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Convendría que el Gobierno enmiende su política pública en materia de orden público y ponga sus propósitos en el marco de una visión más realista de las dinámicas del crimen, y más coherente con el ideario de la Constitución de 1991. Foto: expansión.mx 

Es ingenuo creer que organizaciones criminales que obtienen grandes ganancias de sus actividades van a renunciar a ellas porque el Gobierno les ofrece a sus miembros abrazar el camino de la legalidad.

El proyecto de la “paz total” tiene como trasfondo las paces parciales hechas durante las últimas tres décadas, que al final resultaron poco exitosas para crear un clima de concordia en todo el territorio nacional. La aspiración loable de reducir la violencia a su mínima expresión ha dado lugar, sin embargo, a una política pública que se asienta sobre unas premisas bastante discutibles. 

De partida, sus proponentes parecen ignorar que los acuerdos de paz parciales han permitido deslegitimar la violencia como medio de lucha política. Es cierto que este logro está opacado por la continuación de la acción de múltiples organizaciones criminales. Empero, no deberíamos perder de vista que las negociaciones de paz en curso no son el camino para ningún cambio fundamental en la sociedad. 

Además, los promotores de la paz total parecen creer que los fracasos de las negociaciones del pasado tuvieron que ver principalmente con la falta de voluntad de los gobiernos de turno para hacer concesiones generosas. Convendría que repasaran la historia y tomaran nota de que ningún proceso de paz será exitoso, si la guerrilla llega a la mesa con la convicción de que las negociaciones son una continuación de la guerra por otros medios. De ahí que sea necesario tomar precauciones contra las dilaciones, el engaño y la decepción de procesos anteriores como los de Caracas, Tlaxcala y el Caguán.

Todo esto quizá sea menos importante que llevar a cabo el siguiente experimento mental: consideremos qué hubiese ocurrido en Colombia si, en alguna de esas anteriores oportunidades, se hubiesen firmado acuerdos de paz con todos los grupos guerrilleros. Advertiríamos que los niveles de violencia no se habrían reducido sustancialmente. Incluso, la firma de acuerdos con la guerrilla más numerosa y fuerte, las Farc, no produjo los resultados esperados porque el Estado todavía no ha logrado llevar a cabo la tarea más importante: una profunda reingeniería institucional que le permita incluir dentro de su jurisdicción amplios territorios, que siguen siendo su periferia. Se trata de territorios urbanos y rurales en cuyas porosidades operan y se lucran numerosas organizaciones criminales violentas, y que tienen con el resto del país numerosos vasos comunicantes.   

Con o sin acuerdos con el ELN y las disidencias de las Farc, esa reingeniería es la tarea más importante que debe realizar el país en la hora presente. Si el Estado pudiera incluir en su jurisdicción amplios territorios, al ELN y las disidencias de las Farc les resultaría muchísimo más costoso mantenerse en armas. El Estado tendría entonces una posición más fuerte en la mesa de negociación. Dado que el Gobierno no va a abandonar su empeño negociador, se puede proponer como criterio de éxito que el esfuerzo de ambas partes se oriente hacia esa reingeniería.  

Incluir dentro de la jurisdicción del Estado las periferias urbanas y rurales significa asegurar la vigencia a la Constitución para que la población que habita en ellas pueda sentirse reconocida como parte de la ciudadanía, esto es, como titular de los mismos derechos y deberes que tenemos el resto de colombianos, y también como agente de su propio destino dentro del marco de las instituciones de representación y participación popular.

Si el Estado pudiera incluir en su jurisdicción amplios territorios, al ELN y las disidencias de las Farc les resultaría muchísimo más costoso mantenerse en armas. El Estado tendría entonces una posición más fuerte en la mesa de negociación.

Este planteamiento se basa en uno de los principales hallazgos del trabajo “Criminalidad homicida, capitalismo y democracia”, que publiqué junto con el profesor Jimmy Corzo en la revista Análisis Político, sobre las tasas de homicidio en Europa y en América Latina. Junto con la impunidad y la desigualdad, la confianza en las autoridades es uno los factores que más contribuye a explicar la violencia homicida. Donde hay más confianza en las autoridades, hay menos homicidios, y viceversa.  

En Colombia tenemos experiencias exitosas de inclusión dentro de la jurisdicción del Estado de varias periferias donde abundaban los cultivos ilícitos y las Farc imponían su ley. Como lo explica el experto Álvaro Balcázar, la clave en estos territorios fue generar procesos de participación de las comunidades para que escogieran los bienes colectivos que más contribuyeran a su bienestar; comunicación y acuerdos con la Fuerza Pública para prevenir el ejercicio arbitrario de la autoridad; y reconocimiento de esas comunidades mediante gestos simbólicos como la visita a sus localidades del Ministro de Defensa e incluso del Presidente. 

Nótese que esto es muy distinto a darle sueldos a los cocaleros o a los jóvenes para que no incurran en actividades criminales o salgan de ellas. Este es el modelo de incentivos individuales que usó el gobierno Santos y que produjo, contrario a lo esperado, un dramático aumento del área de cultivos ilícitos. Se requiere es de procesos y compromisos colectivos. En lugar de seguir el modelo del Premio Nóbel de Economía Gary Becker, haríamos mejor en seguir el de la primera mujer Premio Nóbel de Economía: Elinor Ostrom. Para el primero, todo es un asunto de beneficios y costos individuales; para la segunda, lo clave son los procesos de acción colectiva y empoderamiento social para resolver problemas comunes. 

Conviene agregar que es ingenuo creer que organizaciones criminales, que obtienen grandes ganancias de sus actividades, van a renunciar a ellas porque el Gobierno les ofrece a sus miembros abrazar el camino de la legalidad. Tan ingenuo como creer que la producción, distribución y comercialización de la cocaína y otras sustancias adictivas podrá ser legal en el corto o mediano plazo. No sólo es Estados Unidos quien se opone a la legalización de la droga. También lo hacen Rusia, China, Irán y los países árabes, quienes tienen una posición intransigente al respecto. 

En estas condiciones, el mayor esfuerzo debería orientarse hacia la legalización del país, no hacia la legalización de la droga. Esto quiere decir acabar con la corrupción que permite que, en las narices de muchos de los agentes del Estado (fiscales, jueces, etc.), las organizaciones criminales hagan de las suyas, lo cual, a su turno, quiere decir sancionar a muchos funcionarios públicos corruptos. 

Si, además, el Estado aumentara la capacidad de las unidades de inteligencia financiera y de policía judicial, podríamos tener un diagnóstico más claro de las operaciones de las organizaciones criminales para golpearlas exitosamente, y también a sus cómplices. El Estado podría entonces desactivar un gran número de ellas, en un momento en el cual han diversificado su portafolio delictivo. En efecto, además del narcotráfico, están en otros negocios como la minería ilegal y la trata de personas. También podría desactivar muchas otras organizaciones criminales que se dedican a comprar y revender carros, autopartes y celulares robados, crímenes que cotidianamente afectan a muchos ciudadanos.

Realizada sobre esta base, cualquier negociación con organizaciones criminales tendría más opciones de ser exitosa. Los incentivos para desarmarse y someterse a la legalidad serían más fuertes que los de continuar con sus negocios. Así las cosas, me parece que, como dice el dicho, el actual gobierno está ensillando antes de traer las bestias.

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Juan Gabriel Gómez Albarello

Abogado de la Universidad Externado de Colombia, Doctor en Ciencia Política en St. Louis (Washington University). Actualmente es Profesor Asociado del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia (IEPRI).