Algunos comentaristas han puesto en tela de juicio los resultados y conclusiones que se presentan en el libro Comercio Exterior en Colombia: Política, Instituciones, Costos y Resultados que el Banco de la República publicó en octubre de 2019 y cuyos editores somos Iader Giraldo, Enrique Montes y yo. Sus dudas se centran en si la economía colombiana está más cerrada hoy que hace 30 años, cuando la administración Gaviria decidió abrirla a la competencia externa.

El libro concluye que hoy se protege más la producción nacional que hace 30 años y por eso Colombia está menos abierta. La mayor protección trae menos competencia externa. La protección se genera de dos formas: cobrando impuestos sobre las importaciones (aranceles) e imponiendo medidas distintas al arancel conocidas como barreras o medidas no arancelarias. Colombia ha usado las dos herramientas por 100 años en forma simultánea. Los aranceles fueron relativamente altos hasta 1991; desde entonces su nivel ha rondado el 10 por ciento. Las medidas no arancelarias trancan las importaciones de distintas formas. Antes de 1991, el INCOMEX trancaba las importaciones rechazando las solicitudes para importar que se le presentaban. Después de la apertura, el INCOMEX despareció y las importaciones se restringen con regulaciones y permisos que expiden muchos organismos estatales (entre otros, DIAN, ICA, INVIMA, SIC, Ministerio de Comercio). Un reglamento puede prohibir la importación de un producto fácilmente. Si el INVIMA establece que los colombianos solo pueden importar vino con contenido alcohólico de 13 por ciento o menos, de facto está prohibiendo importar vinos con mayor contenido alcohólico, protegiendo así la producción nacional de rones y aguardientes. Si un producto tiene muchos requisitos para ser importado, un empresario cuyo negocio es importar busca traer otros productos. Si un empleado del ICA insiste en que se produce maní en Colombia y no autoriza su importación, la compañía que quiere importarlo y procesarlo se va a otro país y lo trae procesado a Colombia. Estos efectos no son visibles para la gente, como sí son los del arancel, pero su impacto sobre la producción, la productividad, los precios y los incentivos para exportar son indudables y nocivos.

 

 

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Portada del libro ‘Comercio Exterior en Colombia:Política, Instituciones, Costos y Resultados’.

Uno de los trabajos del libro calcula que las trabas por producto equivalen a un arancel promedio superior al 100 por ciento, por lo que a su lado la protección que otorga un arancel de 10 por ciento es insignificante. Ese nivel permite que los precios de los productos nacionales dupliquen o tripliquen el de productos equivalentes en el mercado internacional y estimulan el contrabando de productos donde los sectores están más protegidos, como textiles y licores.

Quienes critican las conclusiones del libro dan varias razones cuando afirman que la economía está más abierta hoy que en 1991. Un artículo que ejemplifica estos argumentos lo escribió José Antonio Ocampo en El Tiempo del 22 de febrero de 2020 (p. 1.15), los cuales acogen los de otros críticos y reflejan en cierta forma lo que el ciudadano común usualmente arguye. Un primer argumento dice que el “arancel promedio sobre las importaciones es hoy 5% contra 30% antes de la apertura y se eliminó la licencia previa”. Estos hechos son ciertos, pero el argumento ignora la protección que otorgan los reglamentos y procesos administrativos que trancan las importaciones. Los reglamentos se ampliaron después de la apertura, de unos 400 en 1990 a 50,380 en 2014. Uno de los trabajos del libro calcula que las trabas por producto equivalen a un arancel promedio superior al 100 por ciento, por lo que a su lado la protección que otorga un arancel de 10 por ciento es insignificante. Ese nivel permite que los precios de los productos nacionales dupliquen o tripliquen el de productos equivalentes en el mercado internacional y estimulan el contrabando de productos donde los sectores están más protegidos, como textiles y licores. El libro presenta un ejemplo de los vinos, donde el precio al detal es ocho veces el precio de venta en el sitio de origen, donde la utilidad del importador y el margen del distribuidor final representan casi el 50 por ciento del precio al detal. Estos márgenes son posibles por los permisos y reglamentos, no por el arancel. Ignorar la protección que engendran las trabas y reglamentos es un lapsus conceptual serio.

Una segunda razón que aducen los críticos es la de que Colombia ha firmado acuerdos comerciales con otros países y por eso nuestra economía está más abierta hoy que hace 30 años. Los acuerdos firmados son para administrar el comercio, no para tener libre comercio. Si lo fueran, la longitud de los acuerdos sería de una página y el mercado colombiano estaría invadido de productos americanos, mexicanos, chilenos, y peruanos, entre otros. Ese no es el caso. Los altos niveles de protección que se reportan en el libro indican que esos acuerdos no han traído mucha competencia a la producción nacional, lo cual es de esperarse pues los países no ceden sus derechos a usar medidas no arancelarias para controlar el comercio. Es posible que la protección haya estimulado a nuestros socios comerciales a cobrarnos caro por sus productos. En los supermercados colombianos el precio de una cuchilla Gillette Fusión traída de Brasil dobla el precio de una cuchilla igual producida en los Estados Unidos y el polvo Mexsana fabricado en Colombia es 50 por ciento más alto en Colombia que ese mismo tarro colombiano en Ciudad de México. Al restringir el comercio con el resto del mundo impedimos que otros países compitan en nuestro mercado y, paradójicamente, nos protejan de los altos precios que cobran nuestros socios.

Otra razón que los críticos aducen es que las importaciones crecieron más rápido que la producción de bienes y servicios, lo que demostraría que la economía colombiana está más abierta hoy que en cualquier período anterior de nuestra historia. La proporción subió de 10 por ciento en 1965 a 14 por ciento en 1991, 21 por ciento en 1994 y 22 por ciento en 2019, un período durante el cual la protección subió y cayó varias veces. Que las importaciones representen una proporción mayor de la producción total de bienes y servicios muestra que Colombia usa más productos foráneos para abastecer su demanda interna, no que la economía colombiana esté menos protegida y, por tanto, más abierta a la competencia externa. Varias razones explican el mayor abastecimiento del mercado interno con productos importados. Si mejora el nivel de vida de los colombianos –como hasta la pandemia había sucedido–, se puede comprar una mayor variedad de productos extranjeros (teléfonos celulares, iPads, entre otros, que no existían hace 20 años) y de mejor calidad y mayor precio (camisas italianas y no camisetas chinas). Si caen los precios de los productos extranjeros –como el de los computadores– también importamos más. Si, como en los últimos 20 años, cae el costo de traer productos extranjeros al país también importamos más. Si cae la protección a la producción nacional también importamos más. Como se ve, las importaciones crecen por varias razones, por lo que es errado concluir que la protección cae si crece la relación entre importaciones producción de bienes y servicios. Esa relación es un atajo que se toma con frecuencia porque es fácil calcularla y muestra cuánto aportan las importaciones a la oferta interna, pero ese aporte no mide la protección. En materia de protección, ese atajo puede llevar a un abismo lógico fatal.

La alta protección les permite a los productores nacionales y a quienes pueden importar embolsillarse grandes rentas. ¿Cuánto se embolsillan? El libro estima un valor conservador para las rentas de los importadores en 2001 con una “prima” igual al 33 por ciento del valor importado, equivalente al 4 por ciento del PIB.

Los críticos también arguyen que el debate sobre las exportaciones no debe centrarse en la afirmación de que estamos más cerrados que hace 30 años. Este comentario ignora que la protección y los costos de importar desestimulan la producción para exportar y, por tanto, las exportaciones. La protección actúa como un gravamen a las exportaciones; un ejemplo puede ilustrar la idea: si la producción de camisas se protege 100 por ciento y la de frutas frescas no se protege, ello le señala a un empresario que es mejor dedicarse a producir camisas que frutas frescas para exportar. Esa señal sobre rentabilidad relativa es la misma que el empresario recibe cuando la producción de camisas no se protege y se cobra un impuesto de 50 por ciento sobre las exportaciones de frutas frescas. En ambos casos, quien exporta frutas frescas compra “media” camisa por unidad exportada. El ejemplo ayuda a entender por qué las exportaciones no han subido tanto como se esperaba por la depreciación del peso desde 2014: la alta protección continúa y todavía sigue siendo más rentable vender en Colombia que exportar. Quien piensa que subsidios, una tasa de cambio “competitiva” y otros estímulos dirigidos pueden resarcir el desaliento que genera la alta protección, está delirando.

La alta protección les permite a los productores nacionales y a quienes pueden importar embolsillarse grandes rentas. ¿Cuánto se embolsillan? El libro estima un valor conservador para las rentas de los importadores en 2001 con una “prima” igual al 33 por ciento del valor importado, equivalente al 4 por ciento del PIB. Si ella se distribuye por igual entre los cerca de 16,500 importadores de ese año, cada uno recibió una renta de 250 mil dólares, unas 100 veces el ingreso per cápita de Colombia en 2001, 2,440 dólares. Quienes se benefician de esa protección quieren mantener sus rentas y esgrimen los argumentos de los críticos para argüir que no están protegidos. Quien diga que la economía colombiana está más abierta hoy que en 1990 e ignora la alta protección que engendran los controles, permisos y reglamentos para importar, en forma ladina procura mantener las rentas y privilegios de los más ricos del país.

Jorge García García

Profesor Universidad de los Andes, Sub-jefe del Departamento Nacional de Planeación, Asesor de la Junta Monetaria, investigador IFPRI (Washington DC), y consultor para el Banco Mundial.