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Dairo Antonio Úsuga alias «Otoniel», jefe del Clan del Golfo –la mayor banda criminal dedicada al narcotráfico de Colombia y heredera del paramilitarismo–, durante extradición aEstados Unidos. Foto: EFE. Presidencia de Colombia. 

El Clan de Golfo, el enemigo público número uno del Estado colombiano después de Pablo Escobar

por | Jun 1, 2022

Por Eduardo Pizarro Leongómez

El auge de las bandas criminales, sus vínculos con los cárteles mexicanos de las drogas y el control territorial que ejercen es hoy por hoy el más grande desafío de seguridad en Colombia. ¿Es hora de que el Estado adapte su estrategia de seguridad nacional? Análisis en Contexto.

Todos creíamos que la experiencia de Pablo Escobar y el Cartel de Medellín desafiando al Estado central no se iba a repetir más y que las organizaciones criminales iban a buscar una baja visibilidad para adelantar a la sombre sus negocios ilícitos.

Sorpresivamente, la captura y posterior extradición de Dairo Antonio Úsuga –alias “Otoniel”–, el máximo líder de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o “Clan del Golfo” –según el gobierno–, tuvo como respuesta un amplio paro armado que afectó el transporte y el comercio en varios departamentos y en muchos municipios del país.

La dura respuesta de las AGC ante la extradición de “Otoniel” fue leída por muchos analistas no solo como una prueba de la debilidad del gobierno ante el desafío armado, sino como una clara evidencia de la complicidad de las autoridades locales y regionales con esa organización criminal ante su débil capacidad de reacción. Mi percepción es diferente: creo que la decisión de los líderes del Clan del Golfo de desafiar al Estado central muestra que están siendo seriamente golpeados y, por tanto, que han decidido pasar de vivir en la sombra a enfrentar al gobierno y a las FFAA.

Bandas criminales emergentes

Entre 2003 y 2006 se desmovilizaron 31.671 miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). No obstante, al poco tiempo surgieron un altísimo número de “bandas criminales emergentes” (Bacrim), tal como fueron denominadas por el gobierno de Álvaro Uribe.

Estas bandas dejaron de lado toda vocación contrainsurgente –así fuese ésta muy superficial– para dedicarse de lleno a la acción puramente criminal, ante todo, el tráfico de drogas.

La ausencia de grandes carteles como en el pasado facilitó la atomización. Según diversos informes de la época se calcula que alrededor de cuatro mil exmiembros de las AUC se rearmaron agrupados en 22 facciones, llegando a operar en 19 departamentos y 158 municipios. Hubo tres tipos de bandas: bandas disidentes, es decir, facciones de las AUC que se marginaron del proceso que condujo al Acuerdo de Santa Fe de Ralito (15 de julio de 2003, Tierralta, Córdoba); bandas rearmadas, o sea, aquellas que después de la desmovilización de las AUC retomaron las armas; y, finalmente, nuevas agrupaciones (o bandas emergentes) animadas por antiguos mandos medios de la organización paramilitar.

Es importante subrayar que, ya desde esta época, algunos de los componentes de las Bacrim comienzan a tejer vínculos con los carteles mexicanos de la droga, ante todo, el Cartel de Sinaloa y Los Zetas. Es decir, a integrarse en redes criminales multinacionales.

Bandas nacionales, regionales y locales

A mediados de 2011, el número de Bacrim había pasado de 22 a 10, ya fuese como resultado de la acción de la fuerza pública, ya por procesos de fusión o subordinación, ante todo, las AGC, Los Rastrojos, el Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo de Colombia (Erpac), Los Paisas, la Oficina de Envigado y otras facciones menores como Los Machos y Renacer.

Sin embargo, no todas las bandas criminales eran similares. Por ello, el gobierno de Juan Manuel Santos las clasificó en tres categorías: las Estructuras Tipo A, es decir, las bandas que tenían presencia en varios departamentos, una organización jerarquizada y con funciones definidas y una importante infraestructura para delinquir. En aquel momento, solamente el Clan del Golfo llenaba estos requisitos, ya que contaba con alrededor de dos mil miembros. La otra banda que le hacía competencia, Los Rastrojos, había sido muy debilitada por acción de la fuerza pública y sus restos absorbidos por el Clan del Golfo. Las Estructuras Tipo B, las cuales operaban a nivel de una región o en un solo departamento y cuyo número de miembros oscilaba entre 100 y 150 integrantes. Este era el caso de los grupos disidente del Erpac (Bloques Meta y Libertadores del Vichada) que más tarde se reunificarían bajo la denominación de Los Puntilleros, y de la disidencia del EPL que fue bautizada por la prensa con la expresión nada edificante de “Los Pelusos”, con presencia en la región del Catatumbo, fronteriza con Venezuela, y totalmente inmersa en el tráfico de drogas. Y, finalmente, las Estructuras Tipo C, con una capacidad de operación solamente en el plano local, tales como la Oficina de Envigado; la Constru, en Putumayo; la Cordillera, en Pereira, y los Pachenca en Santa Marta.

No obstante, en el año 2016, mediante la Directiva 015 del Ministerio de Defensa el término Bacrim es sustituido por dos categorías que aún mantienen su vigencia: de una parte, los Grupos Armados Organizados (GAO), los cuales, corresponden a los grupos delincuenciales con capacidad de acción a nivel nacional y regional (Estructuras Tipo A y B). Y, de otra parte, los Grupos Delincuenciales Organizados (GDO), que corresponden a los grupos locales (Estructura Tipo C).

La importancia de esta distinción es que, según las normas del DIH, las Fuerzas Militares se hallan facultadas para combatir a los GAO, mientras que los GDO le corresponden a la Policía Nacional y otros órganos del Estado.

El único de los GAO que aún subsiste con una clara influencia nacional es el Clan de Golfo. A los cárteles de la droga mexicanos que ya tenían presencia en el país (Sinaloa y Jalisco Nueva Generación), se añadieron Los Zetas, los cuales actúan como empresarios que invierten en una franquicia, ahorrándose los intermediarios, para obtener la cocaína a precios más bajos.

Un año más tarde, mediante la directiva 037 de 2017, el Ministerio de Defensa utilizó la denominación de Grupos Armados Organizados Residuales (GAOR) para calificar al ELN y a las disidencias de las FARC que no se acogieron o rompieron con los acuerdos de paz. Es decir, las FARC-EP lideradas por Iván Mordisco y Gentil Duarte y las FARC Nueva Marquetalia de Iván Márquez. Mediante esta directiva se autorizaba, igualmente, a las Fuerzas Militares a combatir a estas organizaciones.

Así pues, desde la desmovilización de las AUC y el proceso de paz con las FARC ha corrido mucha agua bajo el puente y muchas organizaciones criminales o disidencias guerrilleras han desaparecido o se han fusionado. Aún hoy, el único de los GAO que aún subsiste con una clara influencia nacional es el Clan de Golfo. Y a los cárteles de la droga mexicanos que ya tenían presencia en el país (Sinaloa y Jalisco Nueva Generación), se añadieron Los Zetas, los cuales, según el experto Daniel Rico, actúan “como empresarios que invierten en una franquicia”, ahorrándose los intermediarios, para obtener la cocaína a precios más bajos.

“Enclaves criminales”

Este fenómeno de la proliferación de grupos armados ha dado lugar a una dura disputa por el control de las economías ilegales, que se acompaña de una guerra territorial, ante todo, en las fronteras marítimas y terrestres del país o en regiones próximas a éstas. La ausencia del poder regulador de las FARC en zonas periféricas ha facilitado la emergencia de estos “enclaves criminales”, que hoy por hoy constituyen un gran desafío para la seguridad nacional.

Un fenómeno muy similar a lo que viene aconteciendo en México, Guatemala, El Salvador o Honduras, en donde los carteles de la droga controlan zonas rurales e incluso barriadas urbanas, como es el caso de las maras MS-13 y M-18, mediante la corrupción o la intimidación de las autoridades, o de una mezcla de ambas.

Una de las fuentes de estos “enclaves criminales” fue el auge de los cultivos de coca a partir de 2014. Aun cuando todavía es objeto de un amplio debate las razones de este auge –en un momento en que la producción de la hoja de coca, como consecuencia del llamado “efecto globo” (balloon effect) se había desplazado, nuevamente, hacia Perú y Bolivia–, lo cierto es que al término del gobierno de Juan Manuel Santos el país se hallaba, nuevamente, inundado de coca, como se puede observar en el gráfico No. 1.

 

Gráfico No. 1. Fuente: UNODC, Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2017.

Una preocupación adicional es que, en estos enclaves, los actores ilegales no se limitan solamente a la obtención de ingresos derivados del tráfico de drogas. En muchas ocasiones, construyen un amplio portafolio criminal que incluye, además, la minería ilegal, la tala de bosques, la extorsión, y la apropiación de tierras, e incluso, de los recursos públicos.

La guerra de todos contra todos

Colombia ha transitado en las últimas décadas de un conflicto armado dual –en el cual el Estado enfrentaba a las organizaciones guerrilleras–, a un conflicto triangular tras el surgimiento de los grupos paramilitares para, hoy en día, derivar en una guerra generalizada.

En efecto, según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en nuestro país se viven actualmente cinco conflictos armados distintos: el Estado versus el ELN; el Estado versus las AGC; el Estado versus las disidencias de las FARC; el ELN versus las AGC; y, finalmente, las FARC-EP versus las FARC Nueva Marquetalia.

Por tanto, creo que se debería añadir una nueva categoría: la “guerra de todos contra todos” por el control de los “enclaves criminales” y sus rentas ilegales. En efecto, estos enclaves son esencialmente inestables, objeto de disputas contantes que conducen a una periódica redistribución de las áreas bajo el control de un actor determinado, según el poder de fuego, la capacidad económica y el número de miembros de cada organización a nivel local, regional o nacional. Se pasa de manera constante de períodos de hegemonía de un solo actor, de convivencia y acuerdos pragmáticos entre dos o más, a una guerra total.

Podríamos añadir que la disputa no se limita solo a los espacios territoriales: igualmente es objeto de enfrentamiento el control de las rutas para el tráfico de drogas ilícitas, el contrabando o la trata de personas, ante todo en las zonas de frontera tanto terrestres como marítimas, así como el control de la población local, la cual vive bajo el dilema trágico de subordinarse al “señor de la guerra” dominante en su región o el desplazamiento.

La violencia contra la población civil depende de la dinámica de la guerra entre actores: si alguno logra la hegemonía o un acuerdo de convivencia pragmático, la afectación disminuye. Si, por el contrario, el territorio se halla en disputa la violencia aumenta.

Ahora bien, no debemos olvidar que otras de las rentas que se disputan estas organizaciones son los presupuestos municipales, e incluso, departamentales para su beneficio. Es decir, lo que Andrés Peñate denominó el “clientelismo armado” en su estudio clásico sobre el ELN y su influencia en el departamento de Arauca. Hoy, la disputa entre las disidencias de las FARC y el ELN por el control de los ingentes recursos derivados del petroleo en la “Arauca Saudita” está al rojo vivo. Lo mismo está ocurriendo en otras regiones del país.

Caída de la tasa de homicidios y aumento de las afectaciones humanitarias

Estamos viviendo una situación paradójica. Por un lado, una disminución de la tasa de homicidios a nivel nacional y por otro un aumento de las afectaciones humanitarias en ciertas regiones del país, en especial en los “enclaves criminales” y en ciertas zonas urbanas.

En la actualidad la tasa de homicidios del país es la más baja en el último medio siglo, es decir, desde el gobierno de Alfonso López Michelsen, lo cual está relacionado, entre otros factores, con la desmovilización de las AUC entre 2005 y 2006 y el proceso de paz con las FARC en 2016. Un dato muy positivo, pero a su turno, el país observa con preocupación un clima de intimidación y muerte de líderes sociales y desmovilizados de las FARC, desplazamiento forzado, confinamiento, etc. Es decir que si bien a nivel global hay una mejoría sustancial, a nivel local el deterioro de la seguridad es muy preocupante.

La situación de las regiones afectadas, así como múltiples crímenes atroces en los centros urbanos han generado en la opinión pública una “percepción de inseguridad” muy alta, es decir, un temor a ser víctima de un hecho delictivo que pueda atentar contra sus bienes o su integridad física. Aun cuando esta “percepción de inseguridad” no se corresponde con unas tasas de criminalidad en descenso, lo cierto es que lo que viene ocurriendo en algunas áreas rurales y urbanas impacta mucho a la población y le impide apreciar la mejoría global.

El fenómeno de los “enclaves criminales” renueva la importancia de lo que en los Acuerdos de Paz en La Habana, bajo la inspiración del Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, se denominó la “paz territorial”.

Sin duda, Colombia tiene que revisar a fondo el modelo actual de la seguridad interna. No es igual enfrentar a organizaciones con proyectos globales de alcanzar el poder por la vía de las armas –como era el caso de los grupos guerrilleros–, a enfrentar organizaciones cuya pretensión es controlar áreas de influencia para la obtención de rentas ilegales.

Como sostiene Gustavo Duncan en su columna en El Tiempo (“Siguen gobernando”, 10 de mayo de 2022), “los hechos reiteran una y otra vez que, luego de la salida de las Farc del escenario de guerra, el Estado no ha adaptado su estrategia de seguridad ante estas nuevas circunstancias. Ya el centro de gravedad no son los grandes objetivos militares, como lo era un ejército insurgente al que había que neutralizar su capacidad de hacer la guerra. Ahora el objetivo estratégico es el desmantelamiento de estructuras armadas en numerosos municipios y ciudades del país que habitan dentro de la propia comunidad y que actúan como los garantes de un orden alterno, impuesto por organizaciones vinculadas a la criminalidad”.

Eduardo Pizarro Leongómez

Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.