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La exótica flor del flamboyán, fotografiada en La Junta, municipio de La Guajira.

Tabachín, flamboyán, o árbol de fuego, son solo algunos de los nombres que en Centroamérica y el Caribe recibe este vistoso árbol. Del continente africano a América, este es el viaje de la acacia roja.

Un cielo de un azul diáfano; una luminosidad incandescente y sin límites; una acacia roja florecida.

Estos tres elementos pueden hallarse juntos, componiendo exactamente el mismo paisaje, en el campo visual de una persona situada en una calle de Barranquilla y en el de otra situada en una calle de Bamako, capital de Malí, África. Es más: los dos paisajes pueden ser intercambiados, sustituyendo el uno por el otro, sin que ninguna de esas dos personas advierta que se ha registrado la menor alteración en el panorama que tiene delante de sus ojos.

La identidad del tono del cielo y de la luminosidad se debe a la similitud de la posición geoastronómica de las dos ciudades. Ambas no sólo se encuentran en la zona intertropical, sino en una latitud próxima: Barranquilla, a 10°58’6.7’’ de latitud norte, y Bamako, a 12°39’0’’ de latitud norte; estos es, a menos de dos grados sexagesimales de distancia entre sí. El tercer componente común, la acacia roja, es el resultado de la intervención humana, pero también en parte de esta cercanía latitudinal.

La acacia roja es originaria de África, específicamente de los densos bosques subhúmedos de Madagascar, el gran país insular ubicado al este de ese continente, en el océano Índico y junto al canal de Mozambique. Allí fue descubierta por el naturalista y botánico checo Wenceslas Bojer, en 1820, cerca del pueblo de Mahavelona, en la costa nororiental de la isla, donde los nativos la llamaban “tanahou”. El profesor Bojer fue el primero en elaborar un dibujo y una descripción de esta especie vegetal, a partir de los cuales el botánico inglés William Jackson Hooker publicó un registro de ella en 1829 en la legendaria revista The Botanical Magazine, editada en Londres. Hooker la designó como superb Poinciana y luego como Poinciana regia, denominaciones en que Poinciana corresponde al género. Pero una década después, en 1836, el estadounidense Constantine Samuel Rafinesque, en su obra Flora Telluriana, determinó que la especie no pertenecía al género Poinciana, de modo que le estableció uno nuevo, Delonix. Fue así como quedó fijado el taxón exacto de la hermosa y exótica especie africana: Delonix regia.

El profesor Bojer la llevó de Madagascar a la isla Mauricio, a 900 kilómetros al este. A partir de entonces, fue introducida en otros países de la región afrotropical, incluidos varios de la costa opuesta, esto es, de la costa occidental –que es bañada por el océano Atlantico–, así como en países de Asia y Oceanía. Posteriormente, sus semillas fueron propagadas por los viajeros en otras áreas tropicales y subtropicales del mundo entero, donde es cultivada principalmente como especie ornamental.

Su africanidad queda evidenciada en su relación con la música. En varias partes del gran Caribe, su fruto, que tiene la forma de una larga vaina leñosa de color castaño oscuro, se emplea directamente a modo de maracas, ya que contiene numerosas semillas duras.

En América está presente en los países de la zona tórrida y en los más próximos, tanto al norte como al sur, a esta última. No hace falta decir que en todo el Caribe, desde México hasta las tres Guayanas, es abundante: constituye uno de los trazos más emblemáticos y coloridos de su flora. En la variopinta habla de la región, el árbol recibe distintos nombres comunes, que forman una red lingüística tan tupida como su propio follaje: tabachín en México; flamboyán en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana (algunos dominicanos lo llaman también framboyán); malinche en Nicaragua y Costa Rica; árbol de fuego en El Salvador; flamboyant en Guyana, Surinam y Guayana Francesa; royal poinciana en San Cristóbal y Nieves (país de las Antillas Menores donde su flor es la flor nacional), y acacia roja, o acacia a secas, en Honduras, Panamá, Colombia y Venezuela.

Su abundancia, me explica la botánica bogotana Marcela Celis, quien es doctora en ciencias biológicas y actual profesora del Departamento de Química y Biología de la Universidad del Norte, se debe a su alta condición decorativa. “Como es un árbol bonito, es mucha la gente que quiere tenerlo”, dice. Y agrega: “Es un árbol muy carismático”.

Su africanidad queda evidenciada en su relación con la música. En varias partes del gran Caribe, su fruto, que tiene la forma de una larga vaina leñosa de color castaño oscuro, se emplea directamente a modo de maracas, ya que contiene numerosas semillas duras; y en otras, como Cuba y Puerto Rico, son sólo sus semillas las que, extraídas, se usan como relleno de los globos de las maracas fabricadas con otros materiales vegetales. Además de ello, hay que recordar que, a finales de la década de los años 60 del siglo pasado, cuando el gran músico dominicano Frankie Dante –nacido Lenin Francisco Domingo Cerda– fundó en Nueva York la que sería una de las grandes agrupaciones salseras de todos los tiempos, no encontró otra palabra más melódica para bautizarla: Orquesta Flamboyán.

 

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Una acacia roja en su máximo esplendor. Foto: Luis Felipe Lins. Unsplash.

No se sabe con exactitud cuándo llegó a Colombia, pero debió de ser entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En nuestra Costa Caribe, según el Catálogo de plantas y líquenes de Colombia (Universidad Nacional de Colombia, 2016), se encuentra en cuatro departamentos: Atlántico, Bolívar, Córdoba, y San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Pero Marcela Celis, que es una de los tres editores de este libro, me aclara que ese dato tal vez se deba a la falta de registros, pues ella cree ahora que, salvo en La Guajira, debe hallarse en toda la región.

En Barranquilla, es frecuente que uno se tope con su espectacular figura –a un tiempo potente, elevada, delicada y espléndida– en parques, antejardines y canteros situados en los retiros frontales de casas y edificios. Sus racimos de flores de un brillante rojo anaranjado y sus hojas compuestas que se dirían bordadas con fino primor son lo que se roba la vista. “En esta ciudad, hace parte de la vegetación aquí predominante, que es la de bosque seco tropical”, señala la profesora Celis.

De ahí que resulta explicable que, en la obra de una poeta siempre atenta a la naturaleza de su entorno natal como Meira Delmar, la acacia roja aparezca con recurrencia. Desde algunos de sus poemas tempranos publicados en la revista Vanidades en 1937 hasta textos en prosa escritos a finales de la última década del siglo XX, este motivo vegetal recorre su trabajo en libros como Sitio del amor, de 1944; Secreta isla, de 1951, y Alguien pasa, de 1998. En su visión de la acacia roja, una imagen se impone, la misma que ya recogen algunos de los múltiples nombres vernáculos que el árbol tiene a lo largo y ancho del mundo: la imagen de la acacia como fuego. “En las acacias / mayo teje y desteje / su llamarada”, dice. En otros versos, habla de “la hoguera tenaz / de las acacias”. Y en una prosa en que evoca los días lluviosos de junio, observa: “Las acacias (…) están ahora plenas, encendidas: se las mira de lejos, al crepúsculo, y parece que ardieran”.

Y en efecto, las flores de la acacia roja brotan en junio y se mantienen hasta septiembre. De hecho, por estos días he visto bastantes ejemplares ya parcialmente florecidos en diferentes barrios del centro y norte de Barranquilla. Qué hechizante resulta su conjunción de luz y de sombra: su espeso follaje, en el que las flores irradian un resplandor al rojo vivo, despliega al mismo tiempo, debajo de él, una amplia zona de densa opacidad que ofrece amparo y frescor a los transeúntes.

Joaquín Mattos Omar

Santa Marta, Colombia, 1960. Escritor y periodista. En 2010 obtuvo el Premio Simón Bolívar en la categoría de  “Mejor artículo cultural de prensa”. Ha publicado las colecciones de poemas Noticia de un hombre (1988), De esta vida nuestra (1998) y Los escombros de los sueños (2011). Su último libro se titula Las viejas heridas y otros poemas (2019).