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Académica, escritora y columnista, Carolina Sanin tiene en su haber varias obras literarias en diversos géneros. Foto: Bottia.

Carolina Sanín dialogó con Contexto y nos regala un fragmento de su libro “Somos luces abismales”.

Carolina Sanín podrá siempre ser amada u odiada pero nunca pasará desapercibida. No hay grises con Sanín, hoy día una de nuestras más poderosas plumas de la literatura nacional. Ha sido víctima de bullying, la censura y hasta de amenazas en redes sociales, pero ella ha sabido sortear los obstáculos con lo mejor que sabe hacer: escribir. Desde la orilla de la creación literaria nos ha entregado libros memorables como Somos luces abismales o Tu cruz en el cielo desierto. Leerla es entrar a un territorio de aprendizaje y meditación, una invitación a aislarse. Su obra es una isla; sus letras el océano que la rodea, sus libros son la luz de un abismo en el que poco a poco vamos cayendo para luego emerger, levitando. Hay poesía pura en cada uno de sus párrafos, hay dolor, ardor, fragilidad, y también amor.

Hablamos con Carolina Sanín en esta entrevista espontánea, casi instantánea…

John Better: ¿Qué hora es, Carolina?

Carolina Sanín: Son las 7:17 p.m.

J.B.: ¿Qué sucede en estos momentos a tu alrededor?

C.S.: Afuera está oscuro. Es un domingo de restricción estricta de la movilidad. Lejos se oyen los motores de unos carros, pocos. Más cerca hay un hombre que acaba de entrechocar las palmas dos veces al tiempo que decía “¡Vamos!”. No sé a quién le hablaba. No se oía ninguna otra voz. A lo mejor la hablaba a un perro.

Ve a tu biblioteca y toma un libro al azar, ábrelo, léenos un párrafo.

“Ya sea por la estructura del aparato o por la estructura de la memoria, los ruidos de las primeras conversaciones telefónicas suenan distinto en mi memoria de los ruidos de las conversaciones de hoy. Eran ruidos nocturnos. (…) La noche de la que venían era la que precede a todo nacimiento verdadero. Y la voz que dormía en esos instrumentos era una voz recién nacida. Cada día y a todas horas, el teléfono era mi hermano gemelo. (…) Para las personas abatidas, que querían dejar este mundo malvado, brillaba con la luz de la última esperanza. (…)”.
De Infancia en Berlín de Walter Benjamin.

¿Qué te dice ese párrafo, que nos dice?

Habla de la comunicación de un hombre con un instrumento de comunicación; de la comunicación con la comunicación. Y habla del consuelo que dan las cosas inanimadas que se animan con la voz del hombre. Habla del futuro.

¿Crees que los libros son como ventanas o puertas?

Son como personas y son lugares.

Si tocara a tu puerta alguien que ya no esté en este mundo y a quien extrañas, ¿qué le dirías?

Le preguntaría de dónde viene.

Cuando te miras al espejo, ¿te gusta lo que ves?

Creo que “gustar” es un verbo engañoso que usamos para evitar ser precisos en lo que queremos decir. Y es un verbo que significa una acción o reacción que no tiene mucha importancia, pero al que cada día se le da más importancia, al punto que ha reemplazado todo el diálogo social por medio del botón de “Me gusta”. A veces mi rostro en el espejo me causa extrañeza, a veces me exige aceptación, a veces me seduce fugazmente.

¿Has escrito en sueños? ¿Has recobrado lo escrito?

Sí. Y el otro día me pasó que soñé parte de la trama de un libro escrito por otro. Al despertar se lo conté a mi amigo, que me dijo que eso estaba en tal y tal novela, que yo no había leído pero que enseguida me puse a leer.

¿Has sentido enloquecer durante este encierro?
No.

¿Cómo es tu amor por tu perra, Dalia?
Es un amor cuya respuesta es el silencio que todo lo abarca. Y su pregunta no es ninguna.

¿Odias algo, a alguien?
Varias cosas y a varias personas, pero momentánea y fluidamente. Odio, pero tengo mala memoria.

“Gustar” es un verbo engañoso que usamos para evitar ser precisos en lo que queremos decir. Y es un verbo que significa una acción o reacción que no tiene mucha importancia, pero al que cada día se le da más importancia, al punto que ha reemplazado todo el diálogo social por medio del botón de “Me gusta”.

¿Un color y algo de ese color?

Rojo. Una oveja.

¿Has soñado o imaginado tu muerte?

Todos los días trato de imaginarla. Nunca puedo hacerlo. Para poder imaginar mi muerte, creo que tendría que haber hecho muchas cosas antes y conocer infinitas cosas que para siempre ignoraré.

Un tweet que te hayas arrepentido de publicar o que a último instante hayas decidido no publicar.

Hay muchos que no publico y que guardo y luego olvido. Hay alguno que he publicado y enseguida he borrado, y que sin embargo alguien alcanzó a registrar y a condenar. Son insondables las prioridades y las ocupaciones de algunos.

¿Qué aromas te acompañan en casa?

El geranio de olor, siempre. También el cedro, la bergamota, la lavanda, el romero, el pomelo, la rosa, el árbol de té, la gardenia, el jazmín siciliano, y mi favorito: el del interior de las orejas de mi perra Dalia.

¿Quién habita en tu deseo?

El bosque.

¿Qué es ser feminista?

Estar convencida de que los hombres y las mujeres deben compartir del mundo. Estar dispuesta a observar en el mundo la constitución de los sistemas de opresión a las mujeres. Tener curiosidad para preguntarse qué es ser mujer.

¿Qué le consultarías al oráculo?

Si hay otro camino.

¿Dónde quisieras ir ahora mismo?

A mi cama.

¿Este mundo acabará pronto?

Este mundo acaba todas las noches.

¿Hay machitos en la literatura colombiana?

Hay mucho capón, sobre todo. También hay muchos histéricos e histéricas, pero no lo traigo a colación para decir que eso compensa por la abundancia los machitos capados, sino, sobre todo, por joder.

¿Una fruta cuyo sabor anhelas?

El níspero; no el amarillo, llamado japonés, sino el costeño. Aunque ahora, al evocar el llamado japonés, añoré más ese.

¿Quién vive dentro del árbol?

El fuego.

Regálanos tres libros.

De mi mesa de noche, uno empezado: Psicología yógica práctica, de Rishi Vivekananda; uno por empezar, Laureano Gómez. Psicoanálisis de un resentido, de José Francisco Socarrás; uno sin terminar: Sangre de amor correspondido, de Manuel Puig.

Algo perdido que extrañes.
La constancia de mi belleza.

¿Qué hay de Dios?
«Él, Dios, es Uno.
Dios es Aquel de quien todo depende.
No engendra ni es engendrado,
y nadie es como Él».

* * *

 

El sosiego

Por Carolina Sanin

Un fragmento del libro “Somos luces abismales

Últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde —cuando me llega la hora de dormir y no sé si ella está enrollada en su frazada, o si está acostada en el cojín grande de la sala, o si ya se metió en mi cama—, me pongo a caminar por toda la casa, diciendo: “¡Ánima! ¿Dónde está Ánima? ¡Se me escapó! ¿Se habrá ido a París? ¿Se habrá ido a conocer París? ¡Ay, qué preocupación, Ánima sola en París! ¿Qué habrá ido a hacer a París?”.

Cuando en Bogotá tiene lugar esa escena, en Bogotá es medianoche.

A esa hora, en el París de Francia está amaneciendo el día siguiente.

Siempre, en cada momento de mi vida, hay otra como yo que está en el otro lado de la Tierra: en Indonesia, que es la antípoda geográfica de donde vivo, o en París. Otra está bajo la luna mientras yo soy visible bajo el sol; otra duerme mientras estoy despierta, y trabaja mientras duermo. En eso, tan regular y simple —en esa condición de condiciones—, está mi inquietud. En ese misterio del lugar vivo sin descanso.

Vivo en un cuerpo esférico que da vueltas sin parar en el infinito abismo, sobre sí mismo y alrededor de una estrella: alumbrándose con su luz y retrayéndose a esa luz. Y al mismo tiempo es cierto que no vivo en ningún cuerpo esférico: vivo en un plano, pues la Tierra, redonda como una cabeza, es también plana como una mesa. Todos lo sabemos. La Tierra es plana y arrugada como un papel que se hubiera apretado dentro del puño y que luego la palma abierta hubiera vuelto a alisar.

En la Tierra existe un occidente, y aun un occidente del occidente, que es donde yo vivo. El día llega a esta parte después de que ha llegado a casi todas las demás. O sea que yo vivo después: en el futuro de esas otras partes. O sea que vivo antes: en el día que en esas partes ya pasó, pero en el que suceden cosas que el ayer de allá no vio.

Al oriente de donde vivo está Cádiz, y más al oriente está París, y más al oriente está Uruk, y, más aún, Benarés. Y en el oriente del oriente está o estuvo el jardín de Edén, de donde París y Bogotá y yo (y no sé si mi perra) vivimos expulsadas. Allá —en el jardín— amanece primero y todo aparece primero: el amor que aún no tengo y la oración que no he escrito. Y de allá todo llega hasta aquí, a la prolongación de su día: a su futuro, que es su pasado transformado.

En la Tierra que es plana como una mesa, el jardín del oriente del oriente está en el extremo más lejano a mí. En la Tierra que es redonda como una cabeza, el oriente del oriente está aquí mismo: en el occidente de occidente.

En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo incansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo.

Cuando el renglón se acaba, no le doy vuelta al papel —o al computador— para seguir por el otro lado. Como si el otro lado del mundo no existiera —como si no hubiéramos descubierto y probado que navegando sin parar se vuelve al punto de partida—, no sigo adelante, sino que bajo al renglón siguiente, por el mismo lado de la hoja. Me devuelvo al extremo occidental e intento otra oración, nuevamente de izquierda a derecha. Una y otra vez. Y sigo, de arriba abajo: de norte a sur, de la cabeza de la página a los pies. Como si todo el tiempo se perdiera.

Trabajo en la Tierra plana. Insisto en la Tierra plana. Viajo por la Tierra redonda. Creo en la Tierra redonda. Imagino la Tierra redonda. En ese doblez del pensamiento está mi inquietud. Entre esos dos modos de existir, vivo sin descanso.

Medio minuto después de que pregunto por mi perra, la encuentro y agradezco que haya regresado de París. Le pregunto para qué fue allá. Qué encontró. Si había muchos orines para oler. Que qué tal las palomas. Los ratones. Los papeles untados de comida en la basura.

Carolina Sanin

Licenciada de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes y PhD en literatura española y portuguesa de la Universidad de Yale. Fue profesora del Purchase College de la Universidad Estatal de Nueva York. Autora de diferentes obras literarias en diversos géneros, su libro Somos luces abísmales fue publicado en 2008 por Random House Mondadori. Ha sido columnista de El Espectador, La Silla Vacía y la revista Arcadia.

John Better

Poeta y escritor barranquillero autor, entre otros, de los libros China White (2006), Locas de Felicidad (2009) y las novelas A la caz(s)a del Chico Espantapájaros (2016) y Limbo (2020).