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Junior, un acto de fe. Foto: Impacto News.

El amor al Junior, se confunde con el amor a Barranquilla, y al entrelazarse, es muy difícil distinguir dónde comienza uno y dónde termina el otro. 

Nací en 1977, año en que el Junior de Barranquilla obtuvo su primer campeonato. Desde entonces mi vida ha orbitado alrededor de sus estrellas: las de carne y hueso, y las 9 que adornan su escudo. No sé en qué momento fue que me convertí en hincha del Junior, ni la primera vez que fui al estadio, pero recuerdo que iba con mi papá y eso en sí, era algo mágico. En ese entonces el Junior jugaba en el Romelio Martínez; El Romelio y los leones del zoológico se turnaban para hacer temblar a la ciudad con rugidos solitarios y con celebraciones de goles. Dependiendo de dónde uno estuviese, el estadio se escuchaba de una manera parecida a como lo hacen los elefantes salvajes en las sabanas africanas.

Me acuerdo del calor y de la primera vez que probé la butifarra y el bollo de yuca. Fue casi como una ceremonia de iniciación, guiada por mi papá, acerca de cómo ser “Barranquillero”. Veía cómo, con gestos y rápidos movimientos de manos, le indicaba a un hombre con una olla ruidosa, su pedido. Las mismas manos que contaban billetes y monedas, eran las que restregaban un limón seco sobre el trío de butifarras. Mi papá navegaba ese caos con altura; con él aprendí a contar de tres en tres y, sin proponérselo, fortalecía mis defensas de manera natural.

Tengo poca memoria de los equipos y jugadores que vi jugar, pero sí muchos recuerdos acerca de cómo ser Barranquillero, o más bien, de cómo aprender a querer a Barranquilla. Elías Chegwin le daba la vuelta al campo de juego mientras meneaba frenéticamente una bandera de Barranquilla: “Barranquilla, procera en inmortal, ceñida de agua y madurada al sol…” se cantaba con más ahínco este himno que el de Colombia, creando unos lazos inolvidables e indisolubles con esta tierra. Al terminar los himnos, un tiburón de papel maché empezaba a rondar por el arco contrario y el estadio empezaba a saborear las faenas y los goles. Una experiencia drásticamente distinta a la actual mascota, “Willy”, el tiburón reguetonero, que se roba los aplausos y la admiración de todos, haciendo pinolitas y pegándosele a cualquier porrista que encuentre mal parqueada. Algo ocurrió en esas idas al estadio con mi papá; algo que aún conservo muy arraigado dentro de mí. El amor al Junior, se confunde con el amor a Barranquilla, y al entrelazarse, es muy difícil distinguir dónde comienza uno y dónde termina el otro. 

Con el afán infructuoso de artificialmente crear ese mismo arraigo en mis hijos, me aventuré a ir al estadio con ellos, pero se siente muy distinto, no tan romántico como en mis recuerdos. Mientras otras ciudades se desbordan para hacer fácil y placentero el espectáculo de ir a ver al equipo local, Barranquilla lo hace difícil, poniendo siempre a prueba aquel amor insoportable de Micaela. Llevo por dentro una sensación de que el espectáculo del fútbol crea identidad y un conocimiento íntimo y secreto de la ciudad donde uno nació, pero al querer develar y compartir ese secreto con mis hijos, siento que más bien abrí una caja de pandora.

En el estadio me acuerdo del calor y de la primera vez que probé la butifarra y el bollo de yuca. Fue casi como una ceremonia de iniciación, guiada por mi papá, acerca de cómo ser “Barranquillero”.

La preparación para ir al estadio comenzó días antes del pitazo inicial. Por un lado, requirió una o varias sesiones de futbol argentino para cogerle el ritmo y la cadencia a los nuevos cánticos de las barras Junioristas.  El “O-le-le, O-la-la” estaba desactualizado… ahora tenía que mover las manos como los hinchas del Boca o River, y poner las tildes en otras sílabas para poder apoyar al equipo. Pero este es otro tema… 

Llegar al Metropolitano requirió de gran astucia y coraje.  Esas son las únicas palabras con que puedo describir el enfrentamiento constante con motos, conductores imprudentes, cuidadores de carros informales, policías de tránsito sordomudos e indiferentes, vendedores ambulantes, revendedores de boletas, cuidadores de correas, y hordas remando cada quien por su lado para poder embutirse a la fuerza por los pocos puntos de acceso al estadio en medio de ese mar de “sálvesequienpueda”. El tener boletas e ir con suficiente tiempo de antelación no ayudó a minimizar el estrés de entrar al estadio; pero quizás no es estrés, tal vez es que ese es el encanto de la experiencia: una agonía y un olvido que aparecen y desaparecen constantemente.

Luego de por fin lograr entrar a los empujones, le advertí a mis hijos varias reglas para tener siempre presente. La primera: siempre estar a mi lado, y la más importante de todas, no ingerir liquido durante todo el espectáculo. Para ir al baño en el estadio hay que llevar menudo y yo tenía un solo billete grande. La “meada” vale $500 y sin eso, la vieja Doris no deja entrar. Así que a palo seco tendrían que atragantarse de platanitos y aguantar esas vejiguitas por al menos 2 horas o hasta que pudiese cambiar monedas. La ida al baño solo era en caso de emergencia. 

La oferta gastronómica dentro del estadio sigue siendo la misma de hace 40 años. Es una dictadura donde dominan los platanitos, mangos, perros, chuzos y butifarras, sin permitir otras ofertas culinarias. Comer bien e ir a ver fútbol son conceptos excluyentes; solo se permite una de las dos opciones, así que para mis hijos las opciones resultaron muy limitadas. Pero todo esto se olvida al subir las escaleras y ver el gramado del Metropolitano. El hambre se evapora y la emoción hace que todas las necesidades corporales se esfumen. Toda esta agonía desaparece al ser parte de un todo, de una experiencia grupal, donde al fin entendemos que todos nos hemos tragado los correspondientes sapos para poder ver a 22 deportistas patear un balón.

Es difícil ir y estar en el estadio. Pero es más difícil tener que perderse los últimos diez minutos de cualquier partido por huir e intentar esquivar la “Batalla de Flores” que se forma al término de cada partido. Es un instinto de supervivencia real, que requiere la habilidad de imaginarse los murmullos y rugidos del estadio al huir con cierto pánico. En cada partido del Junior dejó algo de mí en el estadio. No sé qué es. Mientras sintonizo el radio para escuchar las entrevistas de los jugadores después del partido, miro a mis hijos somnolientos y me pregunto si el trauma de ir a ver al Junior los hizo más Barranquilleros. Si logré rodar la cortina y descubrir a una Barranquilla secreta, despeinada y presumida. Me pregunto si la agonía de ir al estadio se quedará impregnada en ellos para siempre, convirtiéndolos así en hinchas de por vida. Pienso en qué tan llenas irán sus vejigas y si me recordarán, así como yo recuerdo las visitas al estadio con mi papá. 

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Gonzalo Fuenmayor

Artista colombiano residente en Miami, Florida. Recibió su MFA del School of the Museum of Fine Arts en Boston en 2004.