En medio de la reciente oleada de ataques contra monumentos públicos, sería bueno preguntarnos las causas del afán iconoclasta que ronda nuestros días. Pero antes empecemos preguntándonos: ¿Qué es una estatua? ¿Qué representa, o, mejor, qué hace un monumento o una escultura pública?
Como historiador apuntaría que una estatua es un símbolo hecho de material resistente al cambio, que impone una idea y una narrativa: un símbolo que nos hace recordar algún héroe pasado, honrar su memoria y sus actos. Pero como crítico cultural pensaría que una estatua o monumento es más que eso: quizás una especie de apuesta por la inmortalidad, una apuesta contra lo implacable del tiempo y el cambio; parte de un deseo de levantar un objeto que permanezca en el lugar de uno y por uno, y que represente y narre aun después de la muerte y de desaparecer. Levantar un monumento es darle lugar a la objetificación o cosificación de alguien o de una idea para combatir ese horror vacui, el terror a lo efímero que todos llevamos. Un terror que nos impulsa a dejar nuestra marca en el mundo como quien deja un trazo en una pared.
Construir algo monumental, una simple obra pública, como un colegio, un parque o un puente es, de alguna manera, y mas allá de todo valor de uso, dejar una marca que valida nuestro paso por la tierra, que justifica nuestra existencia, quizás parte del impulso de reproducirse o renacer en cuerpo ajeno, marcando la tierra por medio de obras que llevan nombres propios.
En estos tiempos de cambios acelerados, donde, para decirlo con Lenin, en semanas suceden cosas que no habían pasado en décadas, detenerse a pensar sobre la demolición de estatuas y símbolos en el mundo quizá nos revele algo de los recientes acontecimientos. De Nueva York a Bristol, de Virginia, a Amberes en Bélgica, pasando por Bariloche en Argentina y Bogotá, Colombia, una ola iconoclasta avanza sin reparo. Intensificada por las condiciones de precariedad y confinamiento que genera la pandemia de la COVID-19, la renovada pulsión ha producido la formulación de fuerzas múltiples y hasta hace poco difíciles de imaginar y conjugar.
La fuente de Aschrott, del artista polaco Horst Hoheisel, está ubicada en la ciudad de Kassel, Alemania. Foto: Creative Commons.
Hay que recordar que esas estatuas y símbolos no fueron construidos en el momento del descubrimiento de América o tras el fin de una guerra, como demarcando un momento preciso, sino que fueron alzados muchos años más tarde por gobiernos que buscaban la legitimización de su proyecto nacional, con metas de formar opinión, hábitos y movilizar cuerpos a su favor.
Que quede bien claro: no hay que lamentar la abolición de estatuas encerrándose en la indignación y la reacción. Hay que recordar que esas estatuas y símbolos no fueron construidos en el momento del descubrimiento de América o tras el fin de una guerra, como demarcando un momento preciso, sino que fueron alzados muchos años más tarde por gobiernos que buscaban la legitimización de su proyecto nacional, con metas de formar opinión, hábitos y movilizar cuerpos a su favor, usando el pasado como llave de torsión para un presente en disputa.
En otras palabras, las estatuas no son sagradas. Los símbolos nacen con objetivos definidos en un presente definido y son propensos a sufrir de cambios de significado, de ataques y eventualmente de una destrucción definitiva. Parte del descontento contemporáneo se debe quizás al hecho de que estas estatuas se yerguen en el espacio público y por lo tanto reclaman una versión de la historia como la historia pública, la historia oficial autorizada por el estado, siendo el caso muchas veces que al imponerse acallan otras narrativas y otras versiones. Cuando este silenciamiento ocurre generalmente la historia del otro se suspende del debate público y queda relegada a la muerte silenciosa, hasta que un día regresan con ferocidad. Vivimos en ese día. Y aunque no soy partidario de destruir por destruir, tampoco de preservar por preservar.
Vale retomar ahora el caso de Alemania Occidental, donde han tenido que repensar temas de memoria colectiva y capas narrativas con mucha seriedad desde el fin de la segunda guerra mundial y el descubrimiento del Holocausto. A mediados de los años ochenta una generación de jóvenes artistas se dio a la tarea de repensar una rememoración de forma novedosa, sin caer en el monumentalismo propio del partido nacionalsocialista y el personalismo del líder. De allí surgieron los monumentos y memorials más interesantes y constructivos que tenemos en la Europa Occidental.
Artistas como Horst Hoheisel y Jochem Gerz idearon formas novedosas de conmemorar sin reproducir el impulso individual fascista, o de diseñar estructuras claras, minimalistas y listas para ser desacralizadas: una especie de ready-Made del arte público. Gerz, por ejemplo, construyó el Monumento Contra el Fascismo o Mahnmal Gegen Faschismus, una pizarra donde la gente dejaba su marca, un escupitajo o un elogio, una firma o una suástica. La profanación a priori parecía conducir el telos de estos artistas. El monumento era no-monumento, era una no-imposición, era una invitación a pensar o a profanar. Hoheisel, por su lado, reconstruyó una fuente gótica, la Fuente Aschrott en Kassel, que había sido destruida por los nazis, pero en versión negativa, para “invertir la historia en forma de pedestal, para invitar a los peatones a buscar el monumento en sus cabezas.” (Horst Hoheisel’s Counter-memory of the Holocaust: The End of the Monument by James E. Young).
Comencé esta nota preguntando sobre el ser de algo: ¿qué es esto, qué es aquello? Quizá la pregunta adecuada debió ser no “qué es” sino, en línea con Hoheisel y Gerz, ¿qué puede hacer? ¿qué potencia alberga este o aquel objeto? La pregunta entonces cuando un monumento se alza debe cambiar del qué es a qué nos hace hacer y pensar. ¿Cómo nos afecta un cuerpo, sea un obelisco o una figura ecuestre, una suástica o una bandera LGBT? La pregunta no es nueva y viene inquietando desde hace siglos a pensadores un tanto no-oficiales, como a Marco Aurelio, Baruch Spinoza y Gilles Deleuze. Quizás hay que pensar menos en términos de identidad y más en potencialidades, capacidades y afectos. Con Spinoza habríamos de recordar que “nadie ha determinado todavía lo que puede el cuerpo”.
Por lo anterior, ¿no deberíamos aceptar que la historia es una historia de movimientos, flujos, cuerpos que se transforman? Y por lo tanto también, ¿no deberíamos aflojar el fetiche por la estabilidad y la continuidad, el contrato y la promesa? No abogo por el cambio solo por el cambio, o por aceptar de manera pasiva nuevas imposiciones y diferencias. Más bien, por una conciencia que nos recuerde a menudo que en realidad lo que percibimos como estable muchas veces no lo es. Lo que percibimos como estable cambia sin sospecharlo, y el arte, tal como la crónica, es quizás un registro de ese cambio a lo largo del tiempo. El material mismo que fetichizamos como estable y duradero en cuestión de minutos puede ser derretido y crear cualquier tipo de objeto: el bronce de las estatuas pasará a ser cañones, o microprocesadores una vez estas sean demolidas. El bronce, como la energía, como el agua, como todos los cuerpos solo cambian, no desaparecen.
El Monumento contra la guerra y el fascismo, del artista Alfred Hrdlicka, está ubicado en la ciudad de Viena, Austria. Foto: Creative Commons.
El hábito es la parálisis del pensamiento, el fin del pensamiento. Pero como todo final es un principio también, el hábito o la ruptura de los hábitos, pueden generar dislocaciones y cambios: cambios de rutina, cambios de hábitos de pensamiento y conducta, como los que estamos presenciando en este instante.
Esto no disputa que con el tiempo las esculturas se asientan en el diario vivir y empiezan a formar parte de la rutina. Una rutina de hábitos que no invitan a pensar, pues al final los hábitos, como sabemos desde el sociólogo Pierre Bourdieu, no son sino afectos y pulsaciones congeladas. Los hábitos no son sino la suspensión del pensamiento porque cuando uno hace algo por hábito, no está pensando en lo que se hace sino por lo general en otra cosa. El hábito es la parálisis del pensamiento, el fin del pensamiento. Pero como todo final es un principio también, el hábito o la ruptura de los hábitos pueden generar dislocaciones y cambios: cambios de rutina, cambios de hábitos de pensamiento y conducta, como los que estamos presenciando en este instante.
La posibilidad de la ruptura del hábito debe entonces someterse al debate para que podamos entender que si la gente ha tomado las calles para atacar y finalmente derrumbar ciertos símbolos es porque en muchos casos, sus reclamos han recaído en oídos sordos, y ahora con la tensión agregada de la pandemia deciden utilizar sus propios cuerpos como acción. En esta línea, propongo que si se destruye se construya: que se construya un cuerpo, un objeto que incluya el espíritu subversivo que busca destronar símbolos; que se construya no un monumento sino un contra-monumento, una forma de conmemorar que en vez de imponer nos lleve a cuestionar; que genere preguntas para conversar más que narrativas para acallar y formar hábitos pasivos. Una estatua ecuestre o un gran señor nos acalla, nos hace pequeños, nos cierra la historia, se alza como diciendo “aquí gané yo y los míos.” Aunque en realidad nadie sabe muy bien “qué ganó” ni contra “quién luchó,” y pocos menos conocerán la versión de los derrotados. Así lo que se alce debe incluir la versión de los anteriormente derrotados, que es la narrativa que impulsa a los demoledores contemporáneos.
Juan Felipe Hernández
Doctor en Literatura por la Universidad de British Columbia, Canadá. Sus intereses abarcan la literatura contemporánea, los nuevos materialismos y la cultura de la extracción mineral en Colombia y Latinoamérica. Blog: Literatura Mineral.