Colombia tuvo uno de los mejores récords de crecimiento con estabilidad de América Latina en el siglo XX. El manejo macroeconómico facilitó la estabilidad; el aumento de la productividad facilitó el crecimiento. Sin embargo, en los últimos 40 años Colombia creció menos porque la productividad no creció, un resultado del deterioro en la calidad de las instituciones y de las crecientes barreras a la innovación y al uso eficiente de recursos que documenta el trabajo de María Angélica Arbeláez y Luis Fernando Mejía, Barreras al aumento de la productividad y el crecimiento en Colombia. Su análisis y sus cifras explican por qué Colombia se encuentra casi siempre en la mitad de los rankings mundiales de competitividad del Foro Económico Mundial, de corrupción de Transparencia Internacional, y de libertad económica del Instituto Fraser de Canadá, entre otros.
Las bajas calificaciones nos molestan porque pensamos que somos mejores de lo que miden los rankings, los cuales se basan en lo que hacemos y en nuestros resultados. La diferencia entre cómo nos ven y cómo nos vemos muestra que tenemos un problema de percepción. Unos ejemplos ilustran esta idea y por qué.
- La calidad de nuestras instituciones es inferior a la de los países de América Latina con que el trabajo nos compara, pero creemos que las colombianas son mejores que las de algunos de ellos.
- Nuestros ejecutivos creen que son mejores de lo que son. El trabajo muestra que, entre varios países, Colombia tiene la gerencia de más baja calidad y la mayor brecha entre percepción y calidad.
- Se habla de la apertura de una economía que está cerrada a la competencia internacional. Peor aún, algunos alegan que está más abierta que en 1990; otros no saben cuánta es la protección, pero insinúan que es menor aquí que en países ricos porque estos tienen más medidas no arancelarias que Colombia.
- El costo Colombia es la causa de nuestros males, pero casi nunca se define ni se mide, un comodín cómodo e ineficaz para eliminar las causas del problema.
- Desconocemos nuestras limitaciones porque no podemos comparar. Tenemos poca información. Carecemos de ella por la falta de mercados competitivos; ellos producen la información que permitiría evaluarnos.
Los deportistas colombianos –atletas, ciclistas, futbolistas y beisbolistas– no tienen estos problemas ni pueden darse el lujo de tenerlos. Ellos compiten con los mejores del mundo en las pruebas más exigentes; al final de cada prueba saben en qué puesto quedan y tienen que evaluarse. Compitiendo se informan sobre qué hacen bien –para mejorarlo– y qué hacen mal –para corregirlo. Nuestros atletas son ejemplares: viven de su esfuerzo y están en la élite deportiva del mundo porque dependen de su competencia, no de un favor o de una prebenda.
A diferencia de los deportistas, una parte importante de la producción industrial y agropecuaria no compite internacionalmente porque tiene alta protección. Ella ha generado ingentes rentas a los productores y grandes costos a los consumidores. Por ejemplo, la OECD calculó que para el período 1995-2014 los sobreprecios de 10 productos agrícolas representaron una transferencia de ingreso de unos 46.000 millones de dólares corrientes de los consumidores a los productores. Las mayores transferencias fueron a los productores de pollo (US$9.500 millones), de leche (US$9.200 millones), maíz (US$7.500 millones), azúcar refinada (US$5.700 millones), arroz (US$5000 millones) y carne (US$4.700 millones). Algo similar se da en el sector manufacturero.
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En los últimos 40 años, Colombia creció menos porque la productividad no creció, un resultado del deterioro en la calidad de las instituciones y de las crecientes barreras a la innovación y al uso eficiente de recursos.
Con rentas de esta magnitud, la protección libera a los productores de tener que mejorar. Por eso su productividad se ha estancado por tanto tiempo.
Los colombianos tienen talento, pero eso no basta para tener un alto nivel de vida. Aunque al comienzo las cosas surgen del talento natural, los fines se logran con disciplina. La competencia obliga a tener disciplina. La externa nos disciplinaría y mejoraría nuestras aptitudes y nuestro nivel de vida; también ayudaría a que el 10 por ciento de las familias más pobres puedan tener alguna esperanza: sus hijos no tendrían que esperar 11 generaciones para tener el ingreso medio del país. La vida muelle de algunos terminaría, ciertamente, pero podrán ser más ricos, esta vez por el fruto de su esfuerzo; su riqueza, que ya no podría atribuirse a privilegios, no se la podrá tildar de ilegítima, y quizás cause admiración y emulación, no rabia y envidia.
El cambio no es fácil, pero es posible y puede beneficiarnos. Las reformas de puertos y del Banco de la República y la flotación del peso lo demuestran. La apertura comercial fracasó, y el “éxito” de sus opositores impuso un alto costo a los colombianos en términos de bienestar y eficiencia. La alta protección llevó a que importáramos poco y, como resultado, a que exportáramos poco y a que dependiéramos más de los productos básicos.
Desmantelar la protección es difícil pero no imposible. La experiencia entre 1950 y 1975 muestra que ella se puede reducir mucho –de 250 por ciento a 25 por ciento– sin traumatizar la producción doméstica. La protección más baja mejoró los incentivos para exportar; por eso las exportaciones crecieron y se diversificaron. Hoy, Colombia no exporta más porque la protección lo impide, no porque no pueda.
La protección, creo yo, ha impedido que Barranquilla sea un centro exportador importante, que los puertos sean más productivos porque transita más mercancía y que los Valles del Sinú y del Cesar puedan ser los Valle de Napa y Sonoma en el trópico. Al frenar la actividad portuaria, las barreras al comercio han fomentado la pobreza en Buenaventura.
El trabajo de María Angélica Arbeláez y Luis Fernando Mejía muestra que la competencia internacional puede elevar la productividad. Promover la competencia requiere reformar la política comercial, reduciendo las medidas no arancelarias y, sobre todo, mejorando su administración. Una cosa es la administración de una medida no arancelaria en Suiza o Alemania y otra administrarla en Colombia.
La reforma debe comenzar por imponer disciplina en la formulación, dirección y manejo de la política comercial. Para ello se requiere acabar con el actual desbarajuste institucional, donde la política comercial la definen y ejecutan las entidades y sus funcionarios para satisfacer los intereses de los grupos que los tienen capturados no para beneficiar a los 50 millones de habitantes del país.
Jorge García García
Profesor Universidad de los Andes, Sub-jefe del Departamento Nacional de Planeación, Asesor de la Junta Monetaria, investigador IFPRI (Washington DC), y consultor para el Banco Mundial.