Foto: nulo. Unsplash.
En primera persona, nostalgia por el tiempo compartido con nuestros hijos que se ha marchado.
Todos me decían: “Aprovéchalos, que en nada se crecen. Aprovecha esta etapa”. Y, como suele pasar, uno escucha esos consejos pero los toma con incredulidad, pensando que aún hay mucho tiempo por delante. Creía que esos días de caos y carreras interminables durarían para siempre. Sin embargo, había momentos en los que esas palabras se colaban en mi mente y me detenía un segundo a contemplarlas.
Esas noches en vela, cuando los arrullaba en el mecedor mientras el cansancio me vencía, se convirtieron, sin darme cuenta, en recuerdos entrañables. Aunque el sueño me derrumbara, había algo en esa cercanía, en el peso de sus pequeños cuerpos contra el mío, que convertía el agotamiento en un deleite. La tranquilidad de sentir que en ese momento era todo lo que necesitaban hacía que el cansancio valiera la pena. Sabía, en el fondo, que esos momentos eran fugaces, que un día ya no estarían pidiendo ser arrullados y me aferraba a cada segundo, incluso cuando mi cuerpo rogaba por descanso.
Recuerdo también cómo, cuando eran pequeños, llegaban a nuestra habitación casi todas las noches. “Mami, ¿puedo dormir aquí?”, me preguntaban con esos ojitos soñolientos. Al principio, los devolvía a sus camas, insistiendo en que debían dormir solos, pero sabía que tarde o temprano perdería la batalla. Siempre terminaban arrastrando su colchón hasta nuestra habitación, y aunque intentaba persuadirlos, al final cedía. Nos encontrábamos todos durmiendo juntos, y esa sensación de tenerlos cerca, seguros, me daba una paz inmensa.
La rutina para lograr que se durmieran siempre incluía “un capítulo más” del libro que leíamos juntos. Salir de su cama sin que lo notaran era toda una estrategia. Ahora soy yo quien pide “un capítulo más”, sabiendo que habrá nuevas historias que compartiremos de alguna forma.
Con el tiempo, esas noches empezaron a ser menos frecuentes. En su adolescencia se encerraban en sus habitaciones, reclamando su espacio, alejándose poco a poco de esa cercanía que antes buscaban con tanta insistencia. Ahí comprendí que las trabas que les había puesto tantas veces eran una tontería. Esos momentos compartidos fueron fugaces y de repente ya no estaban allí, ya no pedían dormir cerca. Entendí que era parte de su crecimiento, de su propio viaje.
El día que dejé a mi hijo menor en la universidad fue un punto de inflexión. Al regresar a casa, paré en un supermercado pues la nevera estaba vacía. Como siempre, comencé a llenar el carrito con comida pensando en los chicos: lo de siempre, incluso la chatarra que solía colar de vez en cuando. Me dejé llevar por la costumbre, por esa rutina que durante tantos años formó parte de mi vida. Pero al mirar el carrito, con los ojos llenos de lágrimas, me di cuenta de que ya no había a quién comprarle todo eso. ¿Para quién es esta comida si en casa ahora solo somos dos?, me pregunté. Por un momento la nostalgia me invadió. Sin embargo, mientras devolvía las cosas a su lugar, me di cuenta de algo importante: seguía aquí, con salud y con una vida llena de propósitos. Aún quedaba mucho por construir y disfrutar. Aunque el nido ahora estaba más vacío, todavía había espacio para nuevas ideas, proyectos y momentos que daban sentido a esta nueva etapa.
Es cierto que los hijos se van, pero la vida sigue llena de historias, pues al final, ¿qué es la vida sino esos momentos que uno quiso vivir intensamente, aquellos que nos quedan grabados para siempre?
La casa está más tranquila y ahora hay mas tiempo. Este nuevo capítulo se presenta lleno de posibilidades. Aunque las cuentas siguen llegando y los estudios aún deben pagarse, afronto estas responsabilidades con mayor serenidad, sin perder de vista la importancia de conservar la alegría en todo lo que hago. A menudo, como adultos, tendemos a restarle el disfrute a nuestras tareas, olvidando que lo esencial no es solo cumplir con ellas, sino hacerlo con propósito y satisfacción. Un buen momento para redescubrir pasatiempos, retomar proyectos que quedaron en segundo plano y reinventar la casa, llenándola de nuevas ideas y planes diferentes.
Y sí, vivir en un nido vacío puede sentirse repentino y desafiante después de dedicar tanto tiempo a la crianza y cuidado. Un cambio importante en la vida diaria, en nuestros roles y sentido de identidad que a menudo podrían causar un sentimiento de pérdida y dolor, un duelo que se acepta, se reconoce y se abraza lleno de recuerdos que se convierten en una brújula interna y que nos llama a redireccionar nuestra vida.
Es cierto que los hijos se van, pero la vida sigue llena de historias, pues al final, ¿qué es la vida sino esos momentos que uno quiso vivir intensamente, aquellos que nos quedan grabados para siempre?
Aceptarla y utilizarla, pues este viaje es lo que uno hace y recuerda. Después de todo, esto no es el fin de nada, sino el inicio de una etapa nueva, en la que debemos vivir presentes porque cada momento que pasa es una posibilidad, un milagro en sí mismo.
Cuando regresé a casa después de dejarlos instalados en la universidad, el silencio me envolvió. No era solo el de una casa vacía, sino el eco de una vida que había cambiado para siempre. Al abrir la puerta, noté la ausencia del bullicio que, aunque a veces me exasperaba, llenaba la casa de vida, incluso con ellos encerrados en sus habitaciones, pegados a las redes sociales. Ahora los cuartos estaban cerrados y el vacío era palpable. Caminé hacia sus habitaciones, como esperando aún escuchar alguna risa o conversación. Al abrir las puertas, todo estaba en su lugar, intacto, pero sin ellos. El tiempo parecía haberse detenido. Sentí tristeza por lo que fue, pero una inmensa gratitud por haber sido parte de ello.
Me senté en una de sus camas y en ese momento el peso de los años pasados cayó sobre mí. Recordé tantas mañanas a las carreras y noches despierta esperando a que llegaran, que ahora parecían tan lejanas. Me preguntaba si había hecho lo suficiente, si les di todo lo que necesitaban para enfrentar el mundo allá afuera, la transición hacia una nueva etapa de libertad y búsqueda de oportunidades, ya lejos de mi cuidado constante.
A mis hijos siempre les digo: “Que tus ganas de regresar a casa siempre sean como las de Ulises”. Porque mis amores, como Ítaca esperó a Ulises tras su largo viaje, esta casa siempre los estará esperando. No importa cuán lejos vayan, las aventuras que vivan o el tiempo que pase, aquí siempre tendrán un lugar al que volver. Este será su refugio, donde encontrarán la calma después de sus batallas. Siempre seré Ítaca, esperándolos con los brazos abiertos para que al final de cada travesía regresen al lugar donde su historia comenzó.
Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártelos en redes sociales.
Cristina Said
Periodista, especialista en Desarrollo Organizacional y Procesos Humanos de la Universidad del Norte.