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Aunque la crisis diplomática generada vía redes sociales con Argentina ya se conjuró, han sido constantes los ataques entre mandatarios como Petro, Milei y Bukele. Foto: Infobae.

¿En qué momento presidentes y otros funcionarios se convirtieron en celebridades efímeras con alma de influenciadores digitales? Así son y actúan los llamados ‘diplomáticos de pulgares’.

Desde que las redes sociales entraron de lleno en la política, la expresión “pan y circo” se transformó: ya no requiere planeación, logística, recursos públicos y convocatoria: basta que el gobernante escriba un mensaje mientras va en el asiento de atrás del vehículo oficial que lo lleva de un lado a otro. O incluso puede hacerlo mientras realiza cualquier actividad menos ceremoniosa. Es la diplomacia de pulgares: aquella con la que un par de frases pretenden sintetizar décadas de historia de cualquier país o analizar una votación, la que insulta al presidente de un país amigo como si ambos estuvieran en un bar, la que desafilia al Estado de un organismo multilateral, pero sobre todo, la que reparte condenas morales a diestra y siniestra (en realidad, a los que no piensan como él).

Porque en el fondo, la diplomacia de pulgares consiste en presumir superioridad moral señalando, denostando, calumniando o simplemente despreciando a presidentes o pueblos enteros, da igual: lo importante es mostrar que se lidera, no vaya a ser que el César pase desapercibido un día. En esta forma de hacer política que confunde comunicar con gobernar, administrar o gestionar, hemos pasado de que los gobernantes “decían algo para poder gobernar” (un decreto, una política pública, un acuerdo firmado con copartidarios u oponentes) al “decir algo para no tener que gobernar”. 

Parafraseando al historiador francés Ernest Renan, los mensajes de Twitter o X se han convertido en un “plebiscito cotidiano”, una forma del gobernante de medir su popularidad, de sondear si sus ocurrencias aún siguen siendo tomadas como declaraciones programáticas, si su vida personal le importa a sus gobernados más allá de lo mínimo indispensable. La diplomacia de pulgares sirve también para mantener ocupadas a las bodegas, caramelos para que los incondicionales repitan estribillos que se despliegan en columnas, videos y programas informativos, pero sobre todo en WhatsApp, esa red social donde nadie se inhibe de decir lo que piensa. De este modo, los de la diplomacia de pulgares han devenido en celebridades efímeras con alma de influenciadores digitales atrapados en el aburrido atuendo de un administrador público.

Obviamente la política de “pan y circo” les funciona porque tienen público: los troles lo replican hasta convertirlo en tendencia. Al día siguiente, los del otro lado hacen lo propio, con lo cual, unos y otros logran que le dediquemos un comentario y desperdiciemos tiempo que no vuelve. Los medios tradicionales también caen redondos: replican y analizan la pirotecnia como si fueran planes de gobierno o proyectos de ley. Los ciudadanos también caemos: empezamos a juzgar a los gobernantes por lo que dicen y no por lo que hacen, como si fueran participantes de “La casa de los famosos” o de “El Desafío”. Olvidamos, en fin, que a los políticos hay que juzgarlos por lo que hacen, no por lo que son. Y si un gobernante no exhibe competencia, siempre podremos exigirle cuando menos seriedad.

Los de la diplomacia de pulgares han devenido en celebridades efímeras con alma de influenciadores digitales atrapados en el aburrido atuendo de un administrador público.

En una oportuna defensa de la hipocresía como virtud cívica, el filósofo vasco Daniel Innerarity escribía que “tal vez una de las causas del actual radicalismo político y la correspondiente hostilidad en las conversaciones tenga que ver con ese exhibicionismo ideológico por el que nadie se priva de decir lo que siente o piensa en todo momento, que nos sintamos obligados a expresarnos continuamente sobre todo y que así se lo exijamos también a los otros” (La Vanguardia, 30 de marzo de 2024). 

Llamar a todo esto política del espectáculo sería darle un estatus que no merece: no son más que fuegos pirotécnicos dirigidos a alimentar el narcisismo de líderes mesiánicos carentes de ideas pero rebosantes de creencias. Escaramuzas para la galería en las que los Petro, Milei y Bukele, discípulos bananeros de Trump, exhiben un exceso de testosterona y se amenazan con darse trompadas a la salida del colegio (pero como todos los que se citaban, nunca llegaban). Lo que sí están exhibiendo es su limitada estatura de estadistas, pues manejan sus países con sus pulgares cuando no con el dedo corazón. Pulgarcitos.

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Iván Garzón Vallejo

Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su último libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Editorial Crítica, 2022). @igarzonvallejo