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Foto: Debby Hudson. Unsplash.

Por estos días muchas personas lloran el fallecimiento de sus seres queridos por culpa de la COVID-19. La autora de este texto evoca la partida, a causa del virus, de su padre —un médico dedicado a salvar vidas en uno de los frentes de batalla de la pandemia— en un relato humano y esperanzador.

“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”.

Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera.

En memoria de Nadim Said, mi querido padre,

Nunca me imagine que tendría que escribir estas palabras, pero el virus tocó a mi puerta al mismo tiempo que a la de mi padre. A él, un médico cirujano de 82 años, siempre lo vi como un luchador que había superado todas las pruebas. Seguramente la enfermedad no afectaría a mi papá, pensaba, pero al igual que otros trabajadores de la salud que día a día se arriesgan para salvar vidas en medio de esta pandemia, murió de COVID-19. Esta es la historia que nunca deseé escribir, pero lo hago en su nombre y en el de tantos otros.

Las primeras noticias sobre este virus comenzaron a resonar en mi cabeza en diciembre de 2019. Entonces me parecía algo lejano e insignificante. Durante los meses siguientes el virus hizo su marcha lenta y constante por todo el mundo y las cifras de contagiados crecían a diario, pero yo lo seguía viendo a un océano de distancia. Incluso cuando en Colombia se detectó el primer caso, en marzo de 2020, veía la posibilidad de un contagio como un caso de mala suerte, algo improbable. Al menos así me parecía en ese momento.

Barranquilla, ciudad donde vivo, no escaparía a esta realidad en 2020 y nuevamente en este 2021, desde hace varias semanas, las cifras de contagiados y fallecidos se dispararon en un agresivo tercer pico de la pandemia.

El día que mi padre —luego yo— dio positivo para el virus, derramé algunas lágrimas, pero estaba tan acostumbrada a que él se encargaba siempre de todo que mantenía mi optimismo imposible de hija. Lo logrará. Saldrá adelante. Siempre lo hace.

Él era terco pero optimista con su salud, aunque reservado con la nuestra, así que yo prefería no llamarlo, a sabiendas de que mi malestar era terrible, para no mortificarlo.

Mi papá carecía de ego y no le gustaba el permanente reconocimiento. Era carismático, con un gran sentido del humor y de la justicia, muy sencillo y nada artificial. Mi papá me enseñó a ver y a sentir, desarrolló en mí esa sensibilidad ante todo lo que nos rodea para lograr la empatía y compasión hacia el otro, y así poder vivir en armonía constante. Me enseñó que prestarle atención a alguien iba mucho más allá del simple diagnóstico médico. Era saber escuchar y entender la batalla del otro. Hacía de psicólogo, payaso… y todo para romper el hielo con sus pacientes y hacerlos sentir bien. Me enseñó que la ternura no tiene límites y que esta se convierte en una forma enaltecida de autoayuda. No hacía distinción de ‘clases’ y le era muy difícil cobrar una consulta “en línea” en plena pandemia, pues no concebía la idea de hacerlo sin examinar al paciente. Era fuerte y su fe en Dios lo soportaba. Había en él una mezcla de arabe, barranquillero y europeo.

Me enseñó a apreciar el buen cine, a ver cosas que un ojo agudo y una sensibilidad como la de él solo podían notar. Me enseñó a apreciar la buena música, a compositores, bandas sonoras y a catar un buen vino. Mi padre me hizo la vida muchísimo más bella.

El virus me robó a mi padre. Pienso que como médico sabía que se iba a ir, pero estaba tranquilo, tenía paz interior. Como muchas otras personas es uno más entre los millones de fallecidos por COVID-19, sí, pero al igual que todos ellos es mucho más que una simple cifra.

Intento, con otros recuerdos, borrar de mi mente la imagen de mi papá intubado; de pacientes solitarios en UCI, falleciendo todos los días: lo evoco  disfrutando de su medicina con pasión, a pesar de sus 82 años, ávido de conocimiento, viviendo con música en sus oídos, tarareando, silbando, o sentado a la mesa con su gran familia, que decía era lo mejor que le podía pasar al ser humano, pues desde su consultorio médico podía observar quién se encontraba verdaderamente solo por la vida. Disfrutaba del tiempo, “ese recurso no renovable, que se gasta y se va por siempre”, como diría Heriberto Fiorillo. Mi papá no tenía mucho tiempo, pero sí que lo sabía aprovechar.

El virus me robó a mi padre. Pienso que como médico sabía que se iba a ir, pero estaba tranquilo, tenía paz interior. Como muchas otras personas es uno más entre los millones de fallecidos por COVID-19, sí, pero al igual que todos ellos es mucho más que una simple cifra.

En ocasiones pienso qué habría sucedido si, contra su voluntad, lo hubiera llevado al hospital unos días antes. Pienso también en mi dolor, el de mis hermanos, el de mi madre, que quedó viuda a pocos días de cumplir 50 años de casados, sus bodas de oro.

Este sentimiento, tan dañino como inútil, nos puede invadir, pero ya nada nos puede devolver a nuestros seres queridos, así que elijo verlo como un sufrimiento compartido que nos une a los demás, elijo pensar que todos en esta vida estamos conectados en común humanidad. Que el coronavirus nos muestra hasta qué punto estamos interconectados y nos necesitamos mutuamente. Lejos de ser un virus originado en China, es un virus universal, cuya aparición guarda una estrecha relación con el maltrato al que hemos sometido a nuestro planeta.

Estos pensamientos nos inclinan en direcciones más constructivas y compasivas, es por ello que solo la gratitud debe ser nuestra gran aliada para superar estos momentos difíciles, la que nos hace sentir todavía aquella presencia agradable de quien se fue, y nos hace ver a diario lo bueno que nos dejó. Un consuelo de la pérdida, pues “el amor y la pérdida van de la mano”.

Puede que muchos lo digan con demasiada frecuencia y las frases hacia los seres queridos suenen a cliché, pero mi padre se esforzaba por ser bueno y su nobleza trascendía. La búsqueda en la gratitud de ese bálsamo consolador, ese sentimiento que nos hace más humildes y nos obliga a realmente ver la vida con atención, nos permitirá percibir cuán conectados estamos todos en este momento sobre la faz de la Tierra.

En su libro El Olvido que Seremos, Héctor Abad Faciolince escribe: ¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron al padre que quisieran tener si volvieran a nacer?”.

Al igual que otras personas que han vivido experiencias como la mía en esta pandemia, estoy segura que muchas.

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Cristina Said

Periodista, especialista en Desarrollo Organizacional y Procesos Humanos de la Universidad del Norte.