Desde que el presidente Duque visitó Providencia para posar para la foto abrazando niños trasnochados y llorosos, han sido evacuadas cientos de personas hacia San Andrés, sin plan, sin coordinación, ancianas en sillas de ruedas, heridos que llegan al aeropuerto llorando, sin saber qué hacer, adónde ir, qué comer ni dónde dormir.
Una columna corta no alcanza. Los isleños entendemos de meteorología, y la nuestra es muy distinta a la del territorio continental. La escala Saffir-Simpson es básica, así que sabemos que, en orden de intensidad de vientos, hay sistemas de baja presión, depresiones tropicales, tormentas tropicales, y huracanes categorizados del 1 al 5. Como si 2020 no fuera ya el año de traumas profundos, Iota y Eta marcaron la semana pasada el fin de un mundo conocido, y ojalá una etapa de reinicio para una generación insular.
Estos dos huracanes son apenas el último en una era de desastres que cada año crece en intensidad. Tenemos memorias colectivas de cómo fue la pérdida de 75.000 kilómetros cuadrados de mar en la Corte Internacional de Justicia de La Haya (CIJ), que además ocurrió en esta misma época, el 18 de noviembre de 2012. A partir de este año recordaremos, junto con esa, otra escena del número de ineptitud del Estado colombiano para articularse en nuestro territorio archipielágico.
La seguidilla también incluye los veranos cada vez más intensos. Por ejemplo, 2016 fue difícil por una sequía de casi tres años. Hubo bloqueos de vías, protestas, algunos incidentes violentos para exigir el suministro al gobierno, y una declaratoria de calamidad pública. Luego, el 18 de noviembre –un aniversario más de la pérdida–, llegó la primera alerta de huracán en más de diez años. Otto.
Cuando Otto se acercó a la isla se degradó a tormenta tropical. Tan pronto dejó las aguas del archipiélago el ciclón se reorganizó como huracán de Categoría 3, en el estrecho corredor que nos separa de la costa centroamericana. Esa vacilación de Otto fue un hecho de connotaciones sobrenaturales. Es un milagro, dijeron los pastores y los políticos cuando llegaron las imágenes del desastre en el Caribe nicaragüense, las iglesias llenas de gente, los muros de Facebook y los periódicos llenos de alabanzas.
Desde Otto he meditado mucho sobre la religiosidad insular y los huracanes. Esta semana oí a alguien decir que Iota y Eta, de categorías 5 y 4, habían sido un castigo de dios por portarnos mal, porque van muchos gobernadores investigados por corrupción y porque los isleños nos hemos alejado de “el señor”. Pienso que algo hay de razón, esto es un castigo, pero no por el pecado o la desobediencia, sino por ignorar tantas advertencias, por contemplar esos milagros nuestros como quien lee una fábula y descarta la moraleja.
2020 se veía bien. Este año todo el mundo tenía la cisterna llena, y en febrero un nuevo gobierno asumió el liderazgo prometiendo revolcar el aparato de corrupción de San Andrés. Lo del calor y la sed y la destitución de gobernadores iban a ser cosa del pasado, el gobierno con el eslogan del Nuevo comienzo se encomendó a su dios, por encima de la secularidad constitucional, y utilizó el nombre de un creador de mundos para bendecir sus pasos, por demás breves, en el liderazgo político.
Primero vino la pandemia, luego la crisis económica. Después, la suspensión del gobernador. Luego, a pesar de nuestra ingenua credulidad, por nuestra situación geográfica y por los efectos de una temporada ciclónica que ha roto varios récords históricos, por primera vez un huracán de Categoría 5 hizo contacto con Providencia, Santa Catalina, San Andrés, y sus islas menores.
Desde Otto he meditado mucho sobre la religiosidad insular y los huracanes. Esta semana oí a alguien decir que Iota y Eta, de categorías 5 y 4, habían sido un castigo de dios por portarnos mal, porque van muchos gobernadores investigados por corrupción y porque los isleños nos hemos alejado de “el señor”.
Ustedes han visto las imágenes de Iota, y los videos, lo ha visto el mundo entero; en la página del Weather Channel, en Al Jazeera y en TV France, en CNN y BBC se oyeron gritos en kriol por primera vez, por primera vez hemos sido materia de amplia cobertura y eso en función de nuestra nueva condición de refugiados climáticos.
Pero también somos refugiados de la desconfianza política y del abismo continental. Desde que el presidente Duque visitó Providencia para posar para la foto abrazando niños trasnochados y llorosos, han sido evacuadas cientos de personas hacia San Andrés, sin plan, sin coordinación, ancianas en sillas de ruedas, heridos que llegan al aeropuerto llorando, sin saber qué hacer, adónde ir, qué comer ni dónde dormir.
Hasta ahora, la solidaridad de los sanandresanos ha cobijado a los providencianos, sin saber siquiera cómo se van a alimentar unos a otros, y en Providencia había hasta el pasado viernes unas pocas carpas instaladas que no alcanzan a resguardar a todos. No hay baños. No hay nada.
En San Andrés, de su lado, la gente inició de inmediato brigadas de preparación y distribución de almuerzos desde sus casas, apadrinando familias de refugiados. Duque, de su lado, se dedicó a impulsar el turismo, que debería seguir llegando a las playas de San Andrés, a ver qué el sur está destruido, a confiarse en un hospital que estará sobre demandado, y a ver a mucha gente en la isla llorando y lavando la ropa mojada, sin poder todavía terminar de ponerle techo a sus casas.
No podemos todavía dimensionar los efectos que tendrá este desastre, tampoco podemos pintarnos lo qué vendrá por la desigualdad, por la precariedad de muchas zonas de San Andrés ante el hambre y la desocupación. No sabemos qué significa esto en términos de seguridad ciudadana. No sabemos nada. Y aunque todos tengan también que seguir respondiendo por sus deberes ordinarios, este es el fin de un mundo conocido. Y eso lo celebro.
La incidencia de los ciclones en el archipiélago es un problema multidimensional, que tiene que ver con nuestras debilidades internas y con una amenaza global: somos parte de un mundo cuya agenda está dominada todavía por el patrón energético de los combustibles fósiles, y que se potencia con un vacío de liderazgo local que la gente solita ha empezado a llenar.
La furia del huracán Iota, fenómeno con un poder sin precedentes en el archipiélago, destrozó en cuestión de horas la infraestructura de las islas.
Por eso, asumamos que Providencia, donde no quedó ni una casa intacta, donde la gente vació sus cisternas para resguardarse bajo tierra, nos deja clara esta verdad: somos víctimas de una violencia climática, somos todos refugiados en potencia de las sequías y los inviernos por venir, y de la ineptitud para coordinar planes de atención de desastres; y eso, queridos isleños, no es porque no hayamos orado suficiente.
Es hora de integrar acciones a nivel regional y global para la mitigación de los efectos del cambio climático, de trabajar en la renovación de los planes de ordenamiento territorial, de rediseñar la secretaría de infraestructura y de trabajar en curaduría urbana para poder vigilar los estándares de la construcción en el archipiélago, y de dirigir con seriedad los recursos hacia áreas realmente prioritarias. El turismo depredador está mandado a recoger, más bien, hay que fortalecer todas las dimensiones del cascarón vacío que es hoy la Reserva de biosfera Seaflower, y trabajar para recuperar el liderazgo de las instituciones políticas.
En Los cristales de la sal, mi novela, Otto es el motivo del capítulo final, la catástrofe inconclusa. Pero, para el gozo, invoquemos el inicio de No Give Up, Man!, cuando la gran Hazel Robinson nos lleva a vivir el paso de un huracán en una época en la que los amos esclavistas no eran conscientes de ese peligro. El huracán es el motivo de una serie de encuentros y de nuevos emprendimientos, el inicio de un mundo nuevo.
Como en la novela de Hazel, ahora es el ánimo de la comunidad lo que ha empujado a la isla para adelante, y muy poco del gobierno en cualquiera de sus niveles, en esa resignada anarquía nuestra. En menos de una semana, una presidencia presionada al máximo por cuestiones tanto políticas como materiales, con un país incendiado, intenta contener la dimensión del desastre y mostrar resultados rápidos. Pero el reto de San Andrés y Providencia, como ya hace ocho años vimos con la decisión de la CIJ en La Haya, parecer ser demasiado grande.
Ojalá desde aquí, en nuestro mundo nuevo, resulte intolerable pensar en parques temáticos o en hipódromos innecesarios, o pagar deudas de campaña a las maquinarias continentales, antes de tener todo lo básico para la garantía de la supervivencia: albergues anti-huracanes, planes de recuperación de arrecifes y pastos marinos, y soluciones basadas en la naturaleza para mitigar la erosión costera. Eso, o el nuevo mundo será un valle sumergido en las lágrimas. Peace out.
Cristina Bendek
Escritora, periodista e internacionalista sanandresana. Su libro Los cristales de la sal fue publicado por Laguna Libros.