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El colegio San José, en su segunda sede del barrio Las Delicias.

Viaje a bordo de la memoria a la Barranquilla de los años 60.

Si hubo algo que me hizo regresar siempre al país fue Barranquilla. No tanto la transformada ciudad de ahora, sino la de los años sesenta, aquella urbe bien planeada que rescatamos en nuestra mente con aguda retrospectiva, en un esfuerzo onírico por recuperar lo perdido, rebuscando entre las ruinas de la nostalgia las huellas de nuestro pasado.

Hace algún tiempo celebramos, con mis compañeros del 69, nuestros primeros cincuenta años como bachilleres y, con el ánimo de estimular su memoria, quise entregarles, de modo un poco confesional, algunas escenas que conservaba inolvidables en la mía, y que aquí comparto, obviando nombres y detalles, con ustedes.

Yo había sido, a lo largo de mi breve existencia, un estudiante de notas regulares, pésimo en matemáticas, y había perdido tiempo atrás un año de bachillerato gracias al encantamiento de varias muchachas de mi vecindario. Pero a finales del 68, cuando fuimos con el colegio a la sesión solemne en el Teatro Metro, me di cuenta de lo orgulloso que resultaba, para los padres de familia, ver a sus hijos recibir medallas por sus méritos académicos. Además, aquel acto resultaba inmejorable para que los muchachos pudieran decir a sus mayores, gracias por tu ayuda, por tu fe, por tu sacrificio, gracias por tus recursos.

De modo que, sin hacer mucha bulla, estudié como nunca durante todo el 69 y resulté, con asombro para mí y para mis compañeros, el bachiller del 6ºA. que obtuvo más medallas y terminó representando al San José en el entonces afamado concurso nacional de bachilleres Coltejer.

Mi escena del teatro Metro, encorbatado, cargado mi pecho de media docena de preseas, perseguido por profesores que me amenazaban con colgarme otras, me resulta inolvidable. Pero no es la única. De mi curso, para recordar por siempre, las mañanas dedicadas a interpretar los mosaicos musicales de la Billos Caracas Boys, con mi compañero Armando Pezzano haciendo las veces y las voces del guarachero Cheo García, conmigo como encargado de cantar los boleros nasales de Felipe Pirela, al compás de golpes de pupitre y de maracas guardadas en su interior.

Te sigo esperando, te sigo aguardando, testigo es la noche de mi padecer…

Inolvidable la tarde en que, gangoso, con la garganta irritada, me presenté a cantar rancheras en un evento del viejo colegio, frente a la Biblioteca Departamental, y no pude entonar el clásico falsete de la canción Malagueña, acompañado por el padre Arteaga, que en aquella ocasión tocaba el piano y no abrazaba su tradicional acordeón.

Mi papá —de quien había yo heredado mi pasión por la música—había visto mi desastre vocal desde una de las últimas bancas del gran salón y esperó por mí al finalizar la ceremonia. Una vez subí al taxi de regreso a casa y acomodé con vergüenza mi naturaleza a su lado, mi padre apenas sonrió comprensivo y pasó con orgullosa lentitud su brazo alrededor de mis hombros.

Del colegio, inolvidable, el programa radial Antena Mariana, el periódico Ahora y el “cadapodario” Antorcha Juvenil, para el que entrevistamos —con mis compañeros Armando Rincón y Álex Riveira— a tres estrellas del Junior, el equipo amado: Armando Miranda, Othón Alberto D’Cunha y Othón Valentin. El trabajo que hicimos después con el músico Richie Ray y su carnal cantante Bobby Cruz no pudo publicarse por falta de recursos económicos.

Inolvidable, la revista-cuaderno que editábamos a mano para burlarnos de nosotros mismos y de los curas. La escribíamos, la dibujábamos y la pasábamos de alumno en alumno, durante las horas de estudio, un solo ejemplar para decenas de lectores.

No olvidaré la cartelera extraoficial que hicimos construir a un carpintero del barrio Boston y que, colgada de una pared del colegio, confrontaba con respeto ciertas conductas y directrices. Allí divulgamos alguna vez las cartas que nos enviaron presidentes y otros políticos del mundo al responder a la pregunta ¿y qué hace usted cuando no está gobernando? Contestaron el dictador argentino Juan Carlos Onganía, el presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, un secretario de los Estados Unidos, un asesor de la Reina de Inglaterra y otros tan irrecuperables en la memoria como el contenido de sus respuestas.

Del colegio, inolvidable, el programa radial Antena Mariana, el periódico Ahora y el “cadapodario” Antorcha Juvenil, para el que entrevistamos —con mis compañeros Armando Rincón y Álex Riveira— a tres estrellas del Junior, el equipo amado: Armando Miranda, Othón Alberto D’Cunha y Othón Valentin. El trabajo que hicimos después con el músico Richie Ray y su carnal cantante Bobby Cruz no pudo publicarse por falta de recursos económicos.

Del colegio nos quedan imágenes vagas de los días de estudio y de reflexión, las izadas de bandera y las idas a misa, todo aquello que perteneció a la llamada normalidad del transcurrir cotidiano, pero nos llegan en cambio como relámpagos prolongados, momentos emocionantes que rompieron el devenir común de lo académico, desde el lunes en que no se habló sino de la llegada del hombre a la luna hasta el viernes en que mi curso glorioso ganó la recolecta de dinero en beneficio de la entonces siempre interminable catedral de Barranquilla.

El curso era también la carreta bélica de Rodrigo Bueno, el buen humor del Yuca Silva, las certeras canastas de Peter Palacio, basquetbolista, los pliegues derechitos que un Rincón orgulloso le sacaba con la plancha a sus pantalones.

A veces, en fines de semana, con él y con Riveira, extendíamos nuestra amistad a otros espacios y nos íbamos en busca de nuevos éxitos musicales a Discos Daro, en la calle de San Blas, o al Paseo de Bolívar donde comprábamos cigarrillos exóticos, cajetillas de nombres raros que despertaban la curiosidad de las muchachas en los bailes, bailes a los que llegábamos corteses y elegantes pero casi siempre de “patos”, porque nos gustaba vivir a veces la picardía de irrumpir en fiestas a las que no habíamos sido invitados.

De ese Colegio de San José no olvidaré jamás las trompadas de pecho que el cura Ángel Merino daba a cualquier congregante que se atrevía a confrontarlo. ¡Quieto ahí! gritaba, mientras hundía en el tórax del joven su puño más cerrado. Nunca olvidaré tampoco al generoso profesor de Trigonometría que me pasó porque yo era su pariente, ni al cura Espinal, apodado polilla, como él mismo llamaba a cada cero colocado en su cuaderno de notas, en provecho de nuestras ausencias evidentes, cuando él despertaba en las madrugadas, bajaba al laboratorio de Química, pasaba lista, nos hacía preguntas y nos rajaba.

—Fiorillo, tiene tres polillas. Le formulé tres preguntas esta mañana y nada me respondió.
—Pero, padre, a las tres de la mañana yo dormía en mi casa.
—Tranquilo, le haré ahora otras tres preguntas, a ver si usted anula esas polillas.

Y el que se quedó apodado Polilla fue él.

Para no olvidar la noche en que convocamos y grabamos en un estadero las groserías de nuestro arrogante profesor de Física y la mañana feliz en la que nos enteramos que el colegio lo había expulsado, dándonos la razón.

Recuerdo en clase mi lectura apasionada de Lolita, camuflada en un libro de mayor volumen, y el mal aliento de un veterano sacerdote, héroe religioso del Congo Belga, al que tolerábamos siempre sus olores de confesión, a cambio de una corta penitencia por él impuesta. Recuerdo los retiros espirituales en la Casa de Bethania, donde el cura Altamira nos hizo ver de pecado en pecado a un gran Belcebú desnudo.

Alguna vez me preguntaron que de qué había sentido nostalgia en la vida y, como pude, respondí que cuando estoy en cualquier parte del mundo, siento nostalgia de Barranquilla, pero cuando estoy en Barranquilla, no siento nostalgia de ninguna parte. Lo que tampoco es totalmente cierto porque en Barranquilla siento una profunda nostalgia de aquellos únicos, irrepetibles y benditos tiempos del San José.

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Heriberto Fiorillo

Escritor, editor y gestor cultural. Autor de La Cueva, crónica del Grupo de Barranquilla; Arde Raúl, la terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin; Nada es mentira; Cantar mi pena; La mejor vida que tuve; y El hombre que murió en el bar. Cineasta, guionista y director de Ay, carnaval; Aroma de muerte y Amores lícitos, entre otros. Es director de la Fundación La Cueva y del Carnaval Internacional de las Artes.