Foto: Luca Onniboni. Unsplash.
El reconocido periodista barranquillero Heriberto Fiorillo evoca el “primer no” de su carrera en una actual lección de ética y estética periodística.
A mediados de los setenta, mientras estudiaba periodismo en la Universidad Javeriana y trabajaba por las noches como recepcionista de un hotel en Bogotá, fui conectado a través de una amiga con el jefe de redacción de una conocida revista nacional, en la que años atrás había laborado casi toda la generación de cronistas que yo admiraba.
El hombre de bigote espeso y sonrisa amable que descubrí de pie entre los escritorios de sus redactores y que administraba los movimientos de su corpulencia desde los elásticos de unos cargadores vistosos, aceptó de inmediato mi primera colaboración –un reportaje sobre los orientales que habían venido de visita a Colombia, se habían enamorado y habían decidido quedarse para siempre– y le concedió de una vez, sin quitarle una coma, cuatro páginas espléndidas de su siguiente edición.
Amparado en aquel éxito repentino y providencial que prometía fortalecer como fuente de ingresos mi oficio periodístico por encima de aquellas inciertas suertes hoteleras, regresé a la revista con la intención de proponerle al hombre de los cargadores otro de mis temas.
—El director quiere hablarle –me dijo en su oficina, sin esperar a que me sentara, señalando como un policía de tránsito, con la punta rígida del índice, la dirección en que su superior se hallaba.
La oficina del mandamás se hallaba al fondo del corredor. Era la única con baño privado y el tipo estaba dentro del mismo cuando llegué. Toqué dos veces la puerta abierta de la oficina y lo ví salir diligente, secándose las manos con una toalla. Era calvo, de baja estatura y su área de trabajo resultaba más bien pequeña pero él parecía arreglárselas a las maravillas para pasear, casi que para hacer rodar su anatomía por el lugar, con la discreta veleidad de una carroza. En su voz se revelaron esa mañana la textura y la entonación propias de las gentes del Caribe y sus ademanes se fueron convirtiendo en el prólogo de lo que aquel sombrero, aquel paraguas y aquella gabardina, colgados detrás de su escritorio, me confirmarían sin recato minutos después: el mandamás era costeño, había estudiado derecho en la capital y cultivaba la política, aunque nada parecía hacerlo más feliz entonces que continuar la tradición de ciertos politiqueros nacionales: utilizar el periodismo como escampadero.
—Estamos muy contentos con tu trabajo –recuerdo que me dijo, arrellenado en su poltrona, al otro lado del escritorio, lo que empezó a ponerme nervioso.
—He visto en tí –continuó– la madera de un gran periodista y he decidido asignarte un tema que será nuestra portada dentro de quince días.
Ahora me sentí peor. Al temor de haber prejuzgado a quien parecía dispuesto a entregarme en confianza una de sus originales ideas periodísticas se sumaba la incertidumbre de que el tema a proponer fuera uno en el que yo no me sintiera cómodo o curioso. El hombre me sacó de aquella duda.
—Quiero que hagas una investigación sobre el desempleo en Colombia –me dijo inclinando su rostro por encima del desorden de papeles que ahora revisaba. Es un tema candente –se justificó– y de mucha actualidad.
No recuerdo lo que comenté. Debió ser algo resumible en una afirmación de cabeza, un gesto, algo por el estilo. Una mujer joven de uniforme, delantal y cofia entró a la oficina con una bandeja que puso en el escritorio. Eran dos tazas de café. El mandamás me ofreció una con la mirada y se acercó la otra, rodándola quedo, con el mismo donaire conque se había paseado él antes por el cuarto.
—Quiero que entrevistes al Presidente de la ANDI, al Ministro de Trabajo, a obreros y analistas –dijo. Al que sea necesario…
Hasta ahí la cosa iba bien. El director me sugería ciertas fuentes de información que, a la luz de la investigación propuesta, parecían inobjetables. Pero su propósito no se detuvo allí. Con lentitud –y mi recuerdo es tan largo ahora como lo fue entonces su movimiento– el mandamás estiró su brazo derecho y extrajo del bolsillo interno del saco, hormado sobre los hombros de la poltrona, un papel doblado que observó con cierto deleite mientras dijo:
—Yo tengo aquí unas conclusiones de esa investigación.
¿Oí bien? Dijo conclusiones, no hipótesis. Lo dijo y un aire frío como de muerte recorrió de abajo-arriba mi espina dorsal y se hundió como uña venenosa de alacrán en mi nuca. Ignorante por completo de mi estremecimiento interior, el hombre continuó hablando o leyendo imperturbable con su cara de palo el papel blanco cuadriculado en azul que contenía la lista a mano de aquellas conclusiones ahora recibidas por mí como encargo. Por sanidad mental no las recuerdo todas, pero sé que todas guardaban el mismo tenor de una que reaparece intacta en mi memoria del episodio: “Al exigir tantas prestaciones sociales de sus empresas, los trabajadores impiden que esas mismas empresas contraten a nuevos trabajadores”.
—Le he dicho a mi secretaria que te consiga una cita mañana a las diez con el Presidente de la ANDI –afirmó el mandamás con un golpe de mano abierta sobre sus papeles en la mesa, mientras tomaba el auricular del teléfono con la otra y ponía fin a nuestra reunión señalándome la puerta con un gesto de la cara y dando media vuelta de carroza sobre su silla giratoria.
Esa noche no pude dormir. A mis veintiún años, la oferta de aquel director me trasladaba prematuramente al abismo. Si la aceptaba, mi informe, y tal vez mi nombre, aparecería en enormes letras de molde sobre la portada de la revista en la que había soñado por años trabajar. Podía ser el inicio de una carrera exitosa. Pero el malestar era muy grande y esa noche molieron mi conciencia, una y otra vez, las reflexiones de mis profesores Francisco Gil Tovar y Manuel Cabrera sobre la ética del periodista y la sencilla pero elevada razón que aún consagra su existencia: el doble compromiso ineludible que nos hace ir como reporteros adonde los lectores no pueden ir; y que luego nos regresa como cronistas a contar lo ocurrido con tal fidelidad que permita a los lectores vivirlo, como si allí hubieran estado.
Esa noche no pude dormir. A mis veintiún años, la oferta de aquel director me trasladaba prematuramente al abismo.
No crean que el demonio de la ambición dejó de relamerse en el debate y no se presentó como lo hizo a aconsejarme ser dúctil a los deseos del director por una o varias crónicas, hasta el momento del prestigio o de la independencia cuando pudiera, por fin, zafar entonces todo aquello y volver a vivir en armonía de buen redil con mi lector. No crean que el diablillo del interés no se acercó a mi oído para decir: “si tú no escribes ese informe, alguien lo hará, así que adelante. No pierdas la oportunidad”.
Al otro día regresé a las oficinas de la revista y fui directamente a la dirección. La secretaria que me dio vía libre, me entregó un papelito con indicaciones para la cita que tendría con el presidente de la ANDI a las nueve. Le indiqué que prefería esperar allí por el director.
El hombre llegó tarde, me miró como si fuera una potera en el lugar equivocado y con una frase me refrendó el vistazo.
—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar entrevistando al de la ANDI? –preguntó mirando entonces a la secretaria como si mi conducta dependiera de ella. La mujer se incomodó pero reaccionó de inmediato con una mirada feroz de desaprobación sobre mí.
El mandamás había ingresado a su pequeña oficina y terminaba ahora el ritual de colocar su paragüas en el paragüero, su sombrero en el sombrerero y su gabardina inmensa detrás de la puerta mientras yo le repetía que había venido a presentarle una contrapropuesta.
—A ver… –dijo con aparente interés y parqueó la carroza de su humanidad sobre la silla giratoria.
No sé de dónde saqué fuerzas. Me imagino que del insomnio de la noche anterior. Le propuse que me dejara hacer la investigación en libertad, que no me impusiera fuentes ni señalara metodologías. ¡Mucho menos conclusiones! Le recordé que él mismo decidiría en últimas si aquella investigación honesta era publicable.
El mandamás se fue poniendo rojo, pero ya mi discurso no tenía reversa. Por el contrario, hundía mi sarcasmo en el acelerador.
Le extendí otra alternativa: que él entrevistara a quien deseara, que realizara la investigación y torciera sus resultados como quisiera mientras yo, como una especie de secretario pero por una tarifa de notario, copiaría a máquina todos sus dictados, los mismos que al final él solito firmaría.
El hombre estalló. Se había puesto de pie. Balbuceaba.
—¡Desagradecido! –gritó. Te estaba dando la oportunidad de entrar con el pie derecho al periodismo nacional.
Quizás el humor crudo y tontarrón que nos asalta indómito en ciertos momentos de tensión me llevó a argumentar en defensa propia que aquello no resultaba coherente porque yo era zurdo, pero el hombre detectó en la frase más bien el ambiguo sesgo de una burla y ahí sí se salió de silla, de casillas y de toda temperancia en un trabalengüas de groserías que, de interesarme, aún estuviera yo desenredando.
Por efecto de su violencia verbal, me había puesto de pie y me había rodado con temor hasta la puerta donde ahora buena parte del cuerpo de redacción y los de varias secretarias se amontonaban.
—¡Haré que te destierren del periodismo nacional! ¡Jamás pisarás de nuevo esta revista! –sentenciaba furibundo mientras yo, preso de los nervios, sentía escabullir mi humanidad como un conejo entre los espontáneos testigos de aquella humillación.
Como pude llegué hasta el caracol de las escaleras que iban al segundo piso y allí, sin nadie en los alrededores, me solté a llorar. Habían sido muchas emociones en pocas horas. Habían sido la ilusión, el descaro, la ambición y la vileza. Habían sido el insomnio, la duda, el compromiso y la decepción, pero por encima de todo había sido, y no sé cómo, el coraje, la fuerza, el valor que alimentó desde esa mañana la libertad relativa de toda mi existencia y, por supuesto, la libertad de mi lector. Por encima de todo, aquella hermosa mañana, yo había sabido decir que no.
Apenas enterado, o enterado a medias de lo que acababa de suceder en la oficina de su director, el jefe de redacción, aquel primer hombre de sonrisa amable y flexibles cargadores, aquel amigo de mi amiga que había abierto para mí las páginas de la revista, surgió del fondo de la escalera de caracol, me puso una mano en el hombro, y me dijo consolador, pero devolviéndome al absurdo:
—No te preocupes –y se refería no cabe duda al mandamás– ya se le pasará.
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Heriberto Fiorillo
Escritor, editor y gestor cultural exaltado en 2021 con la medalla al mérito cultural del Ministerio de Cultura. Autor de La Cueva, crónica del Grupo de Barranquilla; Arde Raúl, la terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin; Nada es mentira; Cantar mi pena; La mejor vida que tuve; y El hombre quee murió en el bar. Cineasta, guionista y director de Ay, carnaval; Aroma de muerte y Amores lícitos, entre otros. Es director consejero de la Fundación La Cueva y del Carnaval Internacional de las Artes.