‘Indiana Jones y el dial del destino’, filme que cierra la saga del afamado arqueólogo y aventurero, nos regresa a la emoción de los primeros filmes protagonizados por Harrison Ford.
El afamado aventurero se jubila, pero la arqueología continúa. Ente el cine y la realidad, un arqueólogo colombiano nos entrega las claves de esta ciencia que viaja en el tiempo.
En 1981 se estrenó la saga del más famoso arqueólogo de todos los tiempos: Indiana Jones, con la película Cazadores del arca perdida. Aquel mítico personaje de sombrero fedora, chaqueta de cuero y látigo, interpretado por Harrison Ford. Le seguirían dos más, en 1984 El templo de la perdición y en 1989 La última cruzada, porque la de 2008 es mejor olvidarla para siempre.
Lo cierto es que para quienes nacimos a mediados de 1960 o en la década de 1970 y nos dedicamos actualmente a la arqueología, debemos admitir que el Dr. Henry Jones Jr. nos motivó a seguir sus pasos en esta apasionante disciplina. De niños soñamos con la búsqueda de piezas únicas e increíbles, en lugares exóticos y lejanos, viviendo aventuras maravillosas que acompañarían la historia de cada objeto colectado.
Por supuesto, al llegar a la universidad, el ídolo de la infancia se hizo pedazos. La arqueología científica no busca objetos descontextualizados sino explicar procesos humanos del pasado. Para esta es más importante encontrar un basurero antiguo que una tumba con oro y objetos exóticos. Sin embargo, estaba claro que la arqueología de inicios del siglo XX, antes de la Segunda Guerra Mundial, se desarrollaba de esa manera. Arqueólogos europeos y estadounidenses adelantaban excavaciones en América Latina, África, Asia y Oceanía, recolectando artefactos que continúan, hasta el día de hoy, en inmensos depósitos de los grandes museos del mundo, aprovechando legislaciones débiles o inexistentes en torno al patrimonio arqueológico.
Incluso en la posguerra, comenzando la Guerra Fría, algunos colegas combinaban la investigación con el espionaje, como es el caso de Samuel K. Lothrop, quien fue agente de la CIA y aprovechó las facilidades que le ofrecían en América Latina para adelantar sus excavaciones, informando a la agencia sobre eventos políticos y movimientos sociales que se venían gestando en esta región del continente. Incluso para mediados del siglo XX muchos colegas seguían llevándose parte de las colecciones arqueológicas a sus universidades para adelantar los análisis respectivos y, a la fecha, esas colecciones no han sido devueltas a sus lugares de origen.
Ese conflicto interno de admirar a Indiana Jones pero entender que la arqueología es una ciencia, logra resolverse luego, cuando se estudia y entiende el desarrollo de la disciplina y su contexto histórico. Es decir, no hay ninguna incompatibilidad entre admirar a este mítico personaje y ser un investigador puro y duro de la arqueología.
A lo largo de mi vida profesional he vivido diversas experiencias que no han incluido nazis, ni persecuciones de grupos aborígenes, ni trampas milenarias. Ninguna de esas aventuras que alguna vez soñamos. Sin embargo, haber estado al borde de la muerte en un camino veredal en Antioquia por la amenaza de un grupo paramilitar que consideró que nuestro trabajo era objetivo militar, bien pudo asemejarse a un encuentro con un pelotón nazi, y terminar mucho peor.
A pesar de los riesgos las aventuras han sido también estimulantes, como adelantar una prospección arqueológica en mula en el cañón del río Porce, básicamente descendiendo y ascendiendo por una pared; pasar ríos caudalosos en garruchas; ser perseguidos por avispas en medio de un manglar; encontrar alacranes en las botas al amanecer, pisar una boa por descuido o pelearse con otra para quedarse con su presa, pueden ser algunas de las anécdotas que se viven durante las tareas de campo. Eso sin mencionar la presencia de zancudos, mosquitos, garrapatas y jejenes que amenizan durante el día las largas jornadas de trabajo, al sol o al agua.
Juan Guillermo Martin, arqueólogo y autor de esta nota, durante una excavación en el municipio atlanticense de Luruaco. Foto: Eduardo Trujillo.
‘Indiana Jones y el dial del destino’ narra la historia de un profesor que se jubila padeciendo el desinterés de sus estudiantes, como ahora lo vivimos muchos docentes, pero que consigue cerrar su prestigiosa trayectoria profesional con una última y fascinante aventura.
En el Templo de la perdición Indiana Jones experimenta un choque cultural gastronómico cuando durante una cena elegante le sirven una espectacular sopa de ojos. Una situación común en campo, cuando nos ofrecen, con la mayor generosidad, una iguana ahumada, un ñeque guisado, un filete de boa o un saíno asado. Eso sin contar con una diversidad de bebidas fermentadas que tienen efectos estomacales casi inmediatos, en la mayoría de los casos.
Pero también –y en eso coincidimos con Indiana Jones– son notables las relaciones estrechas que se forjan con las comunidades locales durante las tareas de campo. Una situación que sucede regularmente, cuando trabajamos cerca de una comunidad. En mi caso, cuando coordiné el proyecto arqueológico Panamá Viejo, creé un programa de pasantías de campo con pequeños niños de las comunidades vecinas, quienes durante sus vacaciones escolares pasaban horas revisando sedimentos y separando minúsculas muestras arqueológicas de los cernidores, mientras excavábamos, con un entusiasmo que, algunas veces, no veo en las nuevas generaciones de colegas.
El estreno de la última película de la saga, titulada Indiana Jones y el dial del destino, marca el cierre definitivo de este personaje cinematográfico. Un profesor que se jubila padeciendo el desinterés de sus estudiantes, como ahora lo vivimos muchos docentes, pero que consigue cerrar su prestigiosa trayectoria profesional con una última y fascinante aventura. Para quienes disfrutamos a plenitud en 1981 su primer filme, este último nos llena de nostalgia al evocar la emoción de hace 42 años y nos permite disfrutar a plenitud de una fantástica historia que retoma la esencia del personaje de sus tres primeras películas. Un Indiana Jones curtido y mayor, aún ávido de experiencias y riesgo que aplica sus amplios conocimientos de historia antigua. Al final de la película, y sin el ánimo de dañarle a los fanáticos la oportunidad de disfrutarla, se plantea uno de los grandes anhelos que cualquier arqueólogo tiene al contemplar un contexto arqueológico, y es el de tener la oportunidad de viajar al pasado y ser testigo de lo que por décadas ha investigado y explicado a partir de información fragmentada.
Harrison Ford demuestra su profesionalismo al dejarnos a este icónico personaje con la dignidad que se merece. James Mangold, su director, consigue cerrar una saga que había perdido el rumbo en 2008 con una magnífica puesta en escena que le devuelve la esencia a la historia de este afamado colega. Al final, nos quedamos con una de sus frases célebres que aplica a cualquier jubilado: “No es la edad, querida, es el kilometraje”.
Juan Guillermo Martín
Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, con Doctorado en Patrimonio histórico y natural de la Universidad de Huelva, España. Es Coordinador del Laboratorio de Arqueología de la Universidad del Norte.