Margarita Garcia

En Japón todo parece estar hecho para deslumbrar, pero esa es solo la punta del iceberg. La espiritualidad y lo sagrado aguardan en cada rincón. Foto: CNN.

Entre el vértigo de la tecnología y la milenaria tradición, Japón no deja indiferente a quienes lo visitan. De la experiencia imaginada de los libros a recorrer sus calles y templos, la autora de este texto hace un retrato del país del sol naciente.

En Elogío de las sombras Junichiro Tanizaki traza un mapa de la arquitectura y la estética tradicional japonesas explicando que las casas niponas con sus muebles y sus paredes corredizas se corresponden con la habilidad de apreciar lo sutil, pues la belleza que contienen solo se desvela ante ojos entrenados y dispuestos. Tanizaki declara que en occidente este don de ver -vecino de la poesía- no solo es inexistente, sino que se le reemplaza con la estridencia de colores y luces artificiales ¡qué diría de lo digital y las pantallas! Publicado en 1965, su ensayo toma como marco la avalancha modernizadora que, tras la Segunda Guerra Mundial, le da un barniz occidental al Japón milenario. Esa tensión de claro-oscuro entre dos maneras de vivir el mundo es tratado también en el cine Shoshimin-eiga de Mikio Naruse y Yasujiro Ozu, entre otros.

En la literatura, Yasunari Kawabata hace oda al Japón de la pre-guerra con personajes que tienen sus dos pies en la tradición y que miran con condescendencia, casi con ternura, la mala calidad de lo nuevo, lo producido en masa, rápida, efectivamente y sin alma, espina dorsal del capitalismo y de la influencia norteamericana. Yukio Mishima, por su lado, representa personajes torturados por la tensión de esos dos modos de vida, porque en sus novelas Occidente no está llegando, sino que se ha instalado.

De manera que mi primer acercamiento a Japón es a través de este cine y esta literatura, ojos prestados. En el verano de 2023, al pisar su tierra firme me encontré con que visitaba otro planeta, de pixeles y rosa bombón, con mil curiosidades que seguiré contemplando en mi memoria: la coquetería perturbadora de las muchachas Harajuku, las tiendas en las que me metí a vestirme de muñeca, los turistas de todos los pelajes con los que me mezclé en Shibuya mirando las pantallas gigantes del cruce de los cuatro caminos, la vista desde los rascacielos desde los que contemplé las ciudades de noche y los barrios que son parques de diversiones para niños-adultos. Para mi disfrute pude saborear muchas de las caras de Japón en el contraste de los restaurantes para locales que degustan riñones asados en un callejón en Osaka, en los de los turistas que recogen sushi de una alfombrilla automática y en el lujo del bar de Lost in Translation donde una cantante con sombrero de plumas de avestruz cantaba Tokio acompañada por una orquesta de buen jazz. 

Chicas Harajuku que encarnan la libertad de vestir en un look icónico, contrastan con el silencio y el estado contemplativo de un templo budista. Japón conjuga futuro y tradición. Fotos: DeviantArt y More Than Tokyo.

Con suerte pude encontrar también el Japón de los libros, el de la atención necesaria para dejar surgir la belleza, el del contraste entre oscuridad y luz de Tanizaki. Lo encontré en los templos del budismo zen que se aparecen en las calles menos pensadas y también en un monasterio que fui a buscar. Dejando los zapatos al lado de las escalinatas antes de entrar se prepara al viajero a dejar fuera el polvo recorrido. 

Aunque por dentro los templos son oscuros, el altar central contiene siempre al Buda: un ser que, mirado de cerca, es andrógino y cuya expresión busca reflejar la iluminación perpetua, el estado crístico, la comunión con lo divino, el Nirvana, el momento en el que, así como Jesús frente al diablo en el desierto, el Buda ha vencido a los demonios que le importunan y que al no conseguir perturbarle se sientan a contemplarle a él. Según me explicaba un monje en lo alto de una montaña en la provincia de Ikoma, a la que se llega después de tomar un tren y luego un bus, luego un taxi y luego andar, el Buda es siempre dorado porque este color representa la iluminación interior, capaz de resplandecer en la oscuridad del mundo circundante que, aunque pleno de luces LED, no sería sino la sombra de algo mucho más bello. 

Si este concepto era captado por los nipones en la oscuridad anterior a la bombilla, pues el estado meditativo requiere silencio y atención a lo más íntimo, respiración y latido del corazón propio. Los contemporáneos, como el resto de los mortales en 2024, someten sus ojos a una constante pantalla personal que rompe el ciclo circadiano y que nos inunda de serotonina fácil y efímera que nos evita la observación interna. Estamos lejos de la luz tamizada y cerca de la estridencia de pantallas que nos sobre estimulan.

¿Adónde se dirige una humanidad sin interés por lo sagrado? El planteamiento de Ishiguro propone que los robots, la inteligencia artificial, nos reemplazará incluso en eso.

Y sin embargo en Japón, donde la tecnología es anfitriona, aún se encuentran las ryokan (casas tradicionales) en las que la decoración es austera porque prima la funcionalidad: los colchones están en el suelo y las paredes son de un color apagado, beige, marrón lavado o gris. También albergan rincones cuya única utilidad es la de encuadrar una pintura o una simple caligrafía sobre papel que invita a la contemplación sin razón de ser, sin finalidad. 

A la luz de uno de estos rincones, en Kioto, acabé la lectura de uno de los libros del último nobel japonés Kazuo Ishiguro, Clara o el sol, contextualizado en un tiempo más allá de nosotros, ya no antes, ya no ahora, sino en un futuro en el que la inteligencia artificial tiene forma humana. Narrado desde el punto de vista de Clara, que es un robot, la narración exige paciencia para seguir la descripción por ratos inocentona de situaciones y objetos que no parecen aportar nada a la trama que me hicieron querer abandonar el libro varias veces, pero en los últimos capítulos comprendí que Clara o el sol es acerca de cómo el robot protagonista recibe del sol un “favor” gracias a sus suplicas y a su sacrificio, –“milagro” se llama eso en cualquier religión–. Es decir que esta novela es sobre cómo esta inteligencia artificial accede a la fe y por ende a lo sagrado mientras que las personas de carne y hueso que rodean al robot se agarran con uñas y dientes a los avances de la ciencia. Los rebeldes de ese orden alcanzan a soñar con la solidaridad entre pares, pero es Clara, introspectiva y generosa, quien mira con candor al horizonte, entregando el sentido de su existencia a la omnipotencia de esa fuerza que suceda lo que suceda vuelve a salir cada mañana.

Tokio es una de las capitales más vibrantes del mundo y el lugar donde viven cerca de 15 millones de personas. Foto: University of California.

Sí, Dios murió hace tiempo en Occidente. La espiritualidad es risible ante la nobleza del intelecto, pero ¿podemos deshacernos de la muy humana necesidad de invocar lo sagrado? Pintando vacas y toros en Altamira para evocar la presa y el éxito de la caza o creando religiones para rendir tributos a dioses inventados o rebuscando la deidad adentro a través de la meditación, la búsqueda de conexión con un mundo más allá –superior, mejor, distinto, diferente–, ha guiado la peregrinación de la raza humana.

Ahora, ateos, gnósticos o apáticos, entregamos nuestra devoción a la luminosidad de las pantallas, a la hiperestimulación de los sentidos veinticuatro horas, siete días a la semana, en vacaciones o en el trabajo, siempre, de Japón a Colombia. Nos distraemos de la contemplación, de la paciencia, de lo lento, de lo sutil, de la iluminación interior, la del buda dorado en la oscuridad del templo. 

¿Adónde se dirige una humanidad sin interés por lo sagrado? El planteamiento de Ishiguro propone que los robots, la inteligencia artificial, nos reemplazará incluso en eso.

De este, mi primer viaje a Japón, vuelvo atravesada por la sutil fuerza de la tradición que se mantiene mano a mano con los aspavientos de lo  contemporáneo: quienes van a rezar a los templos budistas para tocar la campana que llama a los buenos espíritus, las muchachas kyotitas paseando en kimono y sombrilla, las fiestas de barrio para celebrar el verano con bailes tradicionales, las familias peregrinando al monte Fuji; nada de eso le declara la guerra a la hiperestimulación de las pantallas que tapizan los centro de las ciudades, ni a los estridentes autobuses con pantallas gigantes que venden cualquier cosa en cualquier lado, ni a la superficialidad de una sociedad que tiende a infantilizarse: Buda respira con los dedos índice y pulgar de la mano derecha formando un círculo.

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Liz Viloria

Escritora barranquillera. Doctorante en la Sorbona (Paris) y Ca’ Foscari (Venecia) con una tesis sobre el estatus de las mujeres en el Caribe.