Con más de 7 millones de visitas y contando, el video de la campaña ‘Salva a Ralph’ se hizo viral al contar las secuelas de un conejo usado en pruebas de cosméticos. ¿Por qué esta invitación a ser el ‘héroe’ de la película puede parecer insuficiente o incluso lejana a la compasión? 

La semana pasada se viralizó en internet un “falso documental” animado en stop motion de un conejo que busca dar voz —voz humana— a los conejos, específicamente, los que son objeto de experimentos en laboratorios. ‘Save Ralph’ se estrenó el 6 de abril —consigna Wikipedia—, pero sólo una semana después empezó a aparecer profusamente en publicaciones de Instagram y otras redes sociales. El video, de casi cuatro minutos, hace parte de una campaña de la ONG Humane Society International que busca alertar sobre el testeo de cosméticos en animales.

Como lo que evidencia el corto no es revelación —que los humanos confinan a los animales en campos de concentración hechos a la medida—, y como se sabe que la carne que diariamente se procesa para su consumo proviene de idénticos campos de encierro y tortura, uno se pregunta por qué tantas visualizaciones y compartidos por un conejo que, sin las marcas de su existencia dramática, podría protagonizar un largometraje infantil.

El conejo del corto tiene, más allá de las heridas, algo que contar acerca del maltrato cotidiano del hombre a los animales. La historia de Ralph es triste. Él y los de su condición han sido condenados a ser usados para pruebas de laboratorios de cosméticos. De vez en cuando, una mano humana los saca con brusquedad de su casa y los introduce en una jaula donde les aplican sustancias que les producen heridas, dolor y agresivas transformaciones físicas. A veces, eso los mata. Otras, sobreviven, como Ralph, para contarlo, o bien para morir después.

Tras compartirnos su relato en la voz de Taika Waititi, director y actor neozelandés que dirigió la comedia negra nominada al Óscar Jojo Rabbit, el video nos deja un eslogan  —un hashtag— a partir de su historia particular y universal de violencia. “Salvemos a Ralph”, dice, con el nombre amigable del conejo parlante que podría evocar al conejo veloz y saludable de las baterías Energizer (o Duracell), o a Bugs Bunny, otro conejo igualmente parlante —y parlanchín.

La disyuntiva sobre a quién comprar ha generado en redes sociales listados de productos que sí (avalados moralmente) y productos que no (cancelados). Quizá el conejo humanizado esté sirviendo como publicidad indirecta para marcas que no han violentado a animales no humanos (y que ahora se enorgullecen de ello, claro, como quien se enorgullece de no masacrar).

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Tan pronto como se viralizó el vídeo del conejo Ralph, las redes sociales se inundaron de listados de marcas que testeaban y no testeaban sus productos en animales.

Dentro del grito de “sálvenlo”, dirigido a todos los conejos en riesgo de repetir aquella historia, resuena con fuerza un mandato capitalista: no compren nada proveniente de las marcas que torturan animales bajo el pretexto de probar los productos que, cuando hayan sido avalados por el pellejo de conejos vivos, usarán los humanos. Compren, ya con más motivos, de los que no contribuyan a esta violencia, que según la organización Cruelty Free International, sufren alrededor de 115 millones de animales cada año en el mundo.

La disyuntiva sobre a quién comprar ha generado en redes sociales listados de productos que sí (avalados moralmente) y productos que no (cancelados). Quizá el conejo humanizado —brutalizado detrás de las cámaras como un actor de Hollywood—, esté sirviendo como publicidad indirecta para marcas que no han violentado a animales no humanos (y que ahora se enorgullecen de ello, claro, como quien se enorgullece de no masacrar). Fuera o no su propósito, en ello se ha convertido en parte el conejillo de indias Ralph: ha dado rienda suelta a la manía por las “cancelaciones”, que las redes sociales motivan o avalan aún más sin exigir otra cosa que un movimiento de pantalla.

En un sentido algo distorsionado pero evidente, la campaña ‘Salva a Ralph’ es cercana a otra del siglo pasado que exhortaba a consumir leche de vaca, porque supuestamente tenían ingentes cantidades de leche retenidas en las ubres y si no la bebían los humanos entonces quién. “¿Quién salvará a Ralph? ¿Quién se beberá la leche?” La respuesta: nosotros. Un nosotros impreciso y mayestático al que se le pide conmoverse y actuar en nombre de la necesidad del momento.

Todo este asunto me recuerda a un lugar común de la compasión que asume que alguien, por ser alguien, podría ‘ponerse en los zapatos del otro’. Un conejo con camisa en una casa amoblada activa en una audiencia numerosa la identificación con el animal sufriente. ¿Sentir compasión por un conejo? ¿O por un conejo animado, que da testimonio ante la cámara y se cepilla los dientes para que, extraído de su animalidad y puesto en nuestros zapatos, sintamos que somos él? La campaña nos ofrece, así, la oportunidad de escoger un animal entre los millones de torturados y fantasear con salvarlo y ser su héroe, pues en el planeta de los nacidos para el sufrimiento quizá no haya nada que nos mueva tanto. Ser el héroe de quien se nos parece; el héroe virtual de nosotros mismos.

No deja de ser curioso que el video llegue cuando “los laboratorios” (dicho así, como una entelequia o teoría conspirativa) experimentan al inyectarnos vacunas que provocan trombos casi imposibles, pero posibles mínimamente en las estadísticas, lo que ya es bastante. Como animales de un enorme laboratorio de vacunación, nos hemos visto en el conejo y hemos dicho basta. Confinados, a la espera de una inyección lejana, de un fin de pandemia imposible, reclamamos por la vida de un animal en el que, estupefactos, nos hemos visto proyectados. Tal vez intuimos que, en un mundo donde es diaria la tortura, los próximos seremos nosotros.

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Kirvin Larios

Es autor del libro de relatos Por eso yo me quedo en mi casa (2018) y hace parte de la antología de poesía Nuevo sentimentario (2019). Ha publicado en las revistas El Malpensante, Arcadia, Sombralarga,Víacuarenta y en el dossier Diario de la pandemia de la Revista de la Universidad de México.