ajonjoli-campesinos

Foto: El Universal de México.

En su ensayo titulado “Los colombianos”, el historiador ingles Malcolm Deas indaga sobre el tipo de nación que es Colombia y cómo se explica su violencia. Entre la historia y la identidad, una indagación de nuestra alma nacional.

En el número de diciembre de la revista mexicana Letras Libres, el profesor oxoniense Malcolm Deas publicó un ensayo sobre la personalidad de los colombianos que, según explica, surgió a raíz de un texto de Norbert Elias sobre los alemanes. Desentrañar el alma nacional es un ejercicio tan tentador como tentativo, por eso la propuesta de uno de los observadores más agudos de nuestra historia política durante sesenta años es bienvenida.

En “Los colombianos”, Deas repasa varios tópicos de su extensa obra y sugiere otros. Y se pregunta: “¿qué tipo de nación es Colombia? ¿Qué sentido de sí mismos tienen los colombianos? ¿Qué es lo que, en el pasado colombiano del último siglo, o siglo y medio, ha producido sus desastres políticos? ¿O, si prefieren ustedes, su habitus político?”. Yo no tengo respuestas a estas preguntas, pero quiero continuar la conversación que propone Deas, deteniéndome en las razones de la violencia, en la comparación como método de estudio y en el carácter nacional.

El enigma de las razones de la violencia 

Las causas de la violencia ha sido quizás el problema ineludible para los estudiosos de la política colombiana. Subrayo tres hipótesis que propone Deas: la ausencia de guerras externas, la influencia de la Revolución cubana y el tipo de marxismo que echó raíces en el país.

La relativa ausencia de guerras exteriores (salvo la breve con Perú entre 1932 y 1933) sugiere que “los colombianos han podido continuar luchando entre sí porque no se les ha pedido que luchen contra nadie distinto”. Este dato, incontrovertible, explica también nuestro débil nacionalismo y escaso patriotismo, más aún si se compara con lo que en este aspecto exhiben, por ejemplo, los mexicanos, los argentinos o los chilenos, para mencionar algunos cuya historia ha estado marcada por cruentas guerras con otras naciones. 

No obstante, del exterior provienen también algunas influencias de nuestro largo conflicto armado interno, particularmente de su lejano y disputado origen. En este sentido, uno de los tópicos de Deas ha sido la influencia de la Revolución cubana en las guerrillas surgidas, para más señas, en los años sesenta. Ya en 1994 (Intercambios violentos), se preguntaba: “¿hubiera habido subversión armada persistente en Colombia después de la formación del Frente Nacional sin la Revolución cubana?” Ahora lo reitera sin ambages: “el impacto de la Revolución cubana fue inmenso. Puso la guerrilla de moda”. Pero incluso, sin Cuba las secuelas armadas de la “violencia clásica” o de La Violencia sin más, habrían desaparecido a mediados de la década del sesenta con la muerte de los últimos bandoleros: Chispas, Desquite, Sangrenegra, Efraín González. Sin Cuba, dice Deas, “habría sido imposible tildar a los reductos de autodefensa campesina de “repúblicas independientes” comunistas; y, sin eso, no se habría llevado a cabo la operación Marquetalia, la exagerada reacción del gobierno y el mito fundacional de las FARC. Y, como ya he hecho constar, no habría surgido el ELN, de clara inspiración cubana”. 

Deas se ha destacado por poner de presente las causas inmateriales o culturales de la violencia política colombiana. Una de ellas es la influencia del marxismo. “En ambos casos, el alemán y el colombiano, el marxismo satisfizo lo que Elias llama “el hambre de significado”. En el caso colombiano, debido a la debilidad académica, la influencia de otros enfoques fue mucho menor. Otro elemento de la coyuntura fue la inmensa lejanía del país de ese entonces de cualquier ejemplo del “socialismo real”, con el resultado no solo de producir un marxismo naíf, sino también un antimarxismo anticuado, dogmático, macartista, e igualmente lejano de cualquier realidad existente”. 

En mi libro Rebeldes, románticos y profetas, llamé la atención sobre la responsabilidad que en los años sesenta y setenta tuvo la actitud reactiva y defensiva de la jerarquía eclesiástica ante el marxismo como expresión del materialismo filosófico, la escasa formación de los seminaristas, sacerdotes y religiosas en ciencias sociales, y la decisión de las universidades católicas de cerrar las facultades de Sociología para evitar su ideologización. Estas tres cosas contribuyen, a mi juicio, a explicar la ausencia de una discusión intelectual más seria con las corrientes marxistas que estuvieron en boga en el país. 

brujula-numeros

El triunfo de la Revolución cubana le daría “gasolina” a las guerrillas colombianas en los años 60 del pasado siglo. 

En el empeño por categorizar el alma nacional, Malcolm Deas aventura varias posibilidades: “¿su valor superior es ser libre en la protesta? ¿Ser un pueblo díscolo? ¿Con una historia sin dictadores? ¿Ser una nación de un marcado regionalismo?

La comparación como método 

El historiador de Oxford ya había encontrado semejanzas cuantitativas de la violencia colombiana con la de Italia, y semejanzas cualitativas con la de Irlanda del Norte. En su nuevo ensayo advierte parecidos entre la violencia de los colombianos y la de los alemanes. Más que “causas objetivas” en uno y otro contexto, sugiere que ha habido una perspectiva distinta de los observadores, más benevolente con la de acá y más severos con la de allá. “Nunca me ha convencido la idea de que todas las subversiones rebeldes de América Latina y las de Europa son fenómenos muy distintos, que la ETA y las Brigadas Rojas de Italia o la pandilla Baader-Meinhof son en su esencia diferentes al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) o los Montoneros argentinos, o al M-19 o al Ejército de Liberación Nacional (ELN), o incluso a las FARC en ciertos aspectos”, sostiene. Aunque ciertamente podrían hacerse varias glosas sobre la dimensión política de una y otra, todas ellas tienen en común el haber sido expresiones armadas amparadas por ideologías políticas, marginales socialmente y cuyo objetivo de tomar el poder nunca tuvo posibilidad alguna de éxito.  

Así, al insistir en comparar la violencia colombiana con la ocurrida en otras latitudes, Deas ha contribuido a quitarle sostén a las tesis tan frecuentes entre académicos e intelectuales criollos de que padecemos una violencia singular explicable por “causas objetivas” inéditas e incomparables. Ello se explica porque en la comprensión de la violencia acá se ha atendido más a las justificaciones de los actores –“la justificación de las guerrillas es esencialmente su propia historia, no más”– que a los hechos, ideas y procesos comunes con otros contextos. Lo singular y lo semejante pueden coexistir, enseña Deas. 

En busca del carácter nacional

En el empeño por categorizar el alma nacional, Malcolm Deas aventura varias posibilidades: “¿su valor superior es ser libre en la protesta? ¿Ser un pueblo díscolo? ¿Con una historia sin dictadores? ¿Ser una nación de un marcado regionalismo? ¿Una nación de fronteras? ¿Ser la gente que habla el mejor español del mundo? ¿Ser los campeones mundiales en el “rebusque”, colombianismo que reduce a una sola palabra las artes de sobrevivir teniendo poco o nada? ¿Ser la nación que ha tenido más elecciones que ninguna otra? ¿La más civilista? ¿La más sufrida…?”. Un mosaico de las respuestas a todas estas preguntas podría explicarlo, aunque difiero con la primera pregunta.

En cualquier caso, creo que podrían añadirse otros elementos: la melancolía tan colombiana de preguntarse reiteradamente: ¿qué habría pasado si… (hubiera gobernado Gaitán, Galán o Gómez)? acompañada de la firme creencia de que sin duda habría sido mejor. A ello se suma nuestra escasez de triunfos colectivos, la mentalidad de equipo de media tabla que no nos desampara, corroborada por el hecho de que acá toda obra pública es chica, tardía e insuficiente. Nuestra indisimulable afición por lo extranjero, por lo importado, por lo que viene de afuera usualmente precedido de la provinciana creencia de que “afuera” todo es mejor. Hasta aquí podrían considerarse estos rasgos como parte del folclor nacional o de las “colombianadas” que tan bien usufructúan los humoristas.

Pero podríamos descender a algo más serio: la banalización de la violencia o nuestra desconcertante creencia de que una masacre o una tragedia evitable no son más que estadísticas. Nuestra relación instrumental con la ley, que hace que el vivo y el taimado sean celebrados como especímenes sociales dignos de reconocimiento. El pragmatismo, que nos hace prontos para las soluciones a los problemas, pero perezosos para la complejidad y las teorizaciones. El regionalismo, que hace que haya vida –y muchas veces mejor– más allá de Bogotá, pero que conspira en contra de que ser colombiano sea un significante colectivo mayor que ser antioqueño, santandereano o costeño. Y nuestro apego tóxico por lo que se ha llamado el “orden conservador”, que explica el temor instintivo de nuestra clase política y de los ciudadanos ante los cambios y las reformas. 

Para mí, la colombianidad se resume en el talante resignado y casi agradecido con quien tiene poder, plata o plomo: una actitud graficada cuando un colombiano pone el pie en una cebra y siempre espera a que le den el paso. Pues solo cuando sale del país –otra vez, el afuera– se da cuenta de que, en una sociedad moderna el que lleva la vía siempre es el peatón y no al revés. Como tantas cosas en este país con poca autoestima y excesiva resiliencia. 

 

Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. Si te gustan nuestros artículos apoya nuestro periodismo compartiendolos en redes sociales.

Iván Garzón Vallejo

Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo