Yo vivo una parálisis, ya sé, ya sé que todos. Todo lo que escribo empieza por enunciar la duda, la vacilación sobre el acto de escribir en sí mismo. Cuesta tanto dejar algo allí afuera, en el turbio afuera, con tanta vaina, con tantas crisis y tantas particularidades de las que valdría la pena hablar si uno se aferra a su verdad de que escribir es crear mundos, hilos, bucles, posibilidades, que escribir libera no solo a quien escribe, sino que se filtra en el lector hasta armar o desarmar nudos espirituales, y que ese armar y desarmar puede llevar a una materialidad compartida distinta, armónica, y todo ese bla bla que uno sueña para su mundo propio.

Es decir, ¿a cuál de las crisis referirse? No tengo las ganas para hacer ensayos con esas abstracciones ya comunes sobre la realidad, decir es que vivimos el punto de inflexión, o es que esta es la oportunidad para revaluarlo todo, o citar a filósofos contemporáneos y hablar de la forma de profundización sistémica que se nos vino encima. Eso ya lo sabemos, y ya sabemos que el periodismo y la opinión están en crisis, que el neoliberalismo avanza concentrando poderes y quemando libertades, sabemos ya que, como al estilo gringo, en nuestras repúblicas tropicales el escándalo de esta semana borra el anterior y se acumula una torre de desidia, y se carga uno con todo el malestar y las ganas de huir, de despertar de la pesadilla, y piensa uno en escribir sobre el gobernador del departamento insular y su crisis de credibilidad y el terrible manejo de información, y sobre los toques de queda y la relación entre seguridad y libertad, o sobre cómo en esos momentos de control, unos borrachos desconsolados expulsan a la policía de los barrios o de las playas, y sobre cómo los policías vuelven y los echan a los borrachos; o sobre cómo en estos momentos de miedo por la muerte que ronda, de hambre y de control, los proyectos de la gran hotelería, los intereses de la familia de la errática y desubicada vicepresidenta de este país, avanzan, a pesar de la irregularidad que encierran, y a pesar de que en la isla estábamos ya mamados de un millón trescientos mil turistas anuales, y de que no toleramos que ese tren atropelle todos los terrenos de bajamar, todas las playas, todo, todo lo bueno que tenemos, nuestro amor cálido, y el futuro.

No sé bien a cuál de las rapiñas referirme en agosto, y yo estoy lejos y alejada, y desecha, así que reviso las redes, y hablo con amigos, con esas antenas emotivas que tengo en el archipiélago –siempre el archipiélago–, y me sobreviene, en vez de claridad, un nudo denso y oscuro de dolor que no puedo desatar pero que consuelo así, escribiendo.

No sé bien a cuál de las rapiñas referirme en agosto, y yo estoy lejos y alejada, y desecha, así que reviso las redes, y hablo con amigos, con esas antenas emotivas que tengo en el archipiélago –siempre el archipiélago–, y me sobreviene, en vez de claridad, un nudo denso y oscuro de dolor que no puedo desatar pero que consuelo así, escribiendo así, en el mismo intento de orden en el desorden que ha sido la vida desde marzo, porque me parece imposible hablar de una sola cosa, porque el mar está revuelto y una o dos columnas precisas me parecen piedritas cuyas ondas se pierden, y hablar qué importa, y qué importa tener voz y señalar un robo en particular, y la corrupción, y la necesidad de autonomía y la relación de colonia con el Estado colombiano, y el maldito hecho conexo de avanzar la voracidad, mientras hay toque de queda y el pueblo se preocupa por qué comer o cómo consolar el calor indecible de esta temporada de huracanes, y la rabia y la impotencia, así, qué importa señalar una sola cosa, cuando al ratico aparece otra infinitamente más grave, dentro o fuera de la isla: un amigo, un familiar, tiene dolor en el pecho hace tres semanas, a otro de la nada se le deshizo el matrimonio, otro quedó atrapado en un país lejano, otro tiene depresión clínica, pero también hubo una masacre de campesinos en Córdoba y viste la sangre, y escuchaste a Francia Márquez, con una voz atormentada, decirle al Estado que es cómplice de la muerte por vender el país a la minería, y tú tratas de frenar las lágrimas, y suena Creedence Clearwater, sun is cold and rain is hard, y te preguntan si has visto la lluvia caer en un día soleado, como cuando ya la tormenta pasa, pero no, el sol es frío todavía y la lluvia dura, porque los intentos tuyos de repuntar son el grooming y el yoga y estar en silencio y no leer noticias, pero suerte, ya sabes que el hospital en la isla que amas está al borde del colapso, que la gente se ahoga y que por probabilidad conocerás a algunos de los que se ahogan y llorarás sus agonías, las de los médicos y enfermeros, y las de tantos paisanos desesperados, que dejan la piel todos los días tratando de contradecir las probabilidades de prevalecer en una isla sobrepoblada, explotada, rota. Así vive un isleño –¡mierda!–, roto, enfrentado a las ironías, bregando. Siempre, el archipiélago, y yo, sin esas islas en las que yo no puedo estar pero de las que no puedo salir, ¿quién carajos soy yo? Ahora es dizque agosto y ahora soy, sí, esta persona casi ahogada, también, estoy como es esta columna de baja saturación, porque agosto en esta realidad no es de buena bocanada, sino de evitar la asfixia. Y mientras tanto, mientras me ahogo y no escribo la pérdida del territorio, las martalucías y los franciscos y los álvaros y los londoños del país seguirán haciendo fiestas de las depresiones de los frágiles. Maldita sea. Peace out.

Cristina Bendek

Escritora, periodista e internacionalista sanandresana. Su libro Los cristales de la sal fue publicado por Laguna Libros.

 

 

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