Por cada golpe dado al cuero del tambor, una persona llegaba entre palmas a las ruedas de bullerengue que se formaban en cada rincón de Puerto Escondido. El gozo fue el protagonista de una noche de canto y danza.
Entre el pasado 24 y 26 de junio el municipio cordobés de Puerto Escondido fue escenario de la trigésima quinta versión del Festival Nacional del Bullerengue. El lente de Contexto registró, en el siguiente reportaje gráfico, el evento folclórico.
Desde hace 35 años en Puerto Escondido, Córdoba, se celebra el Festival Nacional del Bullerengue. Este municipio ubicado a orillas del Mar Caribe es una de las cunas de esta tradición musical, un baile cantado en cuya danza solo participan mujeres y que al parecer tiene su origen en costumbres rituales de San Basilio de Palenque relacionados con la iniciación de las jóvenes a la pubertad.
Puerto Escondido lleva en su herencia la cultura afro, arraigada entre su arena y su mar, y materializada en el junte de golpes de tambor y los cadenciosos movimientos del baile al son de chalupa, sentado y fandango. Para sus pobladores, el bullerengue es más que un festival tradicional, es un grito de libertad y resistencia a tantos años de dolores y tragedias.
Un grupo de mujeres bullerengueras calientan la garganta y zarandean sus trajes minutos antes de su presentación en la tarima en el segundo día de festival.
“La reina, esa es la reina”, gritaban las personas mientras la señorita Necoclí, Stella de Arco, sonreía a cada voz de aliento y al destello de los flash de las cámaras en medio de un suelo estampado de huellas de tacones sucios de arena en una improvisada pasarela armada en la Plaza del Bullerengue.
La representante de Apartadó, Ana María Berrio, no dejó descansar su cuerpo durante la ronda de baile y festejo que se armó en la orilla de las playas de Simón Bolívar.
En Puerto Escondido existe un parque llamado Simon bolívar –El Bolivita– en donde el tambor es centro y amo del relajo y el tumulto. Donde haya uno sonando a ritmo de bullerengue y folclor, encontrará a locales y turistas gozándose este festival.
“Acá me están tomando una foto”, le decía la señora a su sobrina, que aún no llegaba al punto de reunión para presentarse en tarima. El paraguas se asemejaba a un aditamento más de su pinta bullerenguera.
Ni sentadas se podían estarse quietas las ocho candidatas que competían en Puerto Escondido por la corona de bullerenguera. Una a una esperaban el llamado de su municipio que sonaba en los altoparlantes. Apartadó, Necoclí, Puerto Escondido, Tierralta, y Sucre, se ponían de pie y con la banda en el pecho bailaban en medio de la algarabía.
En carro, en buses, en motos ocupadas por dos y hasta tres personas, la gente llega en romería al primer día del evento para no perderse el desfile de música y alegría que se forma entre tambores y cantaos que van abriendo las calles. Ese día en Puerto Escondido nadie se queda en su casa.
La espuma y la maicena vuela por el cielo y aterriza en los rostros de los asistentes a la fiesta. Aunque no se conozcan, ese día todo el mundo es amigo. La alegría se toma el pueblo y en Puerto Escondido se forma un verdadero carnaval.
Unos pedazos de madera y unas espumas rojas forman unos taburetes encima del techo de una van estacionada en la orilla de la carretera, como si fuera un palco. La gente no se quiere perder el desfile que ya viene avisando su paso con los gritos de bullerengue de los grupos musicales.
Eduardo Trujillo
Fotógrafo barranquillero egresado del programa de Dirección y producción de televisión y radio de la Universidad Autónoma del Caribe. Es director de los proyectos fotográficos Lente Caribe y Lente Rojiblanco. Actualmente se desempeña como reportero gráfico de la Universidad del Norte.