Margarita Garcia

Chiquito pero miedoso: a pesar de su aspecto aterrador, el tamaño del pez diablo negro es en promedio de 15 centímetros. Foto: Posta Mx.

Por primera vez, un pez diablo negro fue captado en el día, en la costa de Tenerife, España. Su sorpresivo avistamiento arroja preguntas científicas y poéticas sobre la existencia en el fondo marino, nuestra mirada a los animales poco conocidos y la basura en el océano.

Ascender a los cielos del agua no parece una proeza singular si eres un pez, pero el pez que moraba en los abismos marinos se elevó todo lo posible hasta alcanzar la cresta de su trayectoria oceánica. Al explorador que lo captó en video no se le ocurrió otra cosa que subirlo en su Instagram con una música siniestra de fondo. ‘El fantasma de la ópera’ sonaba mientras el mundo lo veía –en diferido– en su impávido ascenso, más parecido a la ingravidez espacial que a las ondulaciones acuáticas. Había tanta calma en su rostro de calavera espantada, que era evidente lo que estaba por suceder: el Melanocetus johnsonii, diablo negro o rape abisal tomaba altura porque se dirigía a un abismo quizá más hondo del que provenía: la muerte.

Los humanos se atribuyen el deseo de buscar los cielos y tratar de erigirse por encima de su condición terrícola. ¿Tanto espacio alrededor, tanta nube y tanto planeta, y apenas podemos escrutarlos? Hay que colonizar Marte y la Luna, hay que llenar de basura y de resorts lujosos el espacio antes de que nos mate el aburrimiento de la vida en la Tierra. Este es el panfleto que difunden los dictadores tecnológicos, los multimillonarios de Silicon Valley y los emprendedores de algoritmos que sueñan con el turismo interespacial: la mina de oro moderna. Ignoran que un solo pez, con una luciérnaga colgada sobre la cara, con los dientes tan afilados y la boca tan abierta como para morder y tragar todo el mar del mundo, superó las expectativas que cualquier Dios competitivo impondría a un ser viviente. ¿Y si el gesto de un pez con aspecto de fósil, negro como la brea seca, justifica toda la Creación? Cual nave a la deriva, el inflado melanocétido apareció donde ningún ojo humano lo esperaba, mostró sus aletas y su cabeza cinematográfica, y reveló que no le asustaba la luz como a los hombres la oscuridad. Era 26 de enero –fecha en que lo grabaron, se dice–, y una semana después los titulares bailaban su carnaval apocalíptico: “¡Histórico, aterrador, infernal: avistan al pez diablo negro en la costa de Tenerife!”.

Antes de verlo a la luz diurna, ya lo habíamos visto en películas y en la noche de los abismos que son su hogar: ya lo habíamos soñado. La novedad no es que exista o se asome, sino que por primera vez lo viéramos de día. Los objetos, las calles, los paisajes, también los vampiros y los animales cambian según el día o la noche, a veces son otros radicalmente según la presencia o ausencia de la luz. Si antes no hubo registros documentales de este pez en el sol, significa que no había tenido razones para llegar a la superficie luminosa, o que no había tantas máquinas avistadoras cerca, o que los testigos y testimonios han sido escasos. Sin embargo, su presencia sugiere que el naufragio también es cosa de las criaturas del mar, que la deriva nos acecha a todos. Además, si en la altura promedio el pez diablo ya había sido hallado, pero muerto, y ahora fue por fin avistado en la luz, pero vivo, ¿no sugiere también que no ha sido ni el oleaje ni la corriente –o no solo–, sino su voluntad animal la que pudo llevarlo a morir escamando la superficie?

Para señalar la altura y la verticalidad de las cosas de la tierra, el ser humano inventó la medida m.s.n.m. (metros sobre el nivel del mar). Todo lo que se eleve considerablemente sobre ese promedio o ese plano ficticio y cambiante nos asombra: pájaros y aviones, rascacielos y montañas, saltos espaciales y domos de hierro en acción. Menos interés nos despiertan los gusanos y roedores, los corales del abismo y los peces que atraen con su luciérnaga a sus presas y les entierran sus colmillos cuando ningún documentalista o tiktoker los mira.

El pez diablo negro en una ilustración de época de A.L. Clement. Foto: Wikimedia Commons.

En el mar viven los animales más duraderos. De algunos, como los corales, se sospecha que coquetean con la inmortalidad. La esponja vítrea vive hasta los 15.000 años, quizás más.

Antes de ser captado en el día, el pez de la oscuridad había vivido cerca de sus compañeros de hábitat marino y alejado de la indómita y salvaje luz solar, en las cavernas donde moran las criaturas menos exploradas de la Tierra. Los números dicen que solo el 5 % del océano –lo menos en la sombra– ha sido explorado por el hombre. Algunas cifras calculan un 20 %. Tal vez hemos reunido más información sobre la Luna o el Sol que sobre la vida en el mar. El pez avistado nos recuerda lo lejos que podemos situarnos de lo que nos rodea, y cómo lo que parece cercano –como el sol en enero, como el mar en la superficie– puede estar a años luz de nuestros telescopios sabelotodos. A pocos ‘años luz’ de la luz, el pez oscuro fue a ver el único amanecer del que tuvo noticia y constató que el agua, para sus habitantes, también se penetra hacia fuera. 

(Pero al ser humano solo suele interesarle penetrar el mar cuando el destino es un Titanic sepultado en escombros marinos, o un pecio de hace siglos, o una inmersión que rompa récords. ¿O puede un pez asustador ser motivo suficiente para enviar naves a 4.000 metros debajo? ¿Las secretas profundidades del agua son inescrutables al lado de los irrisorios 384.000 kms. de relativa paz espacial que nos separan de la Luna?)

¿Qué hay en el mar que lo hace así, tan lejos, tan alado? En el mar viven los animales más duraderos. De algunos, como los corales, se sospecha que coquetean con la inmortalidad. La esponja vítrea vive hasta los 15.000 años, quizás más, y podemos presumir que, si antecedieron a las pirámides, seguramente sobrevivirán a nuestra extinción. El tiburón de Groenlandia destruye tumores y repara sus moléculas, lo que nos induce a creer que ciertas formas de morir son una incapacidad de regeneración o reparación, de cura orgánica. Su edad alcanzable es la de una bolsa de basura arrojada al mar: cuatro siglos. No se sabe cuánto pueden los desechos tóxicos del hombre trastocar sus años de existencia (la OMI dice que, según pronósticos científicos, en 2050 la cantidad de peces en el océano será superada por la cantidad de basura, y que, en el fondo marino, reposan el 70 % de los millones de kilos de desechos arrojados anualmente al agua). Pero algo tienen en común estas especies longevas, además de convivir entre la basura humana: la superficie y la luz no son lo suyo. 

¡Desde ahora lo son!, nos sugiere el pez de los abismos, que ya está más allá de la vida, más cerca de la luz, donde no apunta ninguna cámara, donde quizá solo llegan los que, después de un último ascenso en la existencia, van a morir deslumbrados. ¿Cuántos cementerios de peces oscuros, de peces dinosaurios, de peces humanos, de peces del cielo acuático, de peces sin registro, yacen en el fondo de los fondos marinos, en la llamada zona hadal? “Hadal”, que viene de Hades, el inframundo, la casa de todos los muertos.

Kirvin Larios

Estudió Artes Plásticas en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico. Es autor del libro de relatos Por eso yo me quedo en mi casa (Destiempo, 2018). Textos suyos han sido publicados en la antología de poesía Nuevo sentimentario (Luna Libros, 2019), en el Diario de la pandemia (Revista Unam, 2020) y en la antología de cuento Puñalada trapera II (Rey Naranjo, 2022). Trabajó como reportero en las redacciones de El Heraldo, Infobae y El Colombiano. En 2023 ganó el Tercer Concurso de Crítica Literaria de la revista mexicana Letras Libres. Obtuvo el Premio Nacional Xilopalo 2024 en la categoría entrevista. Actualmente es coordinador editorial en la Fundación Gabo.

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