Foto: Ludde Lorentz. Unsplash.
Diatriba contra ese sencillo pero en ocasiones complicado invento de la arquitectura.
Ahora ya no subo escaleras como Obama, ni siquiera como Biden. Gasto mucho tiempo eludiéndolas, lidiando con ellas u obsesionado con la idea de que son un invento diabólico de una logia universal de arquitectos malditos que se proponen con ellas complicarle la vida a las personas mayores, quizás con el propósito de obligarlos a que permanezcan encerrados y se mueran de aburrición.
Ante la alternativa de no poder remontarlas, de quedar paralizados frente al primer escalón, o de correr el riesgo de una mortal caída pretendiendo descender por ellas, los viejos definitivamente preferirían no salir. Pero no dejan de hacerlo, porque no renuncian a la vida antes de que ella naturalmente se extinga.
Debí haberme preparado cuando me llegó el primer aviso. Ocurrió hace más de 20 años en la Galería Casas Riegner. Estaba en el segundo piso admirando la obra de Doris Salcedo y después de un rato bajé la escalera inconscientemente, como lo hacía entonces, sin apoyarme en la baranda. En el primer piso, al pie de ella, estaba Alvaro Castaño con un amigo posiblemente contemporáneo suyo. Los dos expresaron admiración por la agilidad con la que yo había bajado la escalera. Me divirtió el comentario y les di las gracias, pensando que me creían de su misma edad.
No volví a recordarlo hasta cuando descubrí años más tarde que las escaleras no están en todas partes por casualidad o por fallas de diseño de las obras que emprenden sin suficiente estudio arquitectos descuidados. Han sido concebidas para que las personas mayores no puedan acceder sin problemas o angustias a nada que quede más arriba o mas abajo sin perder la confianza en sí mismos y en sus capacidades físicas, y tener que buscar apoyo o pedir ayuda a personas jóvenes. Por lo general esta ayuda llega acompañada de gestos de simpatía o comentarios que obligan a dar las gracias y a no pensar en el oso recurrente.
Ojalá la cola que tendré que hacer en el barrio Santa Fe de Bogotá si pasa la reforma a la salud sea en una escalera porque así tendré donde sentarme y tiempo para leer El Túnel de Ernesto Sábato.
Lo más perturbador es que los constructores o los arquitectos instalan barandas en un solo lado, cuando las ponen, sin tener en cuenta que no todo el mundo es ambidiestro o que tiene una sola pierna encalambrada. Hay diseños que podrían haber deleitado al Marqués de Sade: escaleras que ofrecen una baranda en la mitad de las gradas superiores, y que para alcanzarla hay que ascender gateando por lo menos una tercera parte de la pendiente.
Lo peor es que la demás gente utiliza las escaleras y las barandas para fines distintos a subir o a bajar. En los primeros peldaños no es extraño encontrar grupos de adolescentes cómodamente sentados en tertulia o en bullaranga, o enamorados recostados contra la baranda, besándose apasionadamente. En eventos públicos en los que se precisa utilizar una escalera para acceder a ellos generalmente los que controlan el ingreso se recuestan contra la baranda en el punto más alto y uno corre el peligro de caer de espaldas desde esa altura por no tener de donde agarrarse para dar el último paso.
Ojalá la cola que tendré que hacer en el barrio Santa Fe de Bogotá, si pasa la reforma a la salud, sea en una escalera, porque así tendré donde sentarme y tiempo para leer El Túnel de Ernesto Sábato, en el que el protagonista tiene una experiencia similar, pero no con escaleras.
Quizás es un consuelo que esto no les sucede solamente a los humanos. Un pastor alemán que acompañaba a una querida amiga ya fallecida se desnucó tratando de bajar por una escalera de caracol diseñada por un arquitecto de los Andes. Y mi socia tiene un perro que se dio tremendo porrazo bajando la escalera de su casa. Ahora, cuando quiere cambiar de piso se pone a ladrar frente al ascensor interno obligando a mi colega a dejar de hacer lo que esté haciendo para mandarle el ascensor.
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Rudolf Hommes
Administrador de empresas y economista. Fue ministro de Hacienda del gobierno de César Gaviria entre 1990 y 1994, y luego rector de la Universidad de los Andes entre 1995 y 1997. Es además columnista de varios periódicos y revistas del país.