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El filósofo barranquillero Julio Enrique Blanco de la Rosa recibió una gran influencia de filósofos como Kant y Hegel. El 5 de enero de 1952 fue portada de la antigua revista “Semana”.

Evocación del discreto filósofo barranquillero que vivió entre la razón pura y el espíritu absoluto.

A mediados del siglo XX, la revista Museo del Atlántico daba a conocer a Barranquilla como uno de los puertos más atractivos del Caribe en las hemerotecas de los claustros universitarios de países como Canadá, Estados Unidos, Argentina y Chile. Cuando Julio Enrique Blanco de la Rosa, creador y editor de esta revista, fue a asegurarse de que se continuara con los fondos destinados para su publicación, el Secretario de Educación de aquel entonces lo despachó con las siguientes palabras: “¡Y qué le importa a Barranquilla ser conocida fuera de Colombia!”.

En 1983, tres años antes de que una afección al miocardio extinguiera la vida del sabio de 96 años de edad, Alfonso Fuenmayor, director del Diario del Caribe en ese momento, envió a una joven practicante de periodismo hasta la residencia del filósofo Barranquillero. Esta sería la última entrevista que concedería el exsenador de la República, exrector del Colegio Barranquilla para varones, exsecretario de Educación Departamental y fundador de la Universidad del Atlántico. 

Pese a ser un rostro familiar en las esferas del poder, cuya actividad estuvo ligada a la administración pública y a quien las universidades de Stanford y Chicago le hicieron el requerimiento para aparecer en la obra Who is who in Latin America, Julio Enrique Blanco decía ser un sujeto introvertido, alguien recogido sobre sus meditaciones al que poco o nada le agradaban los salones sociales y actos públicos; una inteligencia solitaria, obstinada con las grandes preguntas de la humanidad y con la edificación de su propio reino filosofal. Por tanto, las veces que habló con la prensa sobre sí mismo son contadas. 

La primera vez que aceptó una entrevista, había sido décadas antes y el periodista en aquella ocasión fue el mismo Alfonso, mucho más joven y seductor, cuyos escritos en ese entonces iban a parar en los tabloides de la revista bogotana Estampa, de la que también fue su director algún tiempo después. 

Blanco fue condecorado con la Orden de Boyacá, reconocimiento que el Gobierno de Colombia otorga a a ciudadanos destacados por su servicio a la patria. Foto: Diario del Caribe.

Julio Enrique Blanco decía ser un sujeto introvertido, alguien recogido sobre sus meditaciones al que poco o nada le agradaban los salones sociales y actos públicos: una inteligencia solitaria.

Al filósofo barranquillero no le gustaban las entrevistas, pero le concedió una a la periodista Hirney Hermida. Blanco vivía en una especie de palacete y allí charló con la revista “Week-End”.

Por aquella década de los años cuarenta, Gabriel Francisco Porras Troconis, figura original de la Academia de Historia de Cartagena y padre de la pintora y miembro del Grupo de Barranquilla Cecilia Porras, escribió “Sobre la filosofía de Julio Enrique Blanco”, un artículo que reseñaba el quehacer filosófico del pensador Barranquillero.

En 1952, el escritor German Vargas Cantillo publicó en la revista Semana buena parte de la infancia y primeros años de formación de Julio Enrique Blanco. Allí supimos de sus travesías con rumbo a la cuna de la filosofía por los distintos continentes del mundo; de sus felices viajes de París a Hamburgo, de donde trajo directo a Galapa, y luego a Barranquilla, a la mujer que estaría a su lado hasta el fin de sus días después de una precipitada boda en New York, en 1936, tres años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. 

Hirney Hermida Rivera fue la joven estudiante de periodismo enviada por Week-End y quien realizó esta última entrevista al filósofo barranquillero. 

Cuando le preguntó por la vida filosófica de Colombia, esto fue lo que le contestó: “En 1800 el hombre del siglo había sido Charles Darwin. Al mismo tiempo que eso se reconocía por todo Europa, en Colombia, en su capital, Bogotá, Miguel Antonio Caro gritaba que Carlos Darwin era un loco y denigraba de Jorge Isaacs, porque este se había declarado darwiniano”. 

Las pocas páginas sueltas de diarios y revistas que hace muchos años dejaron de circular frente a nuestros ojos, nos revelan al filósofo, autodidacta, educador y político, pero también al esposo, padre y amigo. 

Quizá desde aquí comencemos a intuir la praxis intelectual y vital de un hombre de acción y pensamiento que al encuentro con la edad más madura de su vida, decide apartarse irrevocablemente de todo asunto público pero dejando tras de su desaparición suficientes piezas como para reconstruir las esquinas más humanas de su complejo rompecabezas.

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Leydon Contreras Villadiego

Filósofo de la Universidad del Atlántico y gestor cultural. Ha colaborado para medios locales y nacionales como El Heraldo y revista Huellas de la Universidad del Norte, en El Magazín de El Espectador y la revista Amauta de la Universidad del Atlántico.