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Mané Garrincha hace ‘pinolitas’ en el estadio Romelio Martínez ante miles de espectadores que se congregaron para ver al astro brasileño. El año: 1968. Foto: revista Vea.

‘La estrella del pueblo’, como le decían en Brasil, llegó a Barranquilla en agosto de 1968 para vincularse al equipo rojiblanco. Intentamos buscarlo, una vez más, con la esperanza de hallarlo risueño y feliz en el Caribe colombiano.

Antes de colgar una hamaca en la habitación del Hotel Majestic, ubicado en la carrera 54 con calle 54 en pleno corazón de Barranquilla, Manuel Francisco dos Santos, mejor conocido como Mané Garrincha, estuvo entrenando con Boca Juniors. Venía de terminar una temporada con Corinthians y de cerrar un ciclo glorioso con Botafogo, el equipo que le dio la oportunidad de jugar como profesional y de empezar a construir su propia leyenda. Tenía 34 años y la gloria indeleble de haber ganado dos mundiales con la selección definitiva de Brasil; los de 1958 y 1962. Y también, hay que decirlo, era pretendido por el Inter de Milán, Racing, Nacional de Uruguay, Millonarios y el propio Boca Juniors. Su pasión por el futbol era vieja.

A los diez años, cuando ya fumaba escondido, Garrincha se rebuscaba para comprar balones y seguir jugando con sus amigos en esos potreros de tierra negra alejados de todos los caminos de Dios y del progreso, en Pau Grande. “Solo teníamos dinero para las pequeñas pelotas, las grandes eran muy caras”, contaba cuando le preguntaban por esos años. Era uno más entre quince hermanos y a uno de ellos –a una de sus hermanas para ser justos– le debe su apodo: Garrincha es el nombre de un pájaro modesto, sin gracia y veloz que no mide más de diez centímetros y tiene unas patas delicadas que delatan su fragilidad. Cuando ya era un ídolo de multitudes en el mundo y lo iban a visitar, lo encontraban sin camiseta jugando en los mismos potreros y con los mismos amigos de toda su vida. Y lo normal era topárselo en un bar o en una caseta carnavalera celebrando algún triunfo reciente.

Un día, en complicidad con Joaquim Pedro de Andrade, el cineasta que lo inmortalizó en un documental, Garrincha salió a caminar por las calles de Rio de Janeiro. Iba vestido de blanco y con el mismo corte de soldado en uso de buen retiro de siempre. En principio nadie lo reconoció y se movió como uno más en el río de los anónimos. Entró a un banco y cuando salió ya estaba cercado por una cuadrilla espesa de desconocidos que lo saludaba y le pedía autógrafos. Él solo se reía. Había sido convocado a la selección de mayores solo dos años después de debutar en las canchas de Brasil y si se pudiera resumir en una palabra su actitud de vida, esa sería resistencia.

Varias veces fue rechazado por equipos, de hecho, quiso jugar en Fluminense y también le cerraron la puerta con el argumento de que no tenías las condiciones, que tenía una pierna más corta y flaca que la otra y que se veía frágil. La historia se repitió en Vasco da Gama y Flamengo. Lo que no sabían es que esa fragilidad, que nació por una poliomielitis salvaje, se convertiría en su sello definitivo y en el martirio constante de todos los que pudieron enfrentarlo. El medico de Botafogo sacaba unas radiografías y empezaba a explicar que el jugador era único y que esa gambeta tenaz, ese drible endemoniado, solo podía explicarse, en parte, por los seis centímetros de diferencia que había entre una pierna y otra. Por si fuera poco, tenía la columna en forma de ‘s’ y las rodillas torcidas hacia adentro en una comba de 60 grados. Y aunque la jugada que quedó grabada en las películas de la época, en la que siempre hace un amague y se escapa por la derecha, parecía predecible, en el fondo no lo era.

En la final de 1958, antes del partido, el lateral sueco que lo iba a enfrentar dijo que ya había estudiado los movimientos de Garrincha y eran tan predecibles, que todo estaba controlado. Lo cierto fue que, una vez en la cancha, el brasilero lo dejó en el camino todas las veces que quiso y el ridículo se hizo evidente. Esa era su historia, y esos eran sus pergaminos cuando pactó con el Junior por un valor de seiscientos dólares el partido, más el hospedaje indefinido en un hotel de Barranquilla y dos tiquetes abiertos para usar en cualquier momento.

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Garrincha y la cantante de música popular brasileña Elza Soares, la pareja del momento en el Brasil de finales de los años 60. Fotos : El Clarín y El Espectador.

La estrella del pueblo’ llega a Barranquilla

Garrincha aterrizó en Barranquilla el 19 de agosto de 1968. Aunque en el avión iban no menos de cincuenta personas, dijo que había viajado solo, con la expectativa de encontrarse con la mujer que amaba, Elza Soares, una cantante de samba y bossa nova que compartía la pobreza de sus orígenes y que había conocido después de ganar el mundial de Chile. El amor que llegó a sentir por la cantante, lo había llevado a separarse de su esposa, con quien tenía siete hijos. 

Barranquilla era un hervidero. Desde hacía días, los periódicos locales se habían encargado de soltar la noticia de la llegada del brasilero y no atinaban a acertar la fecha, por lo que aquel 19, a las 7:50 de la noche cuando el jet aterrizó en Soledad, unos dos mil hinchas que lo esperaban rompieron la reja del área divisoria y se metieron felices a la pista. Al día siguiente, 20 de agosto, tres mil aficionados fueron a verlo entrenar. Estaba ligeramente gordo, pesaba cuatro kilos más de lo usual y dijo que en poquitos días se pondría en forma. Pero lo que más llamó la atención, quizá, fue cuando comentó que tenia veinticinco días sin tocar el balón, como si llevara un calendario tachado con sus encuentros y desencuentros con la pelota.

Esa semana, ese año y esa época pertenecen a un tiempo en constante ebullición: al día siguiente del aterrizaje de Garrincha en Barranquilla, la Unión Soviética invadió a Checoslovaquia y detuvieron el florecimiento de la primavera en Praga. El jueves, 22 de agosto, llegó el papa Pablo VI a Bogotá en una visita sin precedentes. El mundo vivía ajetreado por levantamientos estudiantiles que habían hecho erupción en Paris y después se regaban sin tregua, marcando el fin (y el inicio) de una época. Los Beatles preparaban su Álbum blanco y en Barranquilla la gente esperaba el debut de Garrincha. El campeón del torneo de apertura había sido el Unión Magdalena, comandado por Alfredo “El maestrico” Arango, un goleador empedernido cuya historia se pierde, día a día, en los extraños laberintos de la leyenda. 

El partido del debut se cuadró finalmente para las 3:30 de la tarde del 25 de agosto en el Romelio Martínez. Junior jugaba contra Santa Fe. El técnico de Junior, Luis ‘el marciano’ Miloc, un ex delantero uruguayo famoso por su letalidad en el área y por su peinado de artista marcial, armó la nómina titular y decidió alinear a Garrincha como puntero derecho. Por el lado de Santa Fe, el técnico Rubén Bravo daba instrucciones especiales y les insistía a sus jugadores en el peligro que se les venía por la franja izquierda. “No lo pierdan de vista, con todo y que está gordito ese jugador es un peligro. Ojo, no cometan faltas al pie del arco”, les habría dicho antes del pitazo inicial. Edwin Castillo, el lateral al que le encomendaron la marca hombre a hombre del brasilero, solo atinó a decir: “reaparezco el domingo, preciso tocándome la difícil misión de marcar a Garrincha. Jamás he sentido tanta responsabilidad en mi vida”.

Quizás en Barranquilla y en la escuadra rojiblanca Garrincha se sintió uno más, un tipo de esquina a quien no juzgan por cosas que pertenecen al baúl intimo de su vida.

El partido arrancó puntual y las graderías del Romelio estaban a reventar. A los dos minutos los defensas de Santa Fe delataron el nerviosismo y cometieron una falta cerca al área. Garrincha cobró y el arquero tuvo que pegarse una volada peligrosa para sacar el balón. Castillo, el lateral encargado de marcarlo, padeció todo el partido con la jugada escapista del brasilero que, según el comentario nostálgico de los que estuvieron esa tarde en el estadio, se cansó de tirar centros que sus compañeros no aprovecharon. Cada vez que tocaba el balón el público se levantaba: aunque ya no era tan rápido, su dominio sobre la pelota permanecía intacto. Junior perdió 3-2 esa tarde y cuando le preguntaron a Garrincha cómo se había sentido, dijo que le gustaba el ambiente barranquillero y que presentía que iba a estar una temporada larga con el equipo.

Por esos días lo vieron tomando cerveza en la piscina del Majestic y sus compañeros de equipo de ese Junior lejano han dicho que el brasilero se sentía solo, que extrañaba a Elza y a sus hijos. A la semana del partido, un periodista con pinta de galán de cine llamado Álvaro Cepeda Samudio, se lo encontró en un estadero y lo entrevistó. Tenía una botella de ron a la mano. Ya los directivos y sus compañeros sabían que se iba porque se había enterado de que Elza no viajaba a Barranquilla. En medio de la conversación, Cepeda le pregunta:

—Entonces, ¿por qué no juega en Brasil?

Garrincha responde 

En Río no me dejan tranquilo. Yo soy mucha noticia. Yo vendo muchos periódicos y todos los días tienen que hacer una historia nueva sobre nosotros. Que si maté a Elza y me suicidé. Que si mi primera esposa me va a meter a la cárcel. Que si dejo a Elza. Que si Elza me deja a mí. A nadie le interesa cómo juego al fútbol, sino lo que hacemos Elza y yo

—Pero a usted le molesta eso?

—No, a mí no. A mí no me importa. Pero a Elza sí. Se pone muy brava cuando hablan mal de mí en la televisión. Es mejor aquí en Barranquilla.

—Cuándo viene Elza?

—Elza no viene, yo me voy. 

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El Junior de 1968: Arriba (Izq-Der): Segovia, Mario Moreno, Segrera, Mario Thull, Nelson Días y Carlos Peña. Abajo (Izq-Der): Garrincha, Serrano, Ayrton, Oswaldo Pérez y Lima. Foto: Caracol Radio.

A Carlos Ariano, el directivo tenaz y soñador que se había encargado de traerlo a Barranquilla, le dijo que no se preocupara, que se iba, pero volvía al Junior. Quizás en Barranquilla y en la escuadra rojiblanca se sintió uno más, un tipo de esquina a quien no juzgan por cosas que pertenecen al baúl intimo de su vida. “Desde la tribuna me gritaban ‘gigoló’, y aunque no sabía lo que significaba, me sonaba ofensivo, así que me dio vergüenza hablarlo con mis compañeros. Le pregunté a Elza y ella me lo explicó. Yo no le hago mal a nadie, pero no me dejan vivir mi vida. No voy a desatender nunca a mis hijas y a Nair, pero quiero compartir mi vida con la persona que amo”, comentó en otra ocasión, preguntado por la situación incomoda que vivía en las canchas de Brasil. 

Garrincha se fue y nunca más volvió. Su futuro estaba lleno de oscuros presagios: en un accidente, en el que irá de conductor, se matará su suegra y será condenado a dos años de prisión domiciliaria por conducir ebrio. La casa en la que vivirá con Elza será reventada a tiros por un escuadrón armado de la dictadura brasilera en represalia por tener amigos comunistas. El único hijo, fruto de su amor con la cantante, se matará en otro accidente en las carreteras de Portugal, quedando como otra promesa de vida sin cumplir y su relación con Elza se hundirá para siempre después de diecisiete años. Tendrá un hijo sueco que nunca conocerá. Sus huesos serán robados del cementerio y nadie sabrá su paradero. Morirá un veinte de enero a los 49 años, frito en el desasosiego y el trago. Elza también morirá un veinte de enero; solo que ella vivirá casi cuarenta años más que él. También será recordado por la FIFA como el mejor puntero de la historia. 

Todo eso pasará poco a poco, con los días que se van sumando, en la vida de Garrincha. Por ahora sigue en Barranquilla y dice que quiere volver al Junior.

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Erick Camargo Duncan

Periodista samario. Sus crónicas y reportajes han sido publicados en revistas y medios como El MalpensanteSemana Historia y Semana rural, y en otros como Revista Global, de República Dominicana y La Cuarta, de Chile. Es colaborador de la portal digital Cambio. Instagram: @erickcdun