Ante el aumento del descontento social, el reto del Estado es asumir las protestas con neutralidad.
El 16 de marzo de 1919 cuatro mil manifestantes se juntaron en la Plaza de Bolívar para protestar por la compra a los Estados Unidos de ocho mil uniformes para el Ejército colombiano. Todo terminó en medio de enfrentamientos a piedras y fueron asesinados diez manifestantes que gritaban “el pueblo tiene hambre”.
Ya desde comienzos del siglo XX en Colombia era rentable, políticamente, asociar las protestas sociales con el partido bolchevique, la masonería o el anarquismo. Los vientos que llegaron a través de la Revolución mexicana o la Revolución rusa inspiraron a las primeras generaciones obreras que tenían motivos suficientes para protestar pues las jornadas laborales extenuantes y las precarias condiciones salariales violaban sus derechos.
La expulsión de extranjeros como Vicente Adamo, Silvestre Savinsky, Nicolás Gutarra, Mariano Lacambra y Rodolfo Wedel ilustraban la voluntad de neutralizar las malas influencias que estimulaban la lucha política. Asimismo, se intentó de múltiples formas silenciar los discursos de María Cano, la “Virgen Roja” e Ignacio Torres Giraldo, fundadores del Partido Socialista Revolucionario en 1926.
Amainada por la amenaza de la pandemia, la protesta social había estado latente durante meses. Nuevas situaciones y demandas han volcado la gente a la calle una vez más.
Luego de cuatro años de la firma de la paz con las Farc el escenario supondría una ventana de oportunidad para garantizar la movilización social. Sin embargo, hemos regresado a la narrativa del enemigo interno y volvemos, como hace un siglo, a mirar con reparos a quienes protestan en las calles o hacen un periodismo independiente.
Luego del periodo de “La Violencia” y la efímera dictadura de Gustavo Rojas Pinilla retornarían los discursos de estigmatización a quienes se ubicasen por fuera del régimen de coalición del Frente Nacional, periodo en el cual la figura del Estado de Sitio subordinó a los demás poderes públicos.
Tras el triunfo de la revolución cubana en 1959 y con la posterior aparición de las guerrillas en los años sesenta, se implementó la Doctrina de Seguridad Nacional y los discursos en contra del enemigo interno al cual había que neutralizar, pues el mal ejemplo de Fidel Castro y los barbudos de la Sierra Maestra no podía repetirse en nuestro país. Cuba respaldó a las guerrillas hasta el fin de la Guerra Fría y, en respuesta, la Alianza para el Progreso se propuso invertir recursos para diezmar esta influencia. Desde la Guerra Fría la agitación social fue leída en clave de anticomunismo. Sorprenderá recordar que para Carlos Lleras Restrepo “sin la presión campesina organizada no habría reforma agraria en Colombia”. Es decir, para este presidente liberal era legítima la movilización social.
Luego de cuatro años de la firma de la paz con las Farc el escenario supondría una ventana de oportunidad para garantizar la movilización social. Sin embargo, hemos regresado a la narrativa del enemigo interno y volvemos, como hace un siglo, a mirar con reparos a quienes protestan en las calles o hacen un periodismo independiente.
El discurso del miedo vuelve al estrado, olvidando que en el mundo existe una ola global de indignación contra el racismo, la explotación indiscriminada de recursos naturales y maltrato a los migrantes.
El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia ordena al Estado colombiano asumir con respeto y neutralidad las protestas ciudadanas, que pueden sin restricciones ejercer este derecho constitucional como herramienta pacífica, legítima y de ejercicio ciudadano para propender por un proyecto de nación más incluyente.
Sin duda vendrán nuevas protestas. El reto para el Estado será asumirlas en democracia.
Roberto González Arana
Ph.D en Historia del Instituto de Historia Universal, Academia de Ciencias de Rusia. Profesor Titular del Departamento de Historia y Ciencias Sociales, Universidad del Norte.