Como otros países europeos, en Francia comer y beber es un ritual atravesado por la camaradería y la fraternidad. Foto: Alex Harmuth. Unsplash.
Guía mínima para entender la filosofía del placer en el país galo.
Ningún país, por pequeño que sea, escapa de la polaridad entre regiones o zonas. Los del norte siempre tendrán algo que los oponga a los del sur, los de la costa a los de la montaña y así, aunque para los foráneos parezca todo la misma cosa.
Francia no es la excepción, sin embargo hay una cosa que solo he sentido en este país, ya sea en la costa azul, en París, en la Bretaña o en Lille.
Si los países en los que he vivido fuesen habitaciones de una casa, Francia sería sin duda mi comedor, no la cocina porque no hay preparación, ni cacerolas, ni cuchillos. La comida está siempre lista.
Este comedor es como el salón más íntimo de un gran restaurante, lleno de mesas forradas por un mantel blanco marfil, iluminado con luz tenue aunque sea de día, ambientado con cuadros impresionistas y espejos, los meseros son cordiales y van y vienen con platos y copas llenos de delicias.
En ese comedor-restaurante aunque estoy rodeada de desconocidos, al comer entramos juntos a un trance. Francia deviene Francia cuando los comensales hemos acabado la entrada y traen el segundo plato, rellenan por segunda vez las copas de vino y entonces comienza a sonar aquella sinfonía. Al parecer todos hemos comido y bebido al mismo ritmo y juntos comenzamos a levantar las voces para hablar de política, de recetas, del nuevo orden mundial, de estética.
Nos remangamos las camisas y nos aflojamos la corbata, nos miramos a través de las mesas con el espíritu del vino recién despierto. Bocado a bocado adivinamos la receta, desciframos los ingredientes que la componen y alabamos el ingenio del cocinero que mezcla ostras con mascarpone y langostinos con trufas. Los amables meseros, discretos, obedecen a la señal de un índice y acercan una tercera copa de vino de Borgoña. Las voces de Francia se avivan entre bocado y bocado de salmón asado en un lecho de pistachos, angus envuelto en algas con salsa de soja ahumada o mejillas de cerdo cocinadas con mostaza y jugo de carne corsa.
El interlocutor de mi mesa hace comentarios de puro humor negro –que llaman seconde dégrée / segundo grado– y me aparta una porción de cada cosa de su plato para que pruebe, miro hacia las otras mesas y como en mi mesa los otros comensales intercambian bocados, esto debe ser lo que llaman fraternidad. En Francia suena una risa de alegría pero no reímos al tiempo para no hacer algarabía sino que nos vamos turnando, como un eco en una vieja cueva.
Mi interlocutor habla de la preparación de los quesos y me explica que no entiende cómo, si en todos lados hay vacas, no han encontrado la manera de hacerlos tan buenos como en Francia. “Debe ser por la calidad de la leche, las vacas normandas se nutren de pura hierba grasa, el queso es crema de leche pura” –me dice–. Digo que sí con la cabeza, en Francia hay miles de tipos de quesos, lo mezclan y lo hacen madurar con mil cosas; pimiento de espeleto, comino, hojas, bayas, flores, todo sirve. “Y el cerdo, ni hablar del cerdo” –continúa él–. Los alemanes también crían cerdos y sólo hacen salchichas más bien mediocres. “En cambio mira esto”, me dice untando la punta de su cuchillo con salsa.
Foto: Jay Wennington. Unsplash.
La sinfonía está en su apogeo, el volumen del parloteo ha aumentado de nuevo y todos estamos medio ebrios de gusto, con los labios morados. Nos miramos a través de las mesas y leemos la felicidad del uno en el otro, somos una gran familia, la familia de los gozones que aman comer, Francia.
El resto de los franceses ha entrado en el mismo estado de éxtasis, es la hora de hablar de lo bien que se come en este comedor. Los meseros lo saben y se acercan con un discreto “¿Todo en orden señor, señora? ¿Les ha gustado?” Los hombres de la mesa –normalmente son los hombres– se pondrán a hablar con ellos de la calidad del vino y quizás se cuele alguna reflexión sobre algún hecho de actualidad que el mesero o el señor zanjarán con una broma de second dégrée y todos reiremos felices.
La sinfonía está en su apogeo, el volumen del parloteo ha aumentado de nuevo y todos estamos medio ebrios de gusto, con los labios morados. Nos miramos a través de las mesas y leemos la felicidad del uno en el otro, somos una gran familia, la familia de los gozones que aman comer, Francia.
“Señor, señora, ¿tendrán espacio para el postre?”, nos despiertan un poco de la ensoñación los amables meseros. Siento un cosquilleo en la panza, la pastelería francesa es una fiesta de fuegos artificiales para la lengua. El mesero nos narra los ingredientes de los postres como quien recita un poema: crema de bergamota, espuma de champiñones de París, almendras garapiñadas y sésamo negro o pasta de chocolate con espuma de chocolate, crema de caramelo y nueces.
Debemos tener los ojos brillando como galaxias lejanas mientras él nos da a elegir. Antes de irse nos ofrece también otra copa de vino pero pedimos agua, es un tratado de paz, estamos alegres y hablamos fuerte pero no hay una voz más alta que la otra, nadie grita. Coexistimos, el comedor no es para emborracharse.
“Los americanos pueden seguir ganando $200.000 dólares al año, sin tiempo ni espíritu para disfrutar de su tiempo libre, lo que tenemos en Francia no es representable en números”, dice quien comparte conmigo la mesa y nos enganchamos a hablar de los modelos de sociedad a ambos lados del océano Atlántico.
Aparece el postre delante nuestro, acompañado de una cucharita, hecho para ser degustado poco a poco, para disfrutar, no para saciarse.
Estoy salivando, pero retardo el placer: “Dicen que el Hedonismo es la máxima del goce, pero su búsqueda es neurótica porque nunca se sacia. Sé que existe otro deleite más reposado que está centrado en el disfrute intenso de lo inmediato, del tamaño que sea…”
Busco en las últimas gotas de vino tinto la palabra adecuada pero no llega, mi interlocutor me salva: “Epicúreo, es el placer epicúreo”.
Exacto, epicúreo. Quien ama comer ama la vida.
Liz Viloria
Escritora barranquillera. Doctorante en la Sorbona (Paris) y Ca’ Foscari (Venecia) con una tesis sobre el estatus de las mujeres en el Caribe.