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Foto: CNN

La presencia estatal va mucho más allá de la utopía a la Bukele de mano dura: requiere una intervención institucional y multidisciplinar en aquellos territorios donde la violencia perturba la convivencia. 

Carabineros asesinados o heridos, policías retenidos, organizaciones criminales envalentonadas y una ciudadanía atemorizada: la inseguridad parece enseñorearse en nuestras ciudades y territorios mientras los líderes políticos repiten lugares comunes o proponen engrosar el Código Penal. Así, la seguridad se ha convertido en tema de la agenda pública, pero oscila entre la minimización de quienes romantizan al “perro matapacos” o el linchamiento de “tombos” como formas de justicia popular de un lado, y el populismo punitivo de quienes asumen que los uniformados son “héroes” de una guerra imaginaria, del otro. 

No es casualidad entonces que la discusión pública sobre la seguridad suela venir acompañada del problema de la reforma de la Policía. Aunque ambos obedecen a coyunturas que los detonan, involucran aspectos de fondo que podrían resumirse en una pregunta: ¿cómo concebir la seguridad pública en un tiempo de amenazas más complejas en el que la legitimidad del uso de la fuerza estatal está socialmente más cuestionado?

Un reciente libro del profesor de sociología Alex S. Vitale, coordinador del Proyecto de Policía y Justicia Social de Brooklyn College titulado El final del control policial (Capitán Swing, Madrid, 2021), entrega algunas pistas oportunas. A partir del repaso de varios hechos problemáticos del accionar de la Policía de los Estados Unidos, el autor propone un diagnóstico enraizado en su cultura política como el racismo y el carácter agresivo y no pocas veces letal de dicha institución. Los ejemplos son abundantes, pero van dos datos duros: los Blue son responsables del 7 % de los homicidios que ocurren en el país, y según una investigación de The Guardian y The Washington Post lo fueron de 1.100 muertes en 2014, 991 en 2015 y 1.080 en 2016. 

El argumento central del libro es que el problema de los abusos policiales no es solo de formación de los uniformados o de mayor control de sus acciones, es decir, de reforma institucional, sino de la función misma que cumple esta institución y de los métodos que utiliza. Su presagio es sombrío: mientras la función básica de la Policía siga siendo la misma, ninguna reforma podrá aplicarse con éxito por los imperativos institucionales de las guerras basadas en intereses políticos (contra las drogas, los disturbios, el crimen) o porque las fuerzas políticas más poderosas que se benefician del control policial abusivo e invasivo no estarán dispuestas a renunciar a su poder con argumentos técnicos o llamamientos a la buena conducta.

Allá y acá, parte del problema del abuso policial es de cultura política, y procede de lo que Vitale llama la “mentalidad del guerrero”. Esto es, los policías a menudo se ven a sí mismos como soldados en una batalla contra los ciudadanos antes que como guardianes de la seguridad pública. “Cuando la policía se mete en una situación imaginando que podría ser la última, tratan a aquellos con los que se encuentran con miedo y hostilidad e intentan controlarlos en vez de comunicarse con ellos, y se precipitan mucho más en el uso de la fuerza a la mínima provocación o incluso incertidumbre”.

Esta mixtura de institución civil y militar originada en Inglaterra a comienzos del siglo XIX para defender los intereses de los propietarios de los desórdenes de la turba explica que hoy la Policía libre guerras simultáneas contra las drogas, la delincuencia, los grupos armados, los disturbios, el terrorismo y los conflictos interpersonales, lo cual hace la labor policial agresiva e invasiva que criminaliza desproporcionadamente a sectores sociales marginados como los inmigrantes, los jóvenes o los pobres. De allí que no sea casual que, frecuentemente, y como se vio en las protestas de los últimos años, “la policía impide agresiva y proactivamente la formación de movimientos y expresiones públicas de rabia, pero en caso necesario recurren a la fuerza bruta”. Toda una paradoja.

La Policía debe conservar su legitimidad pública actuando de una manera que obtenga el respeto de la ciudadanía y esté acorde con el imperio de la ley. 

Ahora bien, el ejercicio policial no tiene que ser brutal ni menos aún, letal. Vitale contrasta el accionar de la policía estadounidense con la británica en varios episodios recientes mostrando que el uso de armas de fuego constituye un mayor riesgo para los ciudadanos y un gatillador de la “mentalidad del guerrero”. Y en efecto, la protección de la ciudadanía y el control de la delincuencia son dos tareas que pueden resultar incompatibles, más aún si los guerreros uniformados creen librar una lucha contra el Mal cósmico; si son incapaces de distinguir entre el criminal y el mal ciudadano; o si no utilizan medios proporcionales para las distintas situaciones. 

Allá y acá también se habla mucho de la inseguridad como resultado de “la violencia”. Pero resulta que la violencia no es algo monolítico, sino que adquiere diversas formas y obedece a muchas causas coyunturales o estructurales. Uno de los problemas de los enfoques centrados en la Policía es que se apoyan, cual panacea, en una misma herramienta para lidiar con abusos sexuales, violencia doméstica, violencia infantil y juvenil, asesinos en serie, violencia política y bandas criminales. Sin embargo, por cada una de estas dinámicas existen ejemplos concretos, dice Vitale, de recursos programáticos diseñados para incidir en conductas dañinas sin implicar a la Policía en ello. De allí que este sociólogo reivindique un proceso de desarrollo paulatino para buscar alternativas concretas al control policial que puedan proporcionar más seguridad a las comunidades y reducir los recursos destinados a la institución policial para emplearla en atender problemas sociales. 

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Portada del libro de Alex Vitale, profesor de sociología en el Brooklyn College.

Una falencia del libro leído desde acá es que fue escrito en el contexto de una sociedad como la estadounidense con menos niveles de anomia e incumplimiento normativo que los países latinoamericanos. De allí que su foco sea sobre todo la brutalidad policial ejercida en contextos sociales y comunitarios, pero soslaye el poder de las mafias y el crimen organizado, lo cual es, como sabemos, un cáncer entre nosotros. Sin embargo, un último aspecto es plenamente relevante tanto allá como acá: la Policía debe conservar su legitimidad pública actuando de una manera que obtenga el respeto de la ciudadanía y esté acorde con el imperio de la ley. Por eso su reforma es siempre una cuestión de dar pasos para recuperar esa legitimidad, pues eso es lo que distingue a la Policía de una democracia liberal respecto a la de una dictadura.

Y es que, a decir verdad, la función pública de la Policía supone la cuadratura del círculo: debe compaginar eficacia y legitimidad. La primera dista de ser un problema meramente técnico que pueda resolverse con más recursos, más tecnología y más poder –como anuncian los políticos tras cada episodio que conmueve a la opinión pública–, pues ello no necesariamente redundará en la justicia de sus acciones. En todos los ámbitos, dice Vitale, “nuestros líderes políticos han adoptado una política neoconservadora que ve todos los problemas sociales como problemas policiales”. La presencia estatal, hay que recordarlo, va mucho más allá de la utopía bukeliana de mano dura: requiere una intervención institucional y multidisciplinar preferentemente en aquellos territorios donde la violencia perturba la convivencia. 

Y de cara a la legitimidad, otra cuestión de cultura política: los tomadores de decisiones deben revaluar la creencia de que todos los abusos son responsabilidad de “manzanas podridas” dentro de una institución inmaculada. Entre otras cosas porque “nos piden que creamos que esos incidentes son fechorías de “unas pocas manzanas podridas”. Pero entonces, por qué la institución policial se dedica sistemáticamente a proteger esas fechorías?. ¿Por qué, por ejemplo, las sanciones a los responsables penales y políticos de los abusos policiales siguen siendo tan escasas por acá?

Es una ilusión creer que los problemas que tenemos en América Latina se resolverán con más y más garrote: la connivencia con ilegalidad, las evasiones en el transporte público, la invasión del espacio público, la informalidad, las riñas entre los ciudadanos –por mencionar algunos– no se explican porque no hay un policía en cada esquina sino porque vivimos en una sociedad anómica e indiferente con las trampas y los atajos. Y para corregirlo, no basta con llamar a los policías del cuadrante.

 

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Iván Garzón Vallejo

Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo