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Foto: Mark Daynes: Unsplash.

No nacemos siendo emocionalmente inteligentes: aprendemos a serlo en la vida.

La superestrella estadounidense de la gimnasia Simone Biles se retiró en plena competencia de equipos en las finales olímpicas de los juegos de Tokio. La mejor gimnasta de todos los tiempos reconoció con entereza que ya no confiaba tanto en ella y que lucha contra los demonios de su cabeza.

Lo que le ha ocurrido a ella no es exclusivo de los deportistas de élite o personas que están bajo circunstancias de mucha presión, todos nos movemos por las emociones pues hacen parte de nuestro ser, dan forma a nuestro carácter e intervienen en nuestro desarrollo y desempeño personal.

Las emociones, la mente y el cuerpo están interconectados formando parte de un todo. Las emociones intervienen en el equilibrio de nuestro organismo y en la manera como nos relacionamos con los seres que nos rodean, y cuando no se manejan apropiadamente pueden afectar nuestra salud mental y física.

Por esta razón, necesitamos personas sanas emocionalmente que cultiven sentimientos que dinamicen el pensamiento y la acción. Pero ¿cómo se puede mejorar el estado emocional e incrementar las emociones positivas? La respuesta es sencilla, tenemos que desarrollar nuestra capacidad de percepción, comprensión y regulación emocional.

La educación emocional precisa de un programa de estudio que ponga el acento en el manejo de las emociones y tenga en cuenta elementos como el autoconocimiento, la autorregulación, la empatía, el trabajo colaborativo, y la gestión del cambio personal.

Y en esta empresa la educación escolar juega un papel central: promover el desarrollo de la inteligencia emocional del estudiante, educarlo para que la conozca, regule y mejore. Este proceso educativo tiene que ser sistemático y continuo, debe darse en todas las etapas educativas y en todas las áreas disciplinares.

La educación emocional precisa de un programa de estudio que ponga el acento en el manejo de las emociones, que tenga en cuenta elementos como el autoconocimiento, la autorregulación, la empatía, la motivación intrínseca, el trabajo colaborativo, la gestión del cambio personal, entre otros.

Además, la educación emocional debe ir de la mano de la educación moral, porque las emociones negativas se pueden neutralizar con las virtudes. Esto quiere decir que el maestro tiene que enseñar al alumno a contrarrestar, por ejemplo, la emoción del miedo con la virtud de la valentía, para tener la autodeterminación de enfrentar las circunstancias difíciles.

Por supuesto, los alumnos necesitan un educador emocional para aprender a desarrollar las habilidades emocionales. Hablamos de un maestro que sabe muy bien quién es él y quiénes son sus alumnos, que construye vínculos saludables con ellos y desarrolla conscientemente su capacidad emocional.

Esto permite que los estudiantes formen gradualmente la capacidad emocional y sean más conscientes de las habilidades emocionales que regulan, de aquellas que se les dificulta controlar y aquellas que hay que cultivar y fortalecer. Así, el estudiante va aprendiendo a desarrollar su inteligencia emocional.

De este modo se forman personas sanas y fuertes emocionalmente, ya que no nacemos siendo emocionalmente inteligentes: aprendemos a serlo. De ahí que la OCDE insista en la importancia de que la escuela desempeñe un papel central en el desarrollo de la capacidad emocional de los estudiantes.

Tenía razón Seneca cuando decía que: “para ser feliz hay que vivir en guerra con las propias pasiones y en paz con las de los demás”.

Julio Antonio Martín Gallego

Magíster en educación, especialista en filosofía contemporánea e ingeniero mecánico de la Universidad del Norte. Investigador y consultor especializado en procesos de cambio educativo y aprendizaje organizacional.