tesoros ocultos; y por la música, misteriosa forma del tiempo”. Yo, usando su misma expresión, le doy también gracias al divino laberinto de los efectos y las causas, por habernos dado a él y a nosotros la misma lengua y permitir que nos hubiéramos encontrado. La única tristeza que esta reflexión nos deja, es pensar cuántos otros escritores nos son vedados, precisamente por las mismas causas.
Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártelos en redes sociales.
Alfredo Jiménez López
Ingeniero y escritor.