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Ramón Bacca celebra ataviado con una capa carnavalera. Su literatura, siempre carnavalesca, mezcló la llamada “alta” cultura con la cultura popular.

Adiós al escritor que parecía haberlo leído todo.

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El pasado domingo falleció a los 82 años el escritor Ramón Illán Bacca. Profundamente Caribe, Ramón creó una literatura original, alejada del realismo mágico que aún hacía carrera en las postrimerías del siglo XX. Expansivo como era, sus novelas y cuentos abarcan una diversidad de temas: la presencia nazi en Colombia, la Masacre de las Bananeras, el Carnaval de Barranquilla, la música o el desierto de La Guajira. 

Lejos de querer contar eventos ciertos, escribía desde la perspectiva de personajes aparentemente irrelevantes, valiéndose de detalles que encontraba tras largas búsquedas en hemerotecas y archivos olvidados. Creó un universo de personajes díscolos y erráticos destinados a fracasar en todo: músicos olvidados, abogados sin talento, ingleses adictos, mujeres barbudas, y sus icónicas femme fatale conforman un extraño álbum de bichos raros e inclasificables.  

Su literatura es el reflejo de su memoria prodigiosa y un delicioso sentido del humor que convertía el drama en disparate. Parecía haberlo leído todo: Crónicas casi históricas (1990) y Escribir en Barranquilla (1998) recogen su particular visión de la literatura y el Caribe, y durante años escribió para El Heraldo su columna ‘Puntos de Bizca’. Su muerte nos deja sin un escritor que observó el Caribe con inteligencia y una profunda curiosidad por todo aquello que no le interesa a la historia oficial.

El siguiente es un imprescindible perfil de Ramón Bacca realizado por el escritor Fabián Buelvas y publicado en 2015 en la revista El Malpensante que nos lleva de vuelta por episodios de la vida y la obra del eterno y culto mamador de gallo que fue Ramón.

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Ramón mira de cerca la pantalla de su computador. Murmura entre dientes, levanta las cejas y ajusta sus gafas con la mano derecha. Luego se aleja de la pantalla. Tiene una cara de tristeza que le he visto antes, pero no digo nada porque no sé si me mira a mí o a alguna otra cosa de su oficina. A sus 75 años no le preocupa disimular su estrabismo. Finalmente, se quita sus lentes y levanta la cabeza.

—Me van a echar.

Ramón es profesor de literatura de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Se queja de que el ingreso de nuevos docentes con posgrados extranjeros ha terminado por hacerlo a un lado. Y él ni siquiera es profesional en letras, sino un abogado raso que lo ha leído todo. Su voz es la de alguien que cuenta una realidad inmodificable, tanto, que no vale la pena molestarse por ella. “Cuando joven quise estudiar psicología –recuerda–, pero mis tías se opusieron por considerar que eso era enfermería de vanguardia”.

Una vez termina su lamento, y aparentemente sin notar la contradicción, Ramón me dice que la universidad hará un reconocimiento a su vida y obra durante el Congreso Internacional de Literatura. Pregunto si era eso lo que leía con pesadumbre.

—Sí –responde–, por eso creo que me van a echar. Es una despedida. ¡Tengo que hacer un buen discurso! 

 2013. De culto y viejo

“Soy un escritor de culto: tengo pocos lectores y menos compradores”, dice, y sonríe. Caminamos por una acera caliente, atestada de carros que dificultan el paso. Ramón se desplaza más rápido de lo que supondría su edad, con pasos numerosos que compensan la breve longitud de las piernas. Sus brazos enjutos y lampiños se mueven con parsimonia, como si la prisa por llegar correspondiera nada más a la mitad de su cuerpo. Parece un hombre pesado y tosco, pero basta verlo caminar para constatar que es un errante de vieja data.

Son las dos de la tarde, vamos a almorzar a un restaurante vegetariano. Las constantes prohibiciones de los médicos no le dejaron más opción que modificar su dieta. “Cuando era joven me encantaba fumarme un tabaco de marihuana mientras escuchaba el Preludio a la siesta de un fauno, de Debussy. Ahora ni vino puedo tomar”, se queja otra vez. Es recibido por una mesera joven que lo reprende por almorzar a esta hora. Ambos cruzan sonrisas cómplices y Ramón pide el almuerzo del día.

Un par de comensales lo saludan desde la mesa de al lado. Le pregunto si son lectores suyos. “Amigos –agrega–, a mí no me lee nadie”. A pesar de haber publicado cinco novelas, cinco libros de cuentos y varios más sobre literatura, Ramón insiste en que no es leído. Le recuerdo que hay tesis sobre su obra, un documental sobre su vida, y que incluso su biografía es exhibida en la sala de literatura del Museo del Caribe, al lado de Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio. “Estoy ahí porque soy viejo”, advierte.

La mesera se acerca con un plato de sopa. Ramón toma la cuchara, agacha la cabeza y me pregunta qué he leído últimamente.

Ramón publicaría su primer libro a los 41 años. La edición y venta de Marihuana para Göering, una recopilación de los cuentos que escribió para el Diario del Caribe, estuvo a cargo del librero Otto Lallemand. Pero a Otto, agobiado por las deudas, le embargaron su librería y se perdieron los libros. De los 1.500 ejemplares, apenas se salvaron 200.

1938. Entre guerras
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Bajo la inclemente canícula en Fonseca, La Guajira. Allí, en los 40 grados centígrados a la sombra se desempeñó como juez promiscuo municipal en 1963.

Ramón Illán Bacca Linares nació el 21 de enero de 1938 en Santa Marta, diez años después de la masacre de las bananeras y uno antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, probablemente los acontecimientos sobre los que más ha escrito. Su madre murió seis días después del parto y su padre se esfumó al poco tiempo, por lo que su crianza estuvo a cargo de un par de tías ricas de apellidos nobles y conservadurismo recalcitrante. Creció en la Calle del Pozo, un lugar lleno de viejas solteronas que mataban el tiempo tocando el piano. En ese entonces Santa Marta era una ciudad de 33.000 habitantes de costumbres coloniales, que creía en los colores de la sangre, la autoridad del obispo, los compadrazgos políticos, la justicia a las malas y los matrimonios por conveniencia.

De la masacre de las bananeras se enteró de oídas, por chismes y correveidiles que las empleadas del servicio contaban por primera vez como certezas, luego como probabilidades y finalmente como leyenda. De la Segunda Guerra Mundial guarda el recuerdo de zepelines que volaban sobre la bahía, detectando manchas de aceite que confirmaran la presencia de submarinos nazis. Sus parientes le narraron tantas historias de guerra que el pequeño Ramón fantaseó con espías y contraespías ocultos entre el sopor de las fiestas de salón y la monotonía del pueblo. De noche escapaba de casa y se metía a escondidas en las salas de cine a ver a Tongolele, Mimí Derba, Ninón Sevilla y a todas las rumberas de la Época de Oro del Cine Mexicano. De la cadencia de estas mujeres viene su obsesión por las femmes fatales, sobre las que escribiría años después.

La literatura no era un asunto de familia. La precaria biblioteca de sus tías tenía libros de la Condesa de Ségur, Rafael Pérez y Pérez, y Concha Espina, escritores de novelas rosa que lo único que conseguían era animarlo a ver más películas. En el bachillerato alternó la memorización obligada de los poemas de Miguel Antonio Caro con la lectura clandestina de novelas eróticas.

Se graduó de bachiller en 1955. Al año siguiente sus tías lo enviaron a estudiar derecho en Medellín, una ciudad que suponían más conservadora que Bogotá. Allí se alojó en el Palacio Arzobispal por cuenta de su padrino, quien era hermano del arzobispo Joaquín García Benítez. En la Universidad Pontificia Bolivariana se ganó el apodo de “el sobrino del arzobispo”. Pronto descubrió que Medellín resultaba represiva para un joven contador de chistes verdes y simpatizante del Movimiento Revolucionario Liberal. “En esa época escribí mis primeros cuentos, que en realidad eran cartas tristísimas, llenas de desventuras, que le enviaba a mis tías para que me mandaran más plata. Casi nunca sirvieron”.

Luego vino su acercamiento al nadaísmo. No le gustaba mucho, pero asistió a varios recitales y trabó amistad con el poeta Elkin Gómez. Aquello le bastó al rector de la UPB para calificarlo de manzana podrida y expulsarlo de la universidad.

Ramón se halló de repente sin tener a dónde ir. “Mis tías me quitaron su apoyo y entré al reino de la necesidad, del que nunca he vuelto a salir”. Vivió unos meses entre Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, buscando sin mucho afán un cupo universitario para terminar la carrera, algo que conseguiría en 1962 en la Universidad Libre de Bogotá, aunque no recibió grado sino hasta 1970.

En 1963 lo nombraron juez promiscuo municipal en Fonseca, La Guajira. Durante el año y medio que pasó a 40 grados bajo la sombra en el desierto tuvo el tiempo suficiente para leer a Shakespeare, Tolstói, Proust y Dostoievski. A sus 24 años aún no escribía, ni siquiera estaba interesado en hacerlo; en realidad no tenía claridad alguna sobre nada, salvo que detestaba el derecho y por eso leía más novelas que códigos.

Entre 1965 y 1970, Ramón continuó sin residencia ni empleo fijo. Viajó de nuevo a Bogotá para cursar una maestría en economía en la Universidad de los Andes, pero las matemáticas lo derrotaron en menos de un mes. Allí vivió en una pequeña habitación de un edificio de inmigrantes españoles, haitianos, cubanos, actrices en decadencia y simpatizantes de Mao y la Anapo. Luego trabajó seis meses con el Incora en Tibú, fue abogado de baldíos en el Catatumbo, los Llanos Orientales y San Martín de Ariari, y estuvo desempleado un año. El sueldo era malo, apenas suficiente para pagar comida y techo.

Su situación económica era tan crítica que decidió dejar Bogotá. La Universidad Libre le autorizó presentar los exámenes para obtener el título de abogado en cualquiera de sus sedes, y se mudó a Barranquilla. Allí alternó su profesión con la redacción de columnas literarias para diarios de Santa Marta y Barranquilla. Seguía ganando mal y viviendo peor: por más que lo intentaba, no lograba tener estabilidad.

Hasta que un día Ramón se enfermó de disnea. Le dolía el pecho. Respiraba con dificultad, estaba anémico y tenía tos de perro. Le ordenaron varios exámenes y resultó que estaba bien, sin problemas, así que la cosa no era física. Preocupado, fue a donde Alberto Galofre, un psiquiatra amigo suyo que ya le había curado su adicción a la marihuana con un tratamiento hipnótico tan poderoso que, hasta el día de hoy, a Ramón le ataca un fuerte dolor de cabeza cada vez que huele accidentalmente la yerba. Esta vez Galofre no tuvo que hipnotizarlo:

—Tú no te ahogas –le dijo–, tú crees que te ahogas. La vida te está dejando sin aire y lo estás somatizando.

—¿Y eso cómo se cura? –le preguntó.

—¿Qué otra cosa sabes hacer?

—Sé escribir, pero de eso no se vive –respondió.

Galofre le dijo que su enfermedad solo se curaría dejando de ser abogado y comenzando a ser escritor.

—Así no te asfixiarás –sentenció–, aunque te morirás lentamente de hambre.

Ramón siguió la receta: empezó a dar clases de literatura en la Universidad del Atlántico, luego en la Universidad del Norte, y consiguió trabajo de medio tiempo como periodista en el Diario del Caribe, donde publicó sus primeros cuentos. “Me hice escritor y se me quitó la disnea. Lo mejor es que aún sobrevivo”.

1979. Marihuana para Göering

 

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Su carnet de columnista del “Diario del Caribe”, donde publicó sus primeros cuentos.

Ramón publicaría su primer libro a los 41 años. La edición y venta de Marihuana para Göering, una recopilación de los cuentos que escribió para el Diario del Caribe, estuvo a cargo del librero Otto Lallemand. Pero a Otto, agobiado por las deudas, le embargaron su librería y se perdieron los libros. De los 1.500 ejemplares, apenas se salvaron 200.

No todo estuvo tan mal. Tres años antes, Ramón había hecho una adaptación para teatro del cuento “Marihuana para Göering”, una historia sobre las desventuras del abogado Göering Bermúdez Díaz-Granados en la península de La Guajira, “un pobre juez traicionado en su candor político, que se aferra dramáticamente a Brahms en un pueblo polvoriento”, diría de él Juan Gossaín. Había enviado la obra a Jairo Aníbal Niño, quien por ese entonces editaba la revista Teorema y pertenecía al ala dura del MOIR, el Movimiento Obrero Independiente Revolucionario. Niño montó Marihuana para Göering y se refirió a ella como a una obra comprometida con las luchas sociales. “Para nada. Yo lo que estaba contando era algo que me había pasado. Menos que me mataran, por supuesto” –aclara Ramón.

Al año siguiente de la publicación, un joven actor llegó de improviso a su oficina. Dijo haber montado también Marihuana para Göering y le contó a Ramón los trajines de su obra. Se presentó en los pueblos de Codazzi, Caracolicito, Bosconia, Los Pondores y El Molino, con lleno total y aplausos de pie en los improvisados teatros armados con clavo y madera.

—Sepa usted –le dijo– que el éxito fue en Valledupar. Había una obra presentándose en la Casa de la Cultura, por lo que nos prestaron el teatro del Colegio de las Hermanas de la Presentación. Y fue mucha más gente a ver nuestra obra que la otra.

—¿Qué obra era esa? –preguntó Ramón.

Antígona, maestro –respondió el muchacho.

2013. Siete días antes del homenaje

—Ramón.

—Dime.

–¿Ya preparaste el discurso?

—No.

1990. Deborah Kruel

Después de Marihuana para Göering, Ramón escribió poco. Durante ocho años de abstinencia autoimpuesta, viviendo entre la docencia y el periodismo, fue concibiendo la historia de una femme fatale al supuesto servicio del espionaje alemán: Deborah Kruel. Los fines de semana rebuscaba en la prensa de la época información que diera rigor a lo que para él era un chisme familiar: que durante la Segunda Guerra Mundial hubo presencia nazi en el Caribe colombiano.

Ramón hablaba todo el tiempo de la novela que estaba por escribir. Deborah Kruel era una historia tan llamativa, que la aprovechó para sacarles algunas cervezas a sus amigos a cambio de contar sus delirios sobre aviones del Tercer Reich estrellados en la Serranía de Macuira, operativos militares frustrados por indígenas wayuu a punta de arco y flecha, y el sabroso entramado de dimes y diretes de la Santa Marta de mediados del siglo XX. A Ramón se le fueron pasando los años contando historias en bares. Un día, su amigo el escritor Roberto Montes Mathieu, cansado de su palabrería incesante, le dijo que su novela no podía llamarse Deborah Kruel, sino La improbable Deborah. “Eso me jodió tanto que me fui para la casa y la escribí en un año”.

Apenas terminó de escribir la novela, en 1987, la envió a un concurso organizado por la editorial Plaza y Janés. El premio se lo dieron a Tomás González, pero Ramón se hizo a una mención que le bastó para que su novela fuera publicada años después, gracias a los buenos oficios de su amigo Germán Vargas. Deborah Kruel apareció en las librerías el Miércoles Santo de 1990, acompañada de un minúsculo aviso en los periódicos nacionales. Esa fue toda la publicidad que tuvo.

Ramón hablaba todo el tiempo de la novela que estaba por escribir. Deborah Kruel era una historia tan llamativa, que la aprovechó para sacarles algunas cervezas a sus amigos a cambio de contar sus delirios sobre aviones del Tercer Reich estrellados en la Serranía de Macuira, operativos militares frustrados por indígenas wayuu a punta de arco y flecha, y el sabroso entramado de dimes y diretes de la Santa Marta de mediados del siglo XX.

2013. Cuatro días antes del homenaje

Me encuentro por casualidad con Ramón en un centro comercial. Va abanicándose con un sombrero de paja que lleva en la mano derecha. Dice que tiene prisa por llegar a la universidad. “Nunca quise ser profesor –me recuerda–, pero entre la inestabilidad de ser periodista del Diario del Caribe y decirle pendejadas a gente que no quiere oírme, me quedé con lo segundo. Y ya ves, no me fue tan mal, porque el periódico quebró y la universidad paga puntual”. Luego me cuenta que, cuando era profesor de la Universidad del Atlántico, un alumno enorme, malhablado y belicoso le exigió que aclarara su filiación política, o al menos si era idealista o materialista. “Bueno, cincuenta-cincuenta”, le respondió. Lo declararon persona no grata y comenzaron a llamarlo “el profesor fifty-fifty”.

Como noto que le da vueltas a su ida a la universidad, le propongo que nos tomemos un café. Pregunto si continúa preocupado.

—¿Preocupado por qué?

—Por aquello de que te van a echar.

Ramón queda absorto durante unos segundos, sin saber de qué le hablo.

—¡Ah, sisisisisisi! –exclama por fin–. Seguramente me echarán después del homenaje.

1996. Maracas en la ópera

La publicación de Deborah Kruel llevó a Ramón a tomar con más seriedad el oficio de escritor. Esta vez su nueva novela no podía ser la respuesta a un amigo incrédulo: era la oportunidad de resolver en un libro la contradicción de su propia existencia, a medio vivir entre lo culto y lo popular, o como diría después, entre lo barroco y lo chévere, lejos del mito pomposo del realismo mágico y más cerca de la comedia humana.

El detonante para escribir Maracas en la ópera fue el reencuentro de Ramón con su padre perdido. La historia ocurrió treinta años atrás, cuando se desempeñaba como juez promiscuo municipal en Fonseca. Un día, mientras levantaba un cadáver en una ranchería perdida en el desierto, la maestra de la única escuela le llevó un refresco para mitigar el calor. Complacido, Ramón se dirigió a casa de la mujer para agradecer el detalle. Al entrar, vio en la mesa de la sala la foto de su padre.

—¿Qué hace Julio aquí? –preguntó.

—¿Conoció a mi marido, doctor? ¡Ay! Era una buena persona, trabajaba como visitador médico, y aunque viajaba mucho, estuvimos juntos hasta que se murió.

Ramón no dijo nada. Que las personas puedan llevar una doble vida y disfrutarla sin notar las disonancias es lo que representa el amor entre el elegante italiano Amadeo Antonelli-Colonna y Bratislava Cantillo, una mulata fogosa y bailadora, los protagonistas de Maracas en la ópera. Un amor gestado entre la romería de las verbenas y el bel canto, en una Barranquilla del siglo xix que era un hervidero de extranjeros, masones, teósofos, comunistas, poetas y, por supuesto, espías.

La novela obtuvo el primer premio en el Tercer Concurso Nacional de Novela Cámara de Comercio de Medellín. Fue publicada por los organizadores del certamen en 1996, y tres años más tarde por Espasa. Tuvo buena crítica, quizá la más favorable de todos sus libros, y lo consolidó como un escritor nacional. “Esa novela se vendió muy mal. Por eso los de la editorial la descatalogaron”.

2011. La mujer barbuda

Ramón reconoce sin ambages que le gustaría ser publicado más a menudo y ganar un gran premio. En realidad, él dice en voz alta lo que todo escritor desea y muchos niegan rotundamente con excusas como la estética de la marginalidad o la incomprensión de la crítica. La diferencia está en que lo de Ramón no son sueños frustrados, sino más bien un leitmotiv fantástico al que acude para definir su lugar en la literatura.

Después de Maracas en la ópera ha publicado las novelas Disfrázate como quieras (2002) y La mujer del defenestrado (2008), las recopilaciones de cuentos El espía inglés (2001) y Cómo llegar a ser japonés (2010), y los trabajos críticos Escribir en Barranquilla (1998), Veinticinco cuentos barranquilleros (2000) y Había una vez en Barranquilla (2012), además de dos reediciones de Deborah Kruel. En 2004 le fue concedido el Premio de Periodismo Simón Bolívar por el artículo “Voces de Barranquilla”, y es invitado con frecuencia a festivales nacionales e internacionales. Eso sí: la venta, esa némesis suya, ha sido desde siempre bastante discreta.

La mujer barbuda fue concebida en uno de sus apuros por sacar un libro. Había mandado la novela El hundimiento del circo a la editorial Alfaguara, pero fue rechazada porque el texto estaba flojo: “Me precipité en enviarla por andar pensando en que yo no aparecía en los estantes de las librerías, y en que me iba a morir pronto”. Sin embargo, le propusieron que escribiera una novela sobre el personaje de la mujer barbuda que había sobrevivido al hundimiento. Le dieron un adelanto y seis meses de plazo para entregarla.

Mientras escribía la novela le fue detectado un tumor en su tetilla izquierda. Como la cosa podía ser grave, Ramón escribió de un tirón los primeros capítulos antes de la operación, para evitar afanes cuando el tiempo apremiara. El problema fue que la operación lo deprimió. Durante dos semanas estuvo enajenado, vagando por la ciudad en busca de ideas, al punto de que sus amigos le dieron otro apodo más en su vida: “el peripatético Bacca”.

Ramón consiguió entregar La mujer barbuda con un mes de retraso. “La novela tuvo prensa en los tres meses de gracia y después cayó en el olvido”.

2013. Dos días antes del homenaje

—¿Para qué escribes, Ramón?

—Para que me lean. No quiero ser reconocido por la academia, quiero ser popular. Quiero que me señalen y digan “¡allá va, allá va!”. Me dicen que en las librerías de segunda, en Bogotá, ponen montoncitos de Maracas en la ópera, y que al día siguiente ya no están.

—Parece que se vende muy bien en el underground.

—Pero sigo sin saber dónde están mis lectores.

2013. El homenaje

 

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Con la partida de Ramón se va no solo un cultísimo autor costeño que lo mismo podía escribir del Imperio Romano que de boleros, sino una personalidad digna representante de lo mejor de las gentes del Caribe colombiano en la que la conversación afable, el humor y la bacanería estaban a flor de piel.

Ramón está sentado en una mesa dispuesta en el centro del escenario. Desde allí observa el auditorio vacío. Ha llegado temprano, como si su afán pudiera acabar el evento antes de lo previsto. Viste una camisa blanca, está afeitado al ras y se cortó el pelo para la ocasión. A su lado está el escritor Orlando Mejía Rivera.

La tarde está cayendo cuando el auditorio comienza a llenarse. En poco más de diez minutos se agota el centenar de asientos. Los más jóvenes se ven obligados a buscar acomodo en los pasillos. Antes de que haya ingresado todo el público, inician las palabras de rigor, los tópicos biográficos y demás lugares comunes que hacen parte de cualquier homenaje.

Luego habla Mejía Rivera. Dice que Ramón es un clásico marginal, que lo suyo es hallarle la ironía y el ridículo a cualquier situación aparentemente seria, que la amenidad de su prosa y sus maravillosas epifanías humorísticas se acompañan de críticas precisas, de verdades históricas que otros no se atreven a recordar. Que más que un antimacondiano, él es un chismoso culto.

Ramón atiende a las palabras del escritor para evitar mirar a los asistentes. Apoya su codo derecho en la mesa y se lleva la mano a la barbilla. Él suele decir que no es bueno hablando en público, pero jamás rechaza una invitación a hacerlo. Es su turno ahora.

Ramón Illán Bacca Linares, el escritor, toma un papel de la mesa, acomoda sus gafas y comienza a leer: “Hace siete años la Decanatura de Humanidades quiso saber a través de un formato cuáles eran mis proyectos para los próximos años. Tomé aquella hoja y escribí sin dudar: estar vivo. Este proyecto lo he realizado, pues he llegado a una edad mayor a la del promedio nacional”.

Hace una pausa. El auditorio está en silencio. Sin levantar la cabeza, Ramón culmina su discurso. “Señores asistentes: hoy puedo decirles satisfecho que les he cumplido a todos”.

Fabian Buelvas

Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017, Collage). Ha escrito para El Malpensante, El Heraldo y Corónica. En 2017 obtuvo el Premio de Novela Distrito de Barranquilla, con Tres informes de carnaval. Es profesor de Psicología en la Universidad del Norte.

 

 

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