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Daniel Ortega, el “hombre fuerte” de Nicaragua, ha conducido su país de la utopía a la distopía. Foto: The Objective.

La Nicaragua actual, represiva y dictatorial, contrasta con la que recibió con esperanza la Revolución sandinista. El país centroamericano atraviesa una nueva etapa de represión presidencial que criminaliza el derecho a la protesta política y ejecuta expatriaciones masivas. 

A inicios de febrero de 2023, un avión con 222 presos políticos nicaragüenses aterrizó en Washington D.C. Entre esas personas, que habían permanecido por meses en prisiones de máxima seguridad dentro de Nicaragua, estaba Dora María Téllez, quien, en algún momento de 1979, fue denominada heroína nacional por su liderazgo en el asalto al Palacio Nacional y se convirtió en una legendaria guerrillera del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), cuyo valor y liderazgo fue central en la caída del dictador Anastasio Somoza Debayle en julio de aquel año. ¿Cómo es que una persona como ella fue convertida por Daniel Ortega Saavedra en una “traidora”, encerrada en la tenebrosa cárcel de El Chipote, sometida a vejámenes por meses, expulsada de Nicaragua y arrancada su nacionalidad?

La Nicaragua actual, distópica y dictatorial, contrasta con la que recibió con esperanza la Revolución sandinista. También el tamaño histórico de aquel Ortega era totalmente diferente al actual. En 1983, uno de los autores de este artículo se encontraba revisando periódicos viejos en el Archivo Nacional de Nicaragua, justo en el sótano de la Casa de Gobierno. A unos cuantos metros de donde estaba, unos sujetos hablaban algo sobre sus familias y el béisbol: eran Daniel Ortega, un archivista, su asistente y un conserje. Ortega saludaba y hablaba de la forma más relajada e inimaginable para un jefe de Estado cuyo país se encontraba en medio de una guerra. En ese momento, a pesar de las críticas que se le podían hacer a la dirigencia sandinista, Ortega era un ser humano decente y sin intereses personales. Ese recuerdo contrasta con el Ortega actual: rodeado de aduladores, controlador de los tres poderes de la República, dictador, represor y multimillonario, quien, de forma descarada, usa a Sandino y a su bandera para cubrirse sus vergüenzas. 

La derrota electoral del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1990, en parte debido a la relativa alienación de las bases campesinas del partido, condujo al deshojamiento de lo que había sido un liderazgo sandinista muy homogéneo. Mucha de la intelligentsia y la dirigencia de alto nivel sandinista rompió con Ortega, debido a la falta de democracia interna del partido, pero no pudieron prevalecer sobre él en el Congreso partidario de 1994. En ese momento, ese grupo formó un nuevo partido, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), pero se las vieron en apuros para establecer un diálogo serio con el resto –cerca de 40 % de la población– de los seguidores del FSLN. Muchos de esos trabajadores urbanos y rurales habían ganado algún grado de voz y dignidad durante la Revolución y la mayoría de ellos habían perdido seres queridos entonces o en la guerra contra La Contra.

Por mucho, esa gente tenía una profunda deuda de gratitud con el FSLN y, por extensión, con Ortega. A pesar de sus actos heroicos antes y después de 1979, los líderes sandinistas disidentes, como Téllez y Henry Ruíz, no fueron capaces de derribar el muro de solidaridad sandinista que ellos habían ayudado a construir durante las décadas de 1970 y 1980; al contrario, cualquier ataque al FSLN fue presentado como un ataque a la Revolución y a todo lo que era considerado sagrado para los nicaragüenses.  

Entre 2000 y 2006, Nicaragua experimentó una verdadera crisis del partido liberal que le dio la posibilidad a Daniel Ortega de lanzarse por quinta vez a la arena electoral y por fin conseguir la anhelada silla presidencial que había perdido en las elecciones de 1990. Desde el 2007, Ortega declaró que el 50 % del poder lo compartía con su esposa Rosario Murillo, quien se convirtió en vicepresidenta en 2017, pero que ha actuado realmente como co-presidenta desde el inicio. Esa relación marital se reparte el poder como lo hicieran en el pasado los hermanos Somoza Debayle.

La Nicaragua actual es un remedo de la de los Somoza, pero con un sentido histórico irónico. A Ortega se le puede responsabilizar por haber convertido a la patria de Sandino en una nueva dictadura.

Desde su elección, Ortega comenzó a influenciar el Ejecutivo, el Judicial y el Legislativo hasta que llegó a dominar todos los poderes de la República. En ese afán, el binomio presidencial no temió en afectar la democracia nicaragüense y para hacerlo contó con una entrada de dinero valiosísima que procedía de la colaboración de la Venezuela de Hugo Chávez y que ha sido calculada en un monto de 4.400 millones de dólares, recibidos entre 2008 y 2015. 

En agosto de 2016, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez señaló que todo ese dinero servía, además, para fortalecer: “El control total de las instituciones civiles y militares, y el control social de la población; más la complicidad de un estrato político tradicional que vive del juego de prestarse al papel de zancudo, que es como se llama en Nicaragua a quienes chupan la sangre del presupuesto nacional”. 

Ortega incrementó dramáticamente el apoyo popular en su primera reelección en 2011, cuando ganó con más de 60 % de los votos emitidos. No contamos con los elementos necesarios para captar completamente a qué se debe el apoyo a Ortega, ni siquiera en estos momentos en que el régimen ha mostrado sus peores rostros. No obstante, los usuales comentarios desdeñosos sobre el “asistencialismo” (a grandes rasgos, los pagos directos a los pobres que hace el régimen) no ayudan mucho. El clientelismo es (y ha sido) un recurso muy trabajado, pero no funciona como herramienta conceptual para comprender esta nueva edición (lamentablemente perversa) del sandinismo. Por otro lado, la oposición a Ortega no es homogénea e incluye a derechistas, socialdemócratas y a anarquistas y sin ninguna duda ha recibido apoyo desde algunos lugares oscuros del hemisferio occidental.  

La concentración de poder político, económico y de los medios de comunicación llevó a que fuera muy difícil que alguien alzara la voz por la forma acelerada en que en Nicaragua se carcomían las instituciones democráticas. Pero a partir del 18 de abril de 2018 iniciaron una serie de protestas contra el gobierno, lideradas, como ayer, por jóvenes estudiantes.

La represión no se hizo esperar y fue despiadada: una pobre familia del barrio Carlos Marx de Managua fue incinerada dentro de su casa por negarse a colaborar con la represión. Asimismo, la ciudad de Masaya estuvo bajo fuego de paramilitares y antimotines dirigidos por el régimen desde el 19 de junio de 2018. 15 menores de edad habían perdido la vida para el 20 de junio y múltiples videos hechos con celulares mostraron a jóvenes corriendo y escapando de las balas de morteros, a orteguistas saltando sobre los cuerpos de algunos de los alzados y a mujeres haciendo cacerolazos y siendo reprimidas por eso. El 14 de octubre de 2018, críticos de Ortega señalaron que había comenzado una nueva etapa de la represión presidencial al criminalizar la protesta política. Hacia finales de noviembre de 2018 se contabilizaban alrededor de 300 muertos producidos por la represión y de 22 policías víctimas de quienes protestaban.

La represión tomó nuevos caminos en los siguientes años en que cientos de opositores se exiliaron. En noviembre de 2021, Ortega fue reelecto por quinta vez como presidente de Nicaragua; la campaña electoral había sido totalmente irregular, pues el régimen metió presos a siete de los candidatos opositores, al acusarlos de conspirar contra la patria. Con ese mismo argumento, se comenzaron a llenar las cárceles de opositores y críticos al régimen. Entre ellos, Téllez y Ana Margarita Vijil (activista de la Unión Democrática Renovadora) fueron capturadas el 13 de junio de 2021. En los siguientes meses a su reelección, Ortega rompió relaciones diplomáticas con la Unión Europea, Estados Unidos, los Países Bajos, y el Vaticano y retiró a sus embajadores de Colombia y Perú.

La Nicaragua actual es un remedo de la de los Somoza, pero con un sentido histórico irónico. A Ortega se le puede responsabilizar por haber convertido a la patria de Sandino en una nueva dictadura, donde los opositores pierden incluso el derecho a su nacionalidad. Es posible que el régimen de terror todavía se extienda y que esté lejos un nuevo julio de 1979 para Nicaragua. Pero la historia de ese país no deja dudas: las tiranías morderán el polvo levantado por los pies de los más pobres. Lo que no se puede predecir es lo que resultará finalmente de ese terremoto social.

 

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Jeffrey L. Gould 

Profesor Visitante Distinguido de Historia Moderna y Relaciones Internacionales en la Escuela de Estudios Históricos del Instituto de Estudios Avanzados, Princeton, New Jersey y Profesor Distinguido y Emérito de la Universidad de Indiana.

David Díaz Arias 

Profesor Catedrático de Historia en la Universidad de Costa Rica.