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406 días después de haberse entregado a la justicia colombiana y haber sido recluido en la cárcel de La Catedral, Pablo Escobar y varios de sus secuaces se fugan del centro de reclusión. Nadie sabe de su paradero.

En 1992, el temido capo colombiano logró burlar a las autoridades ataviado con un vestido y una peluca. La reciente publicación de una novela que revive la peor época del narcotráfico arroja luces sobre nuestro pasado reciente.

Pablo Escobar Gaviria, el narcotraficante más temido de la historia, se entregó a la justicia colombiana a las 3:45 de la tarde de un miércoles 19 junio de 1991 y se fugó de una cárcel en Antioquia en la madrugada del 22 de julio de 1992, 406 días después, luego de varias horas de tensión en la prisión La Catedral, ese lugar que escogió en las montañas de Envigado para permanecer en Colombia a cambio de someterse a la justicia nacional y no ser extraditado a Estados Unidos.

Lo hizo a través de un muro de yeso por un costado del centro penitenciario que se levantó en sus propios terrenos, con complicidad de los guardias, de militares y del aparato criminal que seguía manejando tras las rejas. En algún momento entre las 2:00 a.m. y las 5:00 a.m., el capo se dio a la fuga junto a su hermano Roberto de Jesús y nueve de sus lugartenientes, tras mantener secuestrados al viceministro de Justicia de la época, Eduardo Mendoza, y al director de Prisiones, coronel Hernando Navas. Escobar se fugó vestido de mujer.

“Vi cuando salían vestidos de distintas formas, unos vestidos de guardianes, otros de campesinos, otros bien vestidos y con pasamontañas y una mujer que lucía peluca”, dijo en esa época un soldado. La salida de Escobar se dio en momentos en que guardias de prisiones y comandos élite del Ejército se enfrentaban.

Filiberto Joya Abril, suboficial del Ejército, confesó que fue él quien facilitó la huida de Escobar de ese centro penitenciario, luego de convencer a un grupo de soldados de colaborar en el plan de fuga a cambio de recibir una millonaria suma de dinero, comida, bonos, útiles de aseo y otros beneficios. Con regalos similares, Escobar y sus hombres montaron en ese penal una red de sobornos a soldados, suboficiales y oficiales encargados de ejercer la vigilancia externa, con el fin de vivir a su gusto, con lujos y excesos. Así lo comprobó la justicia civil y militar, que relacionó al caso de la fuga a 49 personas, entre ellas al exdirector general de prisiones, el coronel del Ejército Hernando Navas Rubio, seis militares más, y siete guardianes de La Catedral.

 

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La Catedral, una prisión construida en Envigado, albergó entre 1991 y 1992 a Pablo Escobar y su plana mayor. Fiestas, la visita de futbolistas y personas de la farándula e incluso asesinatos hicieron parte de un entramado de corrupción y muerte en sus instalaciones.

John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, fue quien le puso una subametralladora en la cabeza al viceministro de Justicia y con un sofisticado radio portátil de la época impartió instrucciones a hombres en Medellín para que desataran una ola terrorista.

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No es la habitación de un hotel. Así lucía la “celda” de Escobar en La Catedral.

“Quíteme esa metralleta de la cara, que así no puedo hablar”

En julio de 1992, el Gobierno del entonces presidente César Gaviria comprobó que Escobar continuaba delinquiendo y por eso, en un consejo de seguridad, tomó dos decisiones: que las Fuerzas Militares tomaran control del penal y así, posteriormente, recluir al capo a una guarnición militar.

Para coordinar esas dos tareas fueron enviados a La Catedral el 21 de julio dos altos funcionarios: el viceministro Mendoza y el director de Prisiones. Pero lo que debía ser un viaje de notificación terminó en secuestro, confusión, intercambio de disparos y la posterior fuga del narcotraficante. Mendoza y Navas ingresaron en horas de la tarde y comenzaron a notificarles a los superiores militares que había tensión e inquietud en los reclusos, que estos se negaban a ser trasladados, se encontraban fuera de las celdas y se observaba una indisciplina general. Había comenzado un motín y luego de varias horas de diálogo, mientras sostenía una conversación por radioteléfono con delegados del Ministerio de Justicia, se escuchó a Mendoza decir angustiado: “Quíteme esa metralleta de la cara, que así no puedo hablar”.

John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, fue quien le puso una subametralladora en la cabeza al viceministro de Justicia y con un sofisticado radio portátil de la época impartió instrucciones a hombres en Medellín para que desataran una ola terrorista. Mientras todo ocurría, se trasladaban a Antioquia altos mandos del Ejército y fuerzas especiales a las que les había encomendado sacar vivos a los rehenes, eliminar toda resistencia armada, establecer la seguridad interna del penal por el Ejército y, sobre todo, detener a Pablo Escobar. Pero el capo no estaba dispuesto a ceder. El mismo Escobar les dijo a los funcionarios su condición de secuestrados y los amenazó con que en este episodio morirían todos. En un punto de la noche, Mendoza y Navas fueron separados de Escobar y su grupo, y permanecieron custodiados por hombres armados. Todo, mientras las fuerzas especiales afinaban un operativo de retoma que se llevó a cabo después de las 7:30 de la mañana y durante unos 20 minutos. El resultado: los dos funcionarios rescatados, cinco hombres cercanos a Pablo Escobar detenidos, 25 guardianes retenidos, 11 más heridos y el sargento de prisiones Olmedo Mina, sin vida.

También se descubrió el complejo vacacional en el que había transformado el capo su propia cárcel. Se hallaron caletas de armas, miles de dólares, droga, diversidad de aparatos de comunicación, casas de muñecas, cuartos dotados como suites de cinco estrellas, telescopios, gimnasios, centrales de buscapersonas, fax y líneas telefónicas con el exterior. Sin embargo, pocas horas después y en voz del propio presidente Gaviria el país conocería la verdadera noticia de esa jornada: Escobar, el capo más buscado, no estaba en la cárcel en el momento de la incursión armada.

Texto publicado en el diario “El Tiempo” y disponible en su archivo digital.

Pablo Escobar: “Esos HPs gringos son demasiado vivos”

Por Rafael Ballen

Fragmento del capítulo IX de la novela inspirada en hechos de la vida real “La fuga de Pablo Escobar”, de Rafael Ballén, publicada por Ícono Editorial.

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Portada del libro de Rafael Ballén, publicado por Ícono Editorial.

—En otra respuesta, usted, señor Ingenioso, dijo que desde junio de 1976 Pablo Escobar ya era famoso nacional e internacionalmente, que ya había salido del clóset, y en esta respuesta me dice que Adler Berriman Seal o Mackenzie fue quien conectó a su patrón con las mafias de los Estados Unidos; quiero pedirle que sea más explícito, que me diga a qué mafias se refiere y por qué sabe todo eso.

—Sí, mi doctor, hay cosas que las conocí cuando ocurrieron y muchas otras que el Patrón me contó estando en La Catedral. En junio de 1976, Escobar fue cogido con 29 kilos de cocaína lista para exportar a los Estados Unidos, porque ya tenía conexiones con las mafias de ese país, pero ese no era el primer cargamento. Mackenzie, por ser un agente de la CIA infiltrado en las mafias gringas, tenía toda la información y las conexiones con esos bandidos y se la vendió a buen precio al Patrón, en el momento en que se convirtió en su piloto y hombre de confianza. En relación con las mafias de los Estados Unidos, no tengo los nombres precisos, pero creo que en cada ciudad importante de ese país –Miami, Nueva York y Los Ángeles– había una organización criminal dedicada a recibir y distribuir la cocaína que el Patrón enviaba. Las ganancias para la mafia norteamericana eran tan altas que Escobar se dio cuenta y tuvo que organizar sus propias redes de distribución y mercadeo. Así me lo contó una tarde de recreo en La Catedral:

“Vení, Inge –me dijo–; vos crees que esos hijueputas gringos son honrados, pero no, son demasiado vivos. Se enriquecen con el trabajo y los riesgos que los colombianos enfrentamos. En comparación con las utilidades que la mercancía nos deja, ellos obtienen una ganancia de mil por uno. Por eso tuve que armar mi propia cadena de distribución en Estados Unidos. Fue muy incipiente entre 1975 y 1979, pero al finalizar ese año quedó conformada así: Rafa Vélez recibía la merca y la distribuía, Emiliano Mejía era el dueño de las cuentas de los bancos, Quijana Vásquez el que recogía el dinero y una nómina de cuarenta y tres empleados hacían todo el trabajo operativo. Mi empresa fue tan eficiente que pronto tuve que abrir varias sucursales en las distintas ciudades de Estados Unidos: doce en Miami, tres en Nueva York y dos en Los Ángeles. Mi organización en ese país producía tantos millones de dólares que mis aviones no daban abasto para traer esos dólares al aeropuerto Olaya Herrera, de Medellín. Si no hubiera sido así, no le habría ganado la guerra a esa hijueputa oligarquía, que arrinconé, humillé y vencí. Y aquí estamos, Inge, en La Catedral, protegidos por su propio ejército, el que, desde luego, ha sido partícipe de los verdes, porque para qué, todo a lo bien: les he pagado con creces”.

La información que Ingenioso me acababa de dar en las tres respuestas anteriores me dejó aterrado, pero seguí preguntando con naturalidad.

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Rafael Ballen

Profesor investigador y escritor. PhD en Derecho Público por la Universidad de Zaragoza, España. Fue magistrado del Tribunal Superior de Bogotá y procurador delegado para la Vigilancia Judicial y para las Fuerzas Militares.