
Antonio Celia Cozzarelli sostiene en su regazo a su nieto, Antonio Celia Maestre, en una foto familiar.
Una evocadora reseña a propósito de la biografía familiar autoría de Antonio Celia Martínez-Aparicio
Fue precisamente A orillas del mar de Salgar, donde más frecuenté a Tonino, en aquella modesta iglesita sin techo que hicieron emerger del médano, las cactáceas y los trupillos, la familia Zapata, desbrozando con rifas, contribuciones y el tesón de su raza mejíavallejana antioqueña, esa minúscula esquina del lote que donarían los Restrepo – Peláez, desalfombrando ese osario raquítico de hojas sepias, nimbo de espinas venenosas, hogar de escalopendras mesozoicas y silenciosos zarzales rotos donde se fue elevando silenciosa como una sirte, la semidestechada capillita de Santa María Virgen, sita en las faldas de los Cerros de Cupino donde con Tonino nos encontrábamos.
Desconozco las razones del por qué la segunda y tercera generación de los Celia no nos fueron tan cercanos como lo obligaría el estrecho parentesco que nos unía, habiendo sido mi tío-abuelo Attilio Marino – D’urso, esposo de Angelina Celia – Cozzarelli, mi madrina de bautizo y sus hijas Flavia y Mirella primas hermanas de mi padre Emilio Vicenzo, asunto que sería irrelevante mencionar, si esa inexplicable distancia no me premiara con poder abordar el libro de Celia Martínez-Aparicio con más objetividad y pragmatismo, desinfectándolo de emociones lisonjeras. Lisonjeras.
Diría García Márquez que “escribir un libro es parirlo”, es decir, concebirlo, embarazarse de él para llevarlo durante años en el útero del corazón, hasta que rompe fuente para buscar la luz del mundo como lo que es: un hijo con cuerpo, espíritu y la conjunción de los dos: el ser, ese por el que nos conduce Antonio Mario con anecdótica amenidad.
Si “Le style c’est l’homme”, los libros lo son también, pues con sólo verlos, palparlos, nos revelan con la forma de su cuerpo de qué están hechos y quiénes son, atribuyéndole a A orillas… una hechura que replica y anticipa en su portada, el elegante talante de un buenmozo Tonino capturado en la primera cincuentena del siglo pasado; así que fueron dos en una sola mano las que estreché con Ricardo Celia Martínez-Aparicio, cuando en las goteras de nuestro icónico Parque Washington y bajo el orballo de flores azafranadas de una acacia, recibí el fotolibro, abrazándo con su “Sprezzatura” a Tonino, feliz de saber que seguía vivo, navegando entre el velamen de las hojas blancas, y la bitácora de su vida marcada por los paquebotes y el mar.

Portada del libro de Antonio Celia Martínez-Aparicio, publicado por Editorial Maremagnum.
El perfume del afecto de Ricardo “Chelía”, bajó conmigo hasta el Parque Rosado donde anclé en su verde convento silencioso, rasgando la incómoda enagua de su celofán para palpar al libro en su cuerpo entero de mujer desnuda, sobar el cutis en su cuerpo entero de mujer desnuda, sobar el cutis de su portada, el aroma oleoso del ófset, el azuloso preciso de su espalda sobre la que caen como collares de perlas negras las palabras apretadas entre el cartón de su casco duro de buque y, sobre la botavara de su lomo suave de gato, la insignia de la Cinosura, la Estrella Polar que eligió como sello la exquisita editora Maremágnum, esa misma que siempre acompañó al inhundible Tonino en su tránsito terrenal de náufrago, salvado como un Moisés de las aguas del golfo de León y de las llamas del feroz incendio del buque “Orazio”, que fraguarían para siempre su sabio temperamento sencillo, su desapego por lo terrenal, su espíritu caritativo y su desprendimiento franciscano que le hizo comprender desde muy temprano nuestra fragilidad barbajacobiana, aceptando lo que somos: “..una llama al viento…”.
Bajo por la cincuenta y siete buscando el ferrocarril del muro medianero de piedra coralina del Country Club que ya no está, tampoco está la curveada pipa suiza del alpino Rulf Brand, otrora sito como un injerto en el portal de su casa donde lloraban heridos por los alisios de enero aquellos pinos canadienses que alfombraban con su nieve de piñoncitos los sardineles cicatrizados por las balineras de las patinetas; envejecer quizás sea buscar cosas que solo están dentro de nosotros mismos, o saber que quedan muy pocas, como el faro corrugoso del matarratón octogenario mutilado y atrapado en su jaula de cemento, que inmediatamente me reconoce y me guía con la luz lila de sus flores hasta “El Paraíso”, ese barrio que todos buscamos y en donde vivo, abriendo la escotilla para ingresar al entresijo de ese cautivador buquecito de A orillas del mar… y recorrer la monocromática entraña de su fototeca, que trasuda la nostalgia del despatriado moranocalabrés Antonio, la “Belle Époque” barranquillera de Tony y Cecilia Martínez-Aparicio y la prolífica descendencia de las cuatro generaciones de antoninos, guindadas sobre el entrechapado de roble del camarote que expele el aroma cálido y noble de la madera; ahí están, con añoranza daguerrotípica, inmortalizados entre el blanquinegro del papel fine art, los gestos; los abrazos; la familia; las sonrisas; las manos entrelazadas; los amigos; las modas; los afectos recostados en el sofá; los bodegones floridos de la hija Carla Celia, pero sobre todo, los usos y las costumbres de una élite que marcaría con su temperamento una “golden era” barranquillera, eternizada en las fotos que compendian en sus retazos esa suma de momentos infinitesimales que es la vida: fugacidad de fugacidades.

El paisaje sinfín del Caribe, en el mar de Salgar.
Migro del camarote de mi buquecito A orillas del mar de Salgar, hacia la sentina profunda de sus cuadernas donde habita su ser, para intentar aprehenderlo, enrutándome en su apacible y ameno océano de palabras que comienzan en ese muelle sin mar del natal pueblo italiano de Morano Cálabro acurrucado entre las fortificaciones romanas y la vida bucólica, cuando entre olivares, higos y cabras brotó en Don Antonio Celia-Vitola la encrucijada vital de irse o quedarse y, se fue al Brasil tras el sueño inisecular de su generación, circunnavegando medio mundo para “Fare l’ America”, la que hizo, fundando en Barranquilla “Faitala”, mientras enamoraba a Rosina Cozzarelli, su esposa; atrás había quedado forjada en hierro su primer emblema americano en el frontispicio de la casa en Ciénaga que aún pervive, y su imborrable huella de mocasín en Barranquilla.
Hijos de la prosperidad que le trajo su padre a los Celia-Cozzarelli, al haber “sbancato” l’ America, Tonino creció en abundancia, descubriendo “que nuestra naturaleza es la sociedad, donde nos sentimos más nosotros mismos”*, exaltando los valores de una petit aristocrace que contribuyó enormemente, no solo al desarrollo cultural, intelectual y material de Barranquilla, sino como esa espléndida clase aristocrática que jalona a que otras la imiten en sus estéticas y virtudes, todo esto a pesar de haber sufrido otro naufragio –ese sí, colectivo– cuando el hundimiento de la goleta colombiana “Resolute” marcó el comienzo de la Segunda Guerra, y para los italianos en Colombia el viacrucis de la estigmatización, la exclusión, marginados, ninguneados todos por la “Proclaimed List of Certain Block Nationals” de 1942, sufriendo el prejuicio y el desprecio de la sociedad que los exilió en su propia tierra, asunto que marcaría un punto de inflexión en el acontecer de la industria y el comercio de las Barrancas de San Nicolás, del que se habla poco y se escribe menos; fue entonces cuando don Antonio sintió más el arroyuelo Cosile de su natal Morano que le atravesaba el corazón, el mismo Sýbalis al que Virgilio le cantaría: “En las orillas –y aquí y allá– de la Sýbalis tuya, hacen que sus bocas parezcan de ámbar y su cabello de oro”; esta vez, en la nueva encrucijada de ir o quedarse, se quedó.
Hijos de la prosperidad que le trajo su padre a los Celia-Cozzarelli, al haber “sbancato” l’ America, Tonino creció en abundancia, descubriendo “que nuestra naturaleza es la sociedad, donde nos sentimos más nosotros mismos”
Ya no es La luz que agoniza aquella primera película del Teatro Apolo que vería Antonio Celia-Cozzarelli, sino la que fenece entre el Castillo de San Antonio de Salgar y el estuario de Bocas de Ceniza donde se acurruca como un “Rodin” la virgencita de piedra dispuesta para la Eucaristía hacia donde nos enfilamos buscando con Tonino una aspirina para el alma; ahí está, bajo el sombrero de pescador sin anzuelos, arrobado entre sus sandalias sampedrinas, el pianoforte de su sonrisa afable, su reffinata sencillez de náufrago, el hombre contricto en la hora difícil de las seis, quizás pensando con agradecimiento en el vapor “Biancamano”, que como un ángel le extendería la mano, para darle unos años más de navegación sobre la tierra.
La congregación se dispersa entre el improvisado coro disfónico de la feligresía que canta a capella: “… en la arena he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar”. Al fondo los primeros pájaros nocturnos canturrean “uhu-uhu”, “uhu-uhu”, ahuyentado a la luz sabatina de la luna almidonada que se refugia también en el pluteo de mi biblioteca donde acomodo mi buquecito de cartón, al que volveré a darle cuerda cuando enfermo de tedio pueda anestesiarme con su deliciosa amenidad, la coloquialidad de sus compresas de alivio y el anecdotario de su sinfonía primorosa.
Emilio Volpe-Darling
Escritor y poeta barranquillero.
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