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“El optimismo es la gasolina que guía cada una de las luchas en las que he estado”, afirma Kamala Harris, candidata a la vicepresidencia por el Partido Demócrata.

Retrato de la mujer candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos que incomoda al poder del hombre blanco, republicano y patriarcal.

Es la imagen de una mujer en blanco y negro. Aparece sentada, cruzada de piernas, el mentón sobre una de las palmas, expresión sonriente, vestida con un traje oscuro y tacones negros. A la distancia, detrás de su figura, se lee el signo que es el obelisco blanco del Monumento a Washington. Con esa fotografía apareció la portada para la edición de noviembre de la revista Elle —las letras del título de la publicación un contraste encendido, violeta. La mujer es la senadora Kamala Harris, y en los próximos podría ser la primera vicepresidenta estadounidense.

En la historia del mundo, la apariencia se ha fabricado como asociada a lo femenino, mientras que a lo masculino le ha correspondido una asociación con el poder. Conforme este binario ha ido modificándose, sus codificaciones respectivas se han complejizado, pero aún persisten muchas de sus asociaciones inconscientes. Las mujeres en el poder político ocupan más espacio pero se sienten aún como intrusas en una estructura que fue construida sobre su deliberada exclusión. En una larga tradición occidental donde las estructuras del discurso público y el poder político han sido construidas para hombres y no para mujeres, las que sí transitan o han figurado en esos campos han desplegado allí apariencias que permitan una especie de “neutralización” a su mera presencia disruptiva. Los trajes han sido para tantas mujeres que ejercen una figuración pública, un tropo recurrente.

Una invención moderna, fruto del siglo XVIII, el traje ha sido desde entonces el esqueleto mismo de la vestimenta masculina. Sus características y fundamentos dan cuenta de cómo ésta se ha entendido en función de la sobriedad y no del ornamento. Las premisas que lo definen dan cuenta, además, de cómo se ha entendido la masculinidad en sí, en muchos aspectos. Una muestra de cómo las expresiones estéticas pueden materializar asuntos de fabricación social. Como otras mujeres en la esfera política, Harris los usa con frecuencia. La imagen en Elle, las fotografías recientes, recogen algunos lemas en la estética que la senadora ejerce.

Desde que en agosto el candidato presidencial Joe Biden la anunció como su fórmula vicepresidencial, Harris ha integrado en sus apariciones públicas de campaña otro elemento tan emblemático como los trajes que lleva: los tenis Converse, los Chuck Taylor. En una aparición reciente en Milwaukee, la senadora apareció descendiendo de un avión con una versión más desenfadada del traje de poder, con jeans oscuros, chaqueta azul náutica profunda y unos Converse negros. La agilidad en los movimientos que suele ser concedida al cuerpo por los zapatos deportivos le otorgaba una fluidez, una libertad en la andanza, una gestualidad que podría decirse conjuga y sintetiza dos aspectos fundamentales que se inscriben en su figura: los trajes como símbolo de poder tradicional, los tenis como signo de poder popular. La consigna atemporal Power to the people, utilizada también en los sesenta, durante convulsiones sociales y políticas en los Estados Unidos, en las luchas que encarnaron movimientos como los Black Panthers, parece restituirse en las símbolos que también se articulan en Harris.

 

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Kamala, vestida de traje para la portada de la revista Elle. Su presencia en la Casa Blanca marcará un hito en la historia política del país del norte.

Kamala Harris evoca, precisamente, la posibilidad de otro tipo de poder, el que reclama el mundo ahora, el que reconoce como vencido el modelo de la virilidad blanca, de lo que también podemos asociar al poderío patriarcal en sus más oscuras instancias —dominio, exclusión, ausencia de emoción, anti-intelectualismo, culpabilización, conspiración, simplificación, conservatismo, opresión.

La académica Mary Beard ha analizado cómo aún hoy, en nuestros tiempos de progreso, no sabemos todavía cuál es la imagen de una mujer en el poder. Salvo a que “es similar a un hombre”, la imagen de la mujer poderosa sigue estando ligada precisamente a aquellas, escasas, que al ocupar roles encumbrados, han recurrido a los trajes, los pantalones y a las formas masculinizadas que les permitan existir en una estructura que ha sido codificada precisamente como masculina. ¿Cómo es lo femenino en el poder?

Si pensamos, por ejemplo, en los despliegues de la pandemia, algunos de los liderazgos más notorios no han sido sólo de países gobernados por mujeres, sino también de hombres que han ejercido actitudes codificadas históricamente como “femeninas”: emoción, empatía, cuidado, credibilidad al conocimiento y la experticia, consideración. Jacinda Arden en Nueva Zelanda, notoriamente, pero también el gobernador Andrew Cuomo, en Nueva York. No es el género el factor determinante sino la forma en que se ha codificado lo masculino y lo femenino en el poder. Y Kamala Harris evoca, precisamente, la posibilidad de otro tipo de poder, el que reclama el mundo ahora, el que reconoce como vencido el modelo de la virilidad blanca, de lo que también podemos asociar al poderío patriarcal en sus más oscuras instancias —dominio, exclusión, ausencia de emoción, anti-intelectualismo, culpabilización, conspiración, simplificación, conservatismo, opresión. La naturaleza de las estructuras predominantes explican también que Harris vaya de segunda a un varón blanco también, pero su presencia y el prospecto de su elección es una poderosa subversión. Sucede algo similar con Alexandria Ocasio-Cortez. Es un tema de incomodidad. De representación. De inquietar al estamento que se aferra, sofocado, confiado, a las formas insostenibles de poder. ¿Qué puede ser más inquietante para ese estamento que una mujer, de color, con ideas de justicia social francamente radicales? La narrativa de estas mujeres en el ejercicio político incuba una revolución. Empieza a transformar la imagen del poder.

Harris, quien nació en 1964, en Oakland, es la primera mujer surasiática y la segunda mujer afroamericana en ejercer como senadora estadounidense. Es hija de inmigrantes. Su padre, jamaiquino, profesor en la Universidad Stanford. Su madre, científica, especializada en cáncer, de la India. El amor de la pareja, sus oficios, sus nociones políticas, florecieron en Berkeley, en los sesenta. Así, en la historia de Harris está también inscrita esa vertiente libertaria sesentera, con espíritu californiano, de utopía, avance, pluralidad y progreso. Sus propios estudios en ciencia política fueron en la Universidad de Howard, una institución históricamente afroamericana, fundada en 1867. Es abogada de Hastings College of the Law. Fue fiscal del distrito de San Francisco, acumula unas dos décadas de experiencia y se le conoció por su severidad ante casos de violencia de pandillas, tráfico de drogas y abuso sexual. También rehusó respaldar la ley que prohibía el matrimonio igualitario, contribuyendo con ello a su revocación. Sus enfoques, en vez de asumirse como enteramente transgresores, ponen el foco en objetivos específicos —reformas migratorias, incremento de salarios mínimos, protección de derechos reproductivos femeninos, reformismo de justicia social. Se ha denominado a Harris como a una “pragmática moderada”, ella misma se ha percibido como una especie de punto de confluencia posible entre progresistas y moderados, pero hay medios y plataformas, conservadoras, que la perciben como “radical”.

 

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Las ideas de Harris resultan incomodas para el poder blanco Republicano tradicional. Por el contrario, su apariencia en ocasiones relajada, como cuando usa sus Converse (foto), denota la mayor de las comodidades.

Políticamente, Harris es incómoda porque sus ideas son mixtas. Los sectarismos sospechan de las convergencias. En tiempos de dicotomías efervescentes, donde prolifera un bipartidismo hecho más febril por las polaridades que hoy halan las dinámicas del discurso público digital, la posibilidad de ocupar intersticios, de conjugar ideas de distintos frentes, se percibe como tibieza, como inconsecuencia, sospechoso como mínimo. Pero la mixtura en Harris habla sobre convicciones políticas que no necesariamente están puestas al servicio de la rigidez que entrañan los apegos feroces a partidos políticos. Sus estrategias económicas, por ejemplo, no pretenden convulsiones drásticas sino la consolidación de políticas incrementales y paulatinas, focalizadas sobre todo en grupos que han sido históricamente marginados: mujeres, gente de color, estadounidenses de clase trabajadora.

En la entrevista con la revista Elle enunció cuál es su sentido de la justicia: “se trata sobre la libertad, sobre igualdad, sobre dignidad”. Se le han reclamado falacias ante sus ejecuciones en asuntos policiales durante sus tiempos como fiscal, pero como todo aquel que ejerce en el campo político, Harris no está exenta de falacias o momentos cuestionables. El asunto es que por ser mujer se le reclame de una manera asimétrica. Cierto es que lo que hace incómoda a Harris es lo que invoca su tipo de poder: que piensa en los márgenes, en el cuidado, en las mujeres, en el pueblo. Que es la señal de lo distinto, hija de inmigrantes, sangre surasiática, afroamericana, las subjetividades que no han sido parte del poder tradicional. Power to the people es una consigna que encarna justo lo opuesto a aquello que tuvo estos cuatro años a Trump en la presidencia. Su estilo político se observa estéticamente en la conjugación de la sobriedad que entraña el traje y la frescura de los Chuck Taylor. Éstos pueden ser asociados además a una noción masiva y americana de unidad, usar esos tenis, independiente de la raza y la extracción social, un icono de la cultura compartida ampliamente.

¿Cómo es lo femenino en el poder? A comienzos de octubre, en el debate vicepresidencial con el candidato republicano Mike Pence, Harris desplegó un estilo magistral de argumentación, respuesta y defensa. Presentó hechos y resultados. Apeló al sentido de humanidad para explicar las consecuencias de lo que sería una victoria de Trump, en derechos médicos, por citar un ejemplo. Fue enfática en no dejarse silenciar mientras hablaba. Fue contundente sin perder el tono de reflexividad. No permitió que el vicepresidente Pence pisara sus palabras. Cuando la voz femenina se enuncia en el radar público, en la retórica política, en el debate visible, es común la escena del varón que insiste en imponerse sobre las palabras femeninas porque aprendió, como todos, a percibir esa voz (femenina) como una intrusa en los designios del poder. Harris demostró su contundencia y su vigor, sin incurrir en balbuceos del tipo en que es experto Donald Trump, adorador de consignas incendiarias, conspirativas, acusatorias, viscerales, sin sustentos fácticos.

La tensión ardiente en la política actual estadounidense marca una aguda contradicción, propia de ese contexto. Estados Unidos es, después de todo, la tierra de praderas y gentes blancas, donde se fundó el Ku Klux Klan, y donde uno de los primeros filmes jamás vistos y creados fuese Birth of a Nation, donde se teje el imaginario de odio que vehicula ese tipo de agrupación y sus ideólogos afines. Pero Estados Unidos también es la tierra de Martin Luther King, de Bobby Kennedy, de Gloria Steinem, de Malcolm X, del movimiento eléctrico de los liberadores derechos civiles. La contienda actual contiene esas tensiones de manera dramática. Su pulsión extrema da cuenta de la erosión política que actualmente estremece el suelo estadounidense.

En ese esquema, Kamala Harris es el prospecto de lo femenino en el poder. No sólo porque su rol vicepresidencial será en sí una revolución histórica —una que, no olvidemos, están mirando las niñas, las mujeres jóvenes, las adolescentes— sino porque en ella se contiene el espíritu de una política progresista que intenta disolver la opresión de una derechización que se rehúsa a la diversidad, que niega la otredad, que se aferra al ordenamiento dañino de lo patriarcal. “No se puede incluir fácilmente a las mujeres en una estructura que ya ha sido codificada como masculina: hay que cambiar la estructura”, escribió también Mary Beard. Harris es la ruta hacia eso justamente.

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Vanessa Rosales A.

Cartagenera. Escritora. Es crítica cultural especializada en historia y teoría de la estética y la moda desde la perspectiva feminista. Es autora del libro Mujeres Vestidas. Tiene un podcast llamado de manera similar (Mujer Vestida). Su segundo libro se titula Mujer incómoda. @vanessarosales_

 

 

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