El termómetro democrático en Colombia y América Latina luce mal.
Recientemente un colega de Costa Rica me contaba que una historiadora nicaragüense le envió unos libros de su autoría y en la aduana de Managua, los funcionarios de turno, al percatarse de que en uno de ellos aparecía la palabra “política” en su título, retuvieron las obras e iniciaron una investigación para determinar si esta profesora podía resultar un peligro para la sociedad (Ley antiterrorista) y desestabilizadora del régimen orteguista. Este país centroamericano anda en el peor de los mundos ante la pobreza creciente y la tenaza represiva contra la población que ha impuesto el otrora “revolucionario” Daniel Ortega.
A decir de Fernando Giraldo, ya desde antes de la pandemia la democracia latinoamericana estaba en jaque ante las protestas y reclamos ciudadanos que buscaban mayor inclusión social y participación política luego del ascenso al poder de líderes de corte populistas.
En El Salvador, el actual gobierno brilla por su autoritarismo. Ni qué decir de Brasil y Venezuela, donde sus gobernantes intentan por todos los medios de moldear el país a su “imagen y semejanza”, irrespetando con ello la institucionalidad y las libertades ciudadanas.
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En Colombia se asume que tenemos una democracia sólida. Sin embargo, observamos con preocupación cómo el gobierno de Iván Duque, a semejanza de algunos países latinoamericanos, parece no tener límites en su pretensión de cooptar todos los órganos de control y las esferas de lo público, socavando con ello los pesos y contrapesos consagrados en la Constitución de 1991.
En México, según el Baker Institute for Public Policy, la meta de López Obrador de consolidar un poder político más centralizado puede socavar la democracia e incidir en un aumento de la corrupción en el país.
En Colombia se asume que tenemos una democracia sólida. Sin embargo, observamos con preocupación cómo el gobierno de Iván Duque, a semejanza de algunos países latinoamericanos, parece no tener límites en su pretensión de cooptar todos los órganos de control y las esferas de lo público, socavando con ello los pesos y contrapesos consagrados en la Constitución de 1991. Las garantías para el ejercicio de la oposición brillan por su ausencia cuando la aplanadora de su partido y las mayorías en el Congreso desconocen la legitimidad de la protesta social o los reclamos de los pueblos indígenas. Pareciera que estuviésemos regresando a los años del Pacto de Coalición en donde no se escuchaba ni permitían espacios de participación a los que no fuesen liberales o conservadores.
Conviene repasar a Roitman, para quien la democracia es válida cuando política, económica y culturalmente responde a las grandes demandas de la población y da soluciones a sus problemas. Esta supone también inclusión social, aplicable a Colombia, uno de los países más desiguales del mundo. Chile, en contraste, hoy nos da un ejemplo esperanzador al tramitar sin estigmatizaciones las demandas ciudadanas.
Recordemos a Michael Reid (2007), quien anota cómo la historia de América Latina desde la independencia alterna la esperanza con la desesperación, el progreso con la reacción, la estabilidad con el caos, la dictadura con la libertad.
En un régimen presidencialista como Colombia, con mayorías parlamentarias y un gobierno cada vez más desconectado de los reclamos ciudadanos, la democracia corre riesgos. Nos queda estar atentos a que no terminemos haciendo trizas la democracia so pretexto de asumir la excepcionalidad que supone un manejo eficaz de la pandemia.
Roberto González Arana
Ph.D en Historia del Instituto de Historia Universal, Academia de Ciencias de Rusia. Profesor Titular del Departamento de Historia y Ciencias Sociales, Universidad del Norte.