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Policarpa Salavarrieta, óleo de José María Espinosa.

A propósito de la emisión de la moneda de Policarpa Salavarrieta, Contexto reproduce una columna de Gabriel García Márquez publicada en 1948 en el periódico “El Universal” de Cartagena. En ella, el joven Gabo defiende la publicación de un libro sobre “La Pola” que retrata a la heroina colombiana como una mujer “de racamandaca”.

Hace apenas cuarenta días que el escritor barranquillero, Rafael Marriaga, hizo la última revisión a las doscientas ocho páginas de su libro Una heroína de papel, y ya ha sufrido la más impenitente andanada crítica de los últimos tiempos.

En realidad, nada hay más sencillo que sentarse a escribir cien cuartillas despiadadamente iconoclastas, con el único propósito de aprovechar el río revuelto de las controversias en beneficio cantante y sonante, sin la terrena preocupación de la dignidad intelectual y del prestigio.

Pero si algo ha de salvar a Rafael Marriaga de esta tempestad editorial que se está desatando contra su obra, es precisamente su buena fe de investigador, su decorosa posición de escritor documentado que lo separan definitivamente del planfetista aparatoso, de vulgar fabricante de comidillas sin fundamento.

Una heroína de papel es, por sobre todo, un libro serio. En sus páginas transita el lector por esa gran novela de nuestra historia patria, guiado por un autor responsable que se detiene frente a cada detalle, frente a cada rincón, más o menos nebuloso, para autentificar sus afirmaciones con documentos de inequívoca autoridad. Así, por los desfiladeros de una primitiva organización social, se va asistiendo a la dramática realidad de un mundo torturado, mordido por el hambre y la rebeldía, condenando a la noche perpetua de un régimen retardatario, en el que la única heroína posible es esta tremenda y hombruna Policarpa Salavarrieta que nos muestra Rafael Marriaga.

En un instante de profunda inconformidad social como el de nuestros años coloniales nada resulta más pueril que tratar de concebir una revolucionaria de alfeñique, una conspiradora de papel dorado como la Policarpa de opereta que nos decía palabras almibaradas desde el texto de la escuela primaria.

Rafael Marriaga nos ha sacado a una Policarpa verdadera. Nada era tan falso como esa campesina rebelde, pero de maneras aristrocráticas, que despertaba en el cadalso una proclama impecable, casi poética, más propia de una literata oportunista que de una guerrillera agigantada como cualquier soldado de la época. Una Gregoria Apolinaria, hija de cualesquiera de los muchos Joaquines y Gregorias que, en el caserío de Guaduas tenían que pagar impuestos y morirse de hambre por orden del mal gobierno.

Rafael Marriaga nos ha sacado a una Policarpa verdadera. Nada era tan falso como esa campesina rebelde, pero de maneras aristrocráticas, que despertaba en el cadalso una proclama impecable, casi poética, más propia de una literata oportunista que de una guerrillera agigantada.

Lo más lógico, pues, es que Gregoria Apolinaria –como llama Marriaga a Policarpa a lo largo de la obra, sin que ello reste ni agregue nada al valor de la heroína– no tuviera trabas en la lengua para lanzar improperios a las autoridades, máxime cuando su estadía en casa de la familia Herrán y Zaldúa a quienes servía como costurera, le valió para contemplar de cerca la profunda desigualdad económica que separaba las distintas clases de aquel periodo histórico. Una mujer de nervio como aquella, que además tenía una inteligencia poco común, no podía conformarse ante aquella realidad, y tuvo que irse –para vivir su vida sin yugos de ninguna índole– a ganarse el pan de cada día en la única forma decorosa que podía ocurrírsele a una mujer consciente de las arbitrariedades del mal gobierno: dedicándose al contrabando.

Y a estas alturas, matriculada en la oposición, con un pasado de inconforme y contrabandista, estaba ya abierto el camino para dormir en los cuarteles, para montar la guardia a la puerta de las conspiraciones, y después –cuando cae en manos de un sargento bien recompensado– para desatarse en improperios, contra el mal gobierno que la lleva al cadalso, en “una firme gritería de mercado”, haciendo uso del único mundo vocabular que podía estar al alcance de una revolucionaria caprichosa y violenta, que había amamantado su rebeldía entre soldados y jayanes. Rafael Marriaga nos ha sacado a una Policarpa verdadera. Nada era tan falso como esa campesina rebelde, pero de maneras aristrocráticas, que despertaba en el cadalso una proclama impecable, casi poética, más propia de una literata oportunista que de una guerrillera agigantada

Hay que anotar, sin embargo, que el autor de Una heroína de papel hubiera podido ahorrarse las cuarenta y tantas páginas de la primera parte, a través de las cuales, y partiendo del viaje de Colón, viene dando grandes machetazos históricos, abriéndose paso por entre una enmarañada selva centenaria, que, en lugar de afirmar la unidad de la obra, la divide con una desesperada odisea, de la que el lector sale jadeante, sofocado, de haber recorrido doscientos años sin detenerse a respirar, en medio de una prosa vacilante entre la narración vernácula y la historia novelada, en la que, sin embargo, se sienten a veces los benéficos aletazos de la poesía rescatada.

Lo cierto es que, después de conocer a esta nueva Policarpa, nos preguntamos cual fue la intención de Rafael Marriaga al titular la obra. Si la heroína de papel es la Pola de que teníamos noticias antes de leer este libro, no hay nada que objetar. Pero si la intención del historiador barranquillero fue acabar de una vez por todas con la ilustre hija de Guaduas, y sin embargo, la han clarificado en todo su esplendor de heroína auténtica, ha fracasado en su propósito. Pero con ese fracaso le ha hecho un favor a la historia.

*Columna publicada el 6 de octubre de 1948 en el diario “El Universal” de Cartagena.

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