Los vándalos y los héroes ya triunfaron, al menos por ahora: lograron imponer su lógica binaria y simplificadora a un país que quiere trabajar, que exige reformas y que reclama vivir con dignidad.
Estamos viviendo el tercer acto de un drama con impredecible desenlace. No obstante, los actores y la puesta en escena son las mismas de 2019 y 2020: malestar ciudadano, vandalismo, represión policial y un gobierno a la defensiva.
Primero fueron las protestas de noviembre de 2019. El icono de las mismas fue Dylan Cruz, un joven de 18 años asesinado por un agente del Esmad. Luego vino el intermedio de la pandemia, y aunque el mundo se puso en pausa, en septiembre de 2020 vino el segundo acto del malestar. El icono fue otro ciudadano asesinado por la Policía: Javier Ordóñez.
El 28A vino el tercer acto, provocado por una en apariencia bienintencionada reforma tributaria que fue incubada en escritorios de tecnócratas y presentada en el peor momento, cuando el hambre y la frustración no quieren saber nada de bumerangs solidarios ni de caprichos burocráticos, menos aún cuando los toques de queda no dejan ni trabajar.
Los tres actos han sido acompañados por cacerolas desde los balcones, un gesto menos osado, pero igual de enojado en un país tradicionalmente resignado. En los tres actos la batalla campal se ha librado entre los vándalos y quienes se creen héroes porque portan un uniforme estatal. Ambos son sujetos con rostro cubierto, fanáticos de una guerra fratricida, aupados y justificados de sus desmanes por sus incondicionales y que se juegan la vida en la lucha por un orden que han convertido en un fin en sí mismo.
Y así, vándalos y héroes son el centro de atención, casi el único, de gobernantes y legisladores que no quieren reconocer su responsabilidad. De los periodistas que pasaron de entretenernos todas las tardes sin excepción con números de infectados, hospitalizados y camas disponibles y ahora son incapaces de ver algún significado tras los vidrios rotos y las fachadas incineradas. Vándalos y héroes son también el foco de ciudadanos despistados o histéricos de ese virus de desinformación y alarmismo que son las cadenas de WhatsApp.
La oposición, los organismos de control y la comunidad internacional asisten como espectadores impávidos ante lo que ocurre en estas noches tenebrosas. Mientras la oposición propone, sus interlocutores hacen oídos sordos: han gobernado con la lógica amigo-enemigo y no parecen dispuestos a reformularla justo cuando sienten pasos de animal grande. Los organismos de control presencian lo ocurrido con la benevolencia de quien devuelve el cariño burocrático con una mirada pusilánime. Y la comunidad internacional ve aterrada cómo un país que en los últimos años logró el milagro de desmovilizar y juzgar a miles de combatientes, ahora su fuerza pública trata a los manifestantes –o simples transeúntes– como el nuevo enemigo a vencer.
La oposición, los organismos de control y la comunidad internacional asisten como espectadores impávidos ante lo que ocurre en estas noches tenebrosas. Mientras la oposición propone, sus interlocutores hacen oídos sordos: han gobernado con la lógica amigo-enemigo y no parecen dispuestos a reformularla justo cuando sienten pasos de animal grande.
Los sucesos de la última semana han develado una Colombia con una profunda fractura social.
Pero lo cierto es que lo más importante que está en disputa en este drama interminable es el guión del proceso electoral de 2022 de un lado, y el de la definición de qué se programa y qué no en el teatro Colombia. El oportunismo de siempre, el populismo y las teorías delirantes que quieren imponer la agenda electoral no merecen, por ahora, mayor ilustración.
Pero el guión de los tres actos sí merece unas líneas: el país está atravesado por una grieta moral que tiene raíces históricas y amenaza hoy la convivencia pacífica como en la víspera del 9 de abril de 1948. La grieta consiste en una banalización de la violencia según la cual los muertos son una estadística y solo merecen reconocimiento siempre y cuando sean afines políticamente, como en La Violencia. Los demás, “por algo sería” que los mataron (y quizás hasta se lo merecían).
No repararé en el evidente cinismo de seguir justificando la violencia a la vista de las decenas de muertos de estos días y que no han merecido ni siquiera el calcado pronunciamiento presidencial, sino su fatal consecuencia: nos acostumbramos a mirar con esta lógica los problemas que el país debe resolver. Por eso la reforma tributaria y la reforma policial, por ejemplo, son solo dos escaramuzas que vándalos y héroes no están dispuestos a perder. Retroceder nunca, rendirse jamás es su consigna.
La batalla campal seguirá, pero los vándalos y los héroes ya triunfaron, al menos por ahora: lograron imponer su lógica binaria y simplificadora a un país que quiere trabajar, que exige reformas y que reclama vivir con dignidad. A menos que el Gobierno escuche –esta vez sí– a las mayorías enojadas y tome distancia de los héroes que no lo son y que los manifestantes aíslen a los vándalos, este drama terminará en tragedia.
Iván Garzón Vallejo
Investigador visitante en la Universidad Complutense de Madrid. Su más reciente libro se titula: Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano (Ariel, 2020). @igarzonvallejo