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Foto: Charlesdeluvio. Unsplash.

En Colombia solo el 30 % de los niños, niñas y adolescentes con discapacidad han recibido atención en salud y la rehabilitación que requieren. Breves apuntes para una política de la inclusión.

Hijo de un padre albañil y de una madre que trabajaba en una casa de familia, Jesús González vivió su infancia en el barrio Por Fin de Barranquilla. Él es uno de los seis hijos de este hogar y el primero en lograr un título profesional.

En sus primeros años, Jesús asistía a la guardería de un Hogar Comunitario de su barrio donde empezó su educación. Más adelante, con la persistencia de sus padres, logró entrar al Colegio Comunal Mixto de Ciudad Modesto donde terminó su bachillerato, destacándose en los exámenes orales y logrando ubicarse en los cuadros de honor. Luego de presentar el Icfes, entra a estudiar Comunicación Social en la Universidad del Norte becado y termina la carrera con distinción en su trabajo de tesis. Esto en Colombia es un logro inmenso para un estudiante con sus orígenes, pero lo es aún más para alguien como Jesús, quien tiene una discapacidad visual.

Yeiny, ejemplifica el caso opuesto y lo que ocurre con mayor frecuencia en los estratos bajos en Colombia. Cuando ella nació su familia pensó que la discapacidad se curaría a medida que creciera, pero esto jamás sucedió. Sus padres comenzaron a tocar distintas puertas en las entidades de salud y siempre le negaban las terapias que necesitaba, argumentando que el POS no lo cubría. La madre de Yeiny debía pedir constantemente permisos en su trabajo para llevarla a las citas, lo que generaba molestia en sus jefes, al punto que debe renunciar a su trabajo para poder atender a la niña. Finalmente, el padre, avergonzado por la discapacidad de su hija, los abandona. La madre se ve obligada a buscar un nuevo trabajo, y el hermano mayor debe desertar del colegio para encargarse de su hermanita.

El caso de Álvaro no es menos diciente. Luego de tocar varias puertas, sus padres logran que sea aceptado en un colegio donde una sola profesora atendía a 16 niños con discapacidades diferentes. Según su madre, la “Seño hacía maravillas”, multiplicándose para apoyarlos con la mejor actitud pero sin tener ninguna preparación en educación especial. Debido a que Álvaro no progresaba, a los seis meses su madre lo retira del colegio para buscar una mejor atención, pero desde entonces les ha sido imposible conseguir otro cupo.

Historias de vida como estas ilustran la forma en que muchos niños y jóvenes que podrían integrarse a la educación regular, terminan aislados en sus casas sin atención alguna. El “baile del indio” entre las entidades de educación y salud pone en peligro la inclusión de los niños con discapacidad. La vulnerabilidad es doble en estas familias donde necesariamente alguien debe dejar de estudiar o trabajar para cuidarlos.

Según los diagnósticos de diferentes oenegés, en aquellos casos en que los jóvenes logran ser aceptados en los colegios públicos su permanencia suele ser breve debido a diversas causas: falta de capacitación de los docentes; espacios sin las adaptaciones necesarias y grupos demasiado numerosos que impiden la atención adecuada. La ausencia de apoyo con el subsidio de transporte termina siendo un obstáculo adicional.

En vez de someter a esta población a ir del “timbo al tambo” tras el apoyo estatal y abandonarlos al ostracismo en los márgenes de la sociedad, debemos replantear nuestro estereotipo negativo de la “minus-valía”.

Los datos del Comité Nacional de Operadores arrojan que solo el 30 % de los niños, niñas y adolescentes con discapacidad han recibido toda la atención en salud y rehabilitación que requieren. Es una población ignorada y mal diagnosticada, ya que ni siquiera el DANE cuenta con cifras confiables. En la Encuesta Nacional de Calidad de Vida de 2020 se registraron a 2.647.000 personas con discapacidad en Colombia mayores de cinco años. Solo la mitad de esta población está identificada y localizada en el registro oficial del Ministerio de Salud y Protección Social. El resto solo suponemos que existen.

En vez de someter a esta población a ir del “timbo al tambo” tras el apoyo estatal y abandonarlos al ostracismo en los márgenes de la sociedad, debemos replantear nuestro estereotipo negativo de la “minus-valía”. La discapacidad no debe pensarse como una enfermedad a ser superada. Es más, muchos casos no se curan, se debe aprende a convivir con ellos y se logra trabajar en las capacidades de la persona, como en la historia de Jesús. Por eso debemos persistir en integrarlos como parte de una sociedad diversa y brindarles oportunidades. Todos nosotros, ya sea por el avance de la edad, o por el deterioro de nuestra salud, tendremos en algún momento también que necesitar de algún tipo de inclusión social.

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Beatriz Toro P.

Antropóloga de la Universidad de los Andes. Magíster en Desarrollo Social de la Universidad del Norte.