En El tiempo de las amazonas, –su novela póstuma, su carrera contra la misma muerte– la escritora barranquillera Marvel Moreno traza los vaivenes amorosos entre una constelación de hombres y mujeres. Entre ellos incuba un mundo donde las mujeres son convertidas en apéndices de sus esposos. Apéndice, ¿qué es? Una parte secundaria, inesencial, un elemento por añadidura.
No es una noción ajena. Al fin de cuentas, nos rige también un orden donde la mujer, se cree, fue extraída de la costilla de Adán, el primer hombre, en el Edén. Remotos como parecen, esos códigos pueden ser altamente explicativos. En términos simbólicos, Eva, de quien se supone desciende toda mujer, es percibida como algo secundario desde el comienzo de los tiempos. También como una entidad malévola, cuya libertad y deleite es necesario contener. Ella y todas sus descendientes.
Sobre uno de los hombres en esa ficción, Moreno escribe: “él conocía su propia contradicción: le encantaban las mujeres lindas y distinguidas, pero solo lo excitaban las vulgares”. Sobre otro de ellos indica que en su tiempo de estudiante en Harvard recibió la instrucción de sus colegas de no entusiasmar a la esposa en el lecho conyugal, so pena de que ésta nunca tuviera el arrebato o deseo de acostarse con otros hombres después. Escribe sobre hombres que hacen el amor ciegamente, sin preocuparse por el deseo de las mujeres, irritados por el placer femenino, asustados ante él. Lo que enardece con la querida, los paraliza con la esposa.
Hombres divididos. Enseñados a repartir a las mujeres de en tipos simplistas y poco humanos: vulgares o distinguidas. Puta en la cama, dama en la calle. Antítesis sin sincretismo. ¿De esas categorías, cuál es el equivalente masculino? La complejidad es una libertad concedida a los hombres; el binario es una forma común para leer a las mujeres. Allí también se fabrica esa palabra que se menciona una y otra vez: machismo. Una suerte de ley, con forma de embudo, que favorece lo amplio para los hombres y deja, en cambio, lo estrecho para las mujeres.
Los retratos de Marvel Moreno son peligrosamente familiares para quienes hemos sido socializados en latitudes similares a las que ella describe vívidamente. A pesar de las décadas y del momento en que escribía ella, sus descripciones siguen flotando en el aire. Esos hombres, los veo, los conozco, los intuyo, los observo. Están mirando, viviendo desde la trampa de la misoginia. El odio heredado hacia la mujer. Prisioneros de esa herencia. Aún cuando ese repudio se mezcle con devociones y deseos. Porque en este orden, lo que atrae también puede ser justamente lo que se condena.
Los retratos de Marvel Moreno son peligrosamente familiares para quienes hemos sido socializados en latitudes similares a las que ella describe vívidamente. A pesar de las décadas y del momento en que escribía ella, sus descripciones siguen flotando en el aire.
Entrenados “para nunca interesarse en lo que sienten las mujeres”. Un conflicto heredado, doloroso, familiar, antiguo. Un conflicto hacia las mujeres. Una reticencia al placer de ellas. Un desprecio hacia su desinhibición sensual. Un pavor ante el prospecto de que se comporten como ellos, gocen como ellos, escojan como ellos.
En otra escena de la novela se evoca la maquinaria de un médico que ataba a las mujeres que llegaban al hospital para dar hijos. Una vez paridas, las mujeres se encontraban atadas en manos y pies. La estrategia estaba guiada por el lema: “gozaron, ahora que sufran”. Castigar la agencia en la mujer. Porque escribe también: “pues pocas mujeres podían jactarse de vivir como se les diera la gana”; es decir, afuera del prejuicio y las asfixias: las que se tejían en torno a ella misma, y a toda su casta femenina, en Barranquilla, al final de los sesenta.
Lo que Moreno sabe hacer también, movida como está por las preocupaciones de su momento, es pincelar una de las fuentes de ese conflicto: el sexo. La sexualidad de las mujeres ha sido históricamente una gran preocupación para varones vivos e influyentes. El único molde que admite el catolicismo como figura ejemplar para las mujeres es, después de todo, la ficción de una madre virgen. No hay más. Las otras figuras son advertencias o antítesis. Que una mujer sienta placer o sea asertiva en sus deseos, es inmoral. Lo que concibe esta casta varonil es una aspiración máxima a la pureza, una versión deshumanizada de feminidad.
Se podría argumentar que aquella necesidad de sofocación parece distante. Que estamos en tiempos liberales, hipermodernos. Que no se sostiene clamar que las libertades aún se realzan de manera desnivelada. Mas el archivo de verdades comprueba que lo que se concede al varón es justo lo que puede ser condenable en una mujer. Ley del embudo, ya ves. Esas formas de creencia siguen operando en la masculinidad caribeña del mundo que conocemos.
Dirán los varones heterosexuales, adoradores de las formas de mujer, consagrados a sus conquistas y afectos, que es una desmesura hablar de odio hacia la mujer. Estamos habituados a que se minimice o relativice la misoginia que nos envuelve, es cierto. Como han proliferado tantos logros, se rebate que se pueda hablar de desigualdad de derechos. Y sin embargo esto está inscrito de otra manera. Está incrustado en lo más estructural. En el centro del asunto hay una división que resulta vertiginosamente feroz cuando se mira entiende lo que representa. Significa que los hombres son enseñados a ver en la mujer un ser necesariamente ajeno, a quien se interpreta de a pedazos. Es decir, que la mujer no es compleja y por ende, no es humana. No es par. No es, en últimas, alguien con quien identificarse.
La anécdota de la primera tentación es interesante por lo siguiente. A pesar de que la racionalidad instrumental de lo patriarcal se ha jactado históricamente por promulgar un sentido de autocontrol y un tipo de saber sin emoción, la pasividad de Adán no coincide con eso. “Pobre” Adán. Sin agencia. Sin poder. Despojado de sus sentidos por la perversidad intrínseca de la mujer. ¿No significa eso, por un lado, que la iniciativa de Eva permitió asumir humanidad? ¿Qué somos humanos porque Eva se atrevió a desobedecer y a extraerse de ese estado irreal de edén?
¿No le concede eso todo el poder a ella? ¿Es tan poderosa Eva que Adán no tiene ímpetu hacia ella? Se “deja” tentar. ¿Y la racionalidad viril? ¿Esa que tanta ha servido para argumentar que la mujer es, además, un ser irracional, que hay que guiar y domesticar? Dicha noción ha sido fundamento para un facilismo inadmisible: que los hombres no poseen dominio de sí mismos cuando se trata de las mujeres. De ese modo, parece haber en la fuente del conflicto una mixtura peculiar entre repudio y miedo. De eso está cargada esa necesidad histórica de vigilar con tanto ahínco las posibilidades de actuación y representación que han tenido las mujeres. Más allá de las leyes y transformaciones, lo que queda también son vestigios de asociación. Un aprendizaje arraigado, que tiene origen en Eva y que se esparce bajo la creencia general de que es menester dominar a las mujeres. Muchas veces es un reflejo inconsciente. Otras es una creencia maliciosa y deliberada.
En un ensayo llamado “Hombres de corazones tiernos”, la escritora norteamericana Vivian Gornick pincela el molde que selló Ernest Hemingway alrededor del amor como ente salvador. En su visión alegórica de la vida, Hemingway idealizaba a las mujeres como medios hacia la salvación espiritual, luego las condenaba como agentes de subversión. Gornick parte de eso para señalar que escritores como Raymond Carver, Richard Ford y Andre Dubus tienen como característica común una ternura de corazón. En sus visiones, las mujeres son, como ellos, compañeras ante el sufrimiento de la vida. Y sin embargo, es iluminador el momento del ensayo cuando Gornick, desmenuzando los matices, retrata a Ford y escribe: “él siente compasión por las mujeres pero no empatía. En el fondo, no le recuerdan a sí mismo”.
Una médula significativa. Ahí está una de las grandes inquietudes de Marvel Moreno también. La incapacidad de los hombres para identificarse con las mujeres. Esa brecha nítida. Esa grieta que motiva a que los hombres miren a las mujeres desde la división que las tipifica, que no las humaniza. Todavía.
Vanessa Rosales A.
Cartagenera. Escritora. Es crítica cultural especializada en historia y teoría de la estética y la moda desde la perspectiva feminista. Es autora del libro Mujeres Vestidas. Tiene un podcast llamado de manera similar (Mujer Vestida). Su segundo libro se titula Mujer incómoda. @vanessarosales_