Cientos de habaneros pasan las horas viendo el mar y cogiendo fresco desde el malecón. El apagón en la isla debido a una falla mayor del sistema eléctrico cubano se suma a las adversidades que a diario viven los habitantes de la mayor de las Antillas. Foto: Ramon Espinosa. AP.
A mediados de octubre, Cuba sufrió un apagón de cuatro días; el racionamiento de energía se suma a la crisis económica ya conocida. Un colaborador de la casa, de paso por La Habana, presenció los abismales contrastes de una isla que, a pesar de todo, trata de no naufragar.
Viajar a Cuba es también viajar en el tiempo. En el aeropuerto José Martí de La Habana estaba en una película de los sesenta: no había referentes de última tecnología, los uniformes de los funcionarios eran viejos –moda retro policial–, una mujer que parecía enfermera me tomó los datos con lapicero y papel. Compré una tarjeta SIM (para poder acceder a Internet), pero no funcionó en la ciudad. Mis acompañantes y yo tomamos un taxi Lada, marca rusa, este sí un modelo reciente; el taxista en el camino defendió al sistema capitalista, a los monopolios, y dijo que la situación económica en Cuba estaba muy mal.
Una lluvia suave caía sobre La Habana, pero la gente estaba en la calle como si nada. Por la ventana del taxi veía casas y edificios deteriorados, lotes con pasto crecido, estatuas de José Martí, héroe nacional, poeta –y fetiche de la dictadura de los Castro–, en colegios y parques. Llegamos al lugar de alojamiento en Centro Habana, elegido por la plataforma Airbnb. Las casas coloniales, de varios colores, por fuera parecían caerse a pedazos; en la calle vi rostros tristes, tal vez desesperanzados, hombres que arrastraban los pies como zombies.
El interior de la casa era otro mundo: el lugar, de espacios amplios y techo alto, estaba bien cuidado, pintado, muy limpio; la decoración era sobria y moderna. Teníamos Wifi, pero no había luz. La anfitriona, blanca y de unos cuarenta años, alegre y habladora a buena velocidad, nos dijo que el racionamiento de energía últimamente era de seis horas diarias. La mujer deseaba con ganas irse del país, “los que no nos hemos ido es porque no tenemos dinero”.
Caminamos por el “distrito” para llegar a un restaurante recomendado, “El Biki”. La gente nos miraba con curiosidad, supongo que los tenis último modelo de mi padre, la camiseta nueva de fútbol de mi hermano, y mi ropa marca H&M llamaban la atención. En las sociedades capitalistas algunos sienten vergüenza por su condición de pobreza, en Centro Habana yo sentí vergüenza por mis privilegios. El restaurante también era para privilegiados, tenía luz por su planta eléctrica, era cómodo y sofisticado. La comida: exquisita, una “ropa vieja” y un “arroz moro” (con frijoles) que nos subió el ánimo. La cuenta: para la capacidad económica de los extranjeros y muy pocos locales.
El sol salió un poco a mediodía en el cielo claro, iluminó la suciedad de las calles; bolsas de basura se acumulaban en un par de esquinas con insectos sobrevolando. Un hombre muy alto y con muletas buscaba comida entre los desechos, al vernos se acercó sin fuerzas a pedir limosna, pero nosotros no paramos. En la desolación del lugar nos sentíamos inseguros.
Después del almuerzo fuimos a comprar artículos de aseo, frutas y algo de comida chatarra; los víveres eran escasos en la zona. Había una fila de mujeres afuera de una tienda en penumbras. La economía de Cuba es de guerra. Esa tarde llovió, era época de “invierno”, por fortuna, porque en la noche volvieron a cortar la luz y no regresó.
La crisis de la isla, es evidente en el alto número de cubanos que se han visto forzados a emigrar. Foto: Huffpost.
Desde el día siguiente, 18 de octubre, el apagón en todo el país duró cuatro días. Al parecer el sistema de generación de energía en Cuba es obsoleto, no hay recursos para el mantenimiento, hay falta de insumos derivados del petróleo y el gas. La isla produce petróleo, pero para abastecerse depende en gran parte de las importaciones de México y Venezuela; el volumen de crudo que envía el país sudamericano disminuyó en los últimos años debido a su propia crisis.
El segundo día de viaje los locales nos hicieron sentir el rigor. Éramos turistas de gafas oscuras, bien alimentados, con algunos dólares en los bolsillos: ositos cariñositos de azúcar para niños hambrientos. Decidimos ir a la Plaza de la Revolución, buscando un taxi nos abordaron con insistencia dos bicitaxistas, “les damos un tour, con fotos incluidas, por diez dólares cada uno”, dijeron. Las bicicletas estaban oxidadas. En un vehículo íbamos mi hermano y yo; el conductor, flaco, en chancletas, sufría al pedalear.
Pasamos por el barrio El Vedado, con sus casas estilo barroco colonial: bellezas de colores pastel, descuidadas, como sumergidas en un mar sucio. Llegamos a la Plaza de la Revolución, el sol pálido iluminaba los rostros gigantes del Che Guevara y Camilo Cienfuegos, impresos en edificios del gobierno; al lado del segundo barbudo brillaba la frase: “Vas bien, Fidel”.
Las otrora pintorescas calles de La Habana ahora lucen llenas de basura en cada esquina. Abajo: el autor de esta nota, de paso por la Plaza de la Revolución. Fotos: Juan Sebastián Lozano.
Después de darnos vueltas, los bicitaxistas nos dejaron en el restaurante “Cha Cha Chá” y nos cobraron 20 dólares por cabeza colombiana –aunque pensaban que éramos mexicanos–. Peleamos un poco, pero les pagamos eso, a pesar del engaño era un precio justo. El restaurante con terraza estaba lleno de blancos de verdad, color leche, que hablaban idiomas indescifrables. Las meseras, altas y de cuerpos de Coca-Cola, iban de aquí para allá con sus sonrisas, con su belleza que encantaba, aunque su expresión no fuera muy alegre. El pescado que comí y el infaltable arroz moro justificaron el valor de la cuenta.
Quisimos ir al Museo Nacional de Bellas Artes, pero estaba cerrado por el apagón. En la entrada unas adolescentes, con jeans rotos y camisetas ajustadas, ensayaban breakdance. Un hombre afro, robusto y de facciones delgadas llegó a hablarnos. Después de una larga conversación sobre boxeo con mi padre, comentó que conocía un lugar cercano en el que podríamos hacer un cambio de dólares por pesos cubanos que nos favorecería. El cincuentón parecía confiable. Dijo que por discreción solo uno podía acompañarlo al mágico sitio. Fue mi hermano con él; en una calle caótica por el gentío el hombre intentó robarlo, pero el sayayín colombiano de 26 años, educado con Dragon Ball, le plantó cara y no se dejó atracar.
Cuando mi hermano nos contaba la aventura, con respiración agitada, se acercó una pareja de blancos sesentones, nos dijeron que en Cuba no se ve delincuencia, que se repudia mucho al ladrón y se cuida mucho a los turistas. Los habaneros nos llevaron al bar “La Floridita” para que nos relajáramos. Rusos bebían, reían y bailaban mal en el lugar. José Carlos, el esposo, se tomó feliz su Daiquirí mientras defendía al gobierno revolucionario con convicción. Al fondo, la estatua del escritor Ernest Hemingway nos miraba; detrás de él, su foto con Fidel Castro: el macho suicida y el macho presidente eterno, que aún muerto sigue reinando. Aunque en Cuba el verdadero rey es el dólar.
Sin luz quisimos permanecer en la calle, como la mayoría de habaneros. Al tercer día hicimos un tour en un Lada clásico descapotable, pasamos por la hermosa Universidad de La Habana, por el Cementerio Colón, muy extenso, vimos una larga fila de carros que iban por gasolina. Nos metimos en el barrio chino, sin chinos, al parecer huyeron cuando llegó la Revolución. En el Malecón, músicos de piel oscura tocaban para extranjeros; el mar de un azul como coloreado, bravo, se reventaba contra la muralla. El clima era bipolar: el sol salía cinco minutos, llovía cinco minutos, regresaba el sol y así. El conductor del Lada tuvo que estacionar para abrir o cerrar el techo del carro varias veces como en un capítulo de Mr. Bean.
El segundo día de viaje los locales nos hicieron sentir el rigor. Éramos turistas de gafas oscuras, bien alimentados, con algunos dólares en los bolsillos: ositos cariñositos de azúcar para niños hambrientos.
Cuba se está abriendo al capitalismo, lentamente, pero es inevitable, y la metamorfosis es dolorosa. Hay establecimientos privados o “cuentapropistas” como los restaurantes que visitamos, y también están llegando males del sistema hegemónico mundial: delincuentes y cowboys del cemento en busca de dinero fácil.
Mis acompañantes querían ir al bar “Buena Vista Social Club” para ver a una orquesta tocar en vivo, pero estaba cerrado por el apagón. Según un taxista, la única discoteca que funcionaba en esas circunstancias era una de los hijos de Fidel Castro.
Al cuarto día fuimos a otro buen restaurante con música en vivo. Un grupo de virtuosos tocó ‘Pare Cochero’ y otros clásicos de la salsa. Pensé que ellos eran mejores que las orquestas profesionales de música tropical que he visto en Colombia, y estaban ahí, recogiendo monedas. En la Plaza de la Catedral, un ejército de niños pedía dinero, algunos directamente dólares. Allí nos sentamos en un café al aire libre, era difícil caminar porque llegaban paracaidistas a ofrecernos tabacos y otras delicias locales y ya no confiábamos en nadie.
En una mesa del café, un anciano europeo tenía la mano en la pierna de una mulata muy joven. El hombre le dió un billete a un niño, pero llegaron varios más y él se levantó de la mesa espantado y vociferando. La adolescente les repartió otros billetes como si fueran de ‘Monopolio’. Caminamos hasta el Capitolio Nacional, una especie de réplica de la Casa Blanca de Estados Unidos, una muestra del imperio del que es difícil escapar.
Adultos y niños en una improvisada faena de pesca en La Habana. A pesar del inminente naufragio de la isla, los cubanos luchan por resistir. Foto: Infobae.
Al día siguiente –aún sin luz–, nos fuimos a Varadero, la ciudad-playa preferida por los turistas. Llegamos al hotel Melia Internacional, un no-lugar: podría estar en cualquier lugar del Caribe. Extranjeros de todas las etnias y colores deambulaban y se refugiaban en sus idiomas. El Melia tenía varias torrecitas de Babel. Los visitantes comían y bebían como cerdos mientras los cubanos servían en busca de buenas propinas. El tiempo allí fue sobre todo de lluvia: el huracán Oscar hizo estragos en el este de la isla y algo de tormenta alcanzó a Varadero.
Mientras escribo esto, un nuevo huracán, Rafael, tocó tierra en Cuba. Es potente, de categoría 3. Y otra vez hay apagón en la isla. El gobierno dice que se prepara para el embate. La Revolución tuvo aspectos positivos, pero el huracán Fidel Castro fue el más arrasador. Esperemos que los cubanos se liberen pronto de sus carceleros.
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Juan Sebastián Lozano
Escritor y periodista cultural. Ha colaborado en El Espectador, El Malpensante, Bacánika, Cáñamo y otros medios. Su libro de cuentos, La vida sin dioses, fue publicado en 2021 por Calixta Editores.