En el fatigante recurso a criminalizar al adversario que el “petrismo” y el “uribismo” emplean, el centro tiene la oportunidad de proponer un estilo deliberativo decente y cordial capaz de alcanzar acuerdos programáticos con amplios sectores políticos.
En Colombia se están dando los elementos para un salto al abismo del populismo. A la sostenida popularidad de líderes con rasgos mesiánicos que viene acompañada por una narrativa defendida por sus seguidores, basada en el revanchismo, se ha unido ahora un profundo desencanto con la democracia que alcanza niveles nunca antes vistos. Todo ello ocurre en un contexto de profunda crisis social e institucional agravada por la pandemia de la COVID-19. Aunque se había advertido que esto pasaría, los dirigentes han preferido entretenerse con una epidemiología de ocasión convirtiendo la repetición de lugares comunes sanitarios en consignas de gobierno.
Pero es un hecho: el populismo que puede venir en 2022 será duro o blando, pero será. Salvo que el centro político sea capaz de encontrar una agenda convincente y convocante. Un olvidado humanista europeo del siglo XVI podría aportar algunas ideas útiles para este fin.
El populismo duro de la Colombia Humana (CH)
La entrevista de Vicky Dávila a Gustavo Petro en Semana mostró el empobrecimiento al que ha llegado nuestro debate público, otra comprobación, por si hiciera falta, de que los clicks son los soberanos de la agenda mediática. De un lado, el interrogado, un político del establecimiento que aunque lleva 30 años ocupando cargos públicos niega que en Colombia exista una democracia y se muestra tan anti-sistema que uno casi llega a olvidar que ha sido concejal (1984-1986), asesor de la Gobernación de Cundinamarca (1990-1991), agregado diplomático en Bruselas (1994-1996), representante a la Cámara (1998-2006), senador (2006-2010), alcalde de Bogotá (2012-2016) y que va por su tercera candidatura a la Presidencia (2010, 2018 y 2022).
Del otro lado, una curtida periodista cuyo tono y estilo no tienen otro propósito que confirmar sus prejuicios mediante el predecible arrinconamiento, quizás porque hace tiempo que en Colombia se confunde la patanería con la sagacidad periodística. La entrevista cumplió su objetivo: indignó a unos, envalentonó a los otros. Y es que, entretener e indignar parece ser el guión de la gran prensa; los actores, quienes cumplan ambas funciones; el telón es la información, aunque bien podría ser simplemente el nombre del teatro.
Ahora bien, que la narrativa de Gustavo Petro y Gustavo Bolívar —quien como colofón de la entrevista publicó el artículo “Paramilitares y guerrilleros en la historia”— se base en cuestionables argumentos históricos o en diatribas dignas de personero de colegio es casi anecdótico si no fuera por sus consecuencias, es decir, por la justificación de la lucha armada en un país que conoce de sobra sus efectos.
Y aunque la intelligentsia de la Colombia Humana sostiene que la lucha armada ya no se justifica (según Bolívar porque el idealismo y la ira revolucionaria se puede plasmar ahora en hashtags y según Petro porque al M-19 le debemos la política de paz), el silogismo que dejan a su paso sigue intacto:
Premisa mayor: Colombia es hoy un régimen político cerrado.
Premisa menor: La insurgencia se justificaba en un régimen político cerrado.
Conclusión: En Colombia se justifica hoy la insurrección.
Romantizar la lucha armada en una democracia es el anuncio de un futuro quiebre de las reglas de juego. Supone la advertencia de que no se quiere gobernar las instituciones sino romperlas desde dentro o quizás, sustituirlas. Petro tiene razón en que los guerrilleros no fueron simples hampones: ciertamente se organizaron bajo una plataforma política e ideológica que no necesita ninguna banda de apartamenteros. Pero es muy cuestionable que hayan sido revolucionarios netos en un país en el que ha existido una democracia ininterrumpida desde 1957. El M-19, por su parte, constituye una de las transiciones más exitosas a nuestra vida democrática reciente. Luego la reivindicación de la rebeldía del eme 30 años después es tan anacrónica como sintomática de los coqueteos del líder de CH con la violencia.
El uribismo es una versión blanda del populismo porque luego de su vuelta al poder ha evidenciado que tiene un proyecto de país basado en el discurso contrainsurgente del 2002 pero que para los males del 2021 implementa recetas del siglo XVIII: cadena perpetua, porte de armas, mantener el statu quo de los estamentos más tradicionales de la sociedad. El inmovilismo del pasado.
Ilustración: Derek Bahney. Flickr.
Pero no está solo. Bolívar, por su parte, incluye a Camilo Torres entre quienes “les tocó hacerse oír por la fuerza”. Si algo queda claro de la vida de Camilo es que donde menos “se hizo oír” fue en el ELN. Pero además, como he mostrado en mi libro Rebeldes, románticos y profetas (Ariel, 2020), Camilo se enlistó en el ELN cuando el Frente Unido que lideraba se había quedado sin respaldo popular y él mismo dejó pruebas escritas con su puño y letra de que su decisión por la lucha armada era enteramente voluntaria.
Así las cosas, los ideólogos de la Colombia Humana parecen convencidos de que la violencia es el camino para la paz social. Luego, no cabe duda de que de llegar al poder en 2022 cambiarían las reglas de juego. Parafraseando a Gustavo Duncan: ellos mismos lo dicen. El petrismo es un populismo duro.
El uribismo, por su parte, es una versión blanda del populismo porque luego de su vuelta al poder ha evidenciado que tiene un proyecto de país basado en el discurso contrainsurgente del 2002 pero que para los males del 2021 implementa recetas del siglo XVIII: cadena perpetua, porte de armas, mantener el statu quo de los estamentos más tradicionales de la sociedad. El inmovilismo del pasado.
Una oportunidad para el centro político
Recientes estudios del DANE, del Estudio Mundial de Valores y de Raddar son consistentes en mostrar que los colombianos se identifican cada vez más con el centro político. Estamos pasando de ser un país de centro derecha (es decir, conservador) a uno de centro-centro (es decir, moderado). Aunque es probable que a estas encuestas les pase lo que a las de los buenos hábitos alimenticios (que la gente responde con el deseo), denotan que hay un agotamiento con la polarización política y con la renuencia de políticos y formadores de opinión a ocuparse de los problemas que realmente preocupan a los ciudadanos.
Otra explicación del giro es demográfica. Colombia es un país joven y las prioridades políticas de los jóvenes (que ciertamente votan menos que los mayores) pasan más por cuestiones ambientales, simbólicas e igualitarias y menos por asuntos tradicionales de orden, seguridad o economía. De allí se puede colegir que si la agenda mediática sigue centrada en la inminente toma del castrochavismo, en el populismo punitivo o en los eslóganes gastados de la dictadura sanitaria, los populistas seguirán en su salsa y aplazaremos las reformas que tarde o temprano tendremos que hacer.
Por lo tanto, si el centro político quiere tener alguna posibilidad electoral en 2022, tendría que empezar por ser capaz de poner a hablar al país de otras cosas: reconciliación política, civismo, pleno empleo, renta básica, formalización laboral, modernización urbana, solidaridad intergeneracional, sostenibilidad ambiental, transición energética, entre otras.
Atemperar las emociones políticas
En su libro El país de las emociones tristes (Ariel, 2020), Mauricio García Villegas sostiene que para entender la violencia en Colombia hay que buscar menos en las estructuras sociales y más en la naturaleza del debate político, menos en los intereses en juego que en el furor de la confrontación. La guerra enfrentaba a personas similares, con intereses similares, con ideas cercanas y vidas privadas parecidas, pero toda esa proximidad, dice, quedaba opacada por la lírica de sus imaginarios irreductibles. “Era una guerra de representaciones exaltadas, más que de personas; una guerra de imágenes (y de odios) que casi se peleaban solas, como si cada uno siguiera un libreto del cual no se podía salir; como las Furias de los griegos clásicos”.
Esta radiografía ayuda a entender porqué somos un país de memoriales de agravios interminables. En Colombia invocamos el asesinato de Gaitán y el pacto del Frente Nacional, para poner dos ejemplos, con una inquina emocional que cualquier centennial despistado pensará que ocurrieron hace poco. Algunos dicen que con ello están haciendo memoria. Olvidan, sin embargo, que la memoria histórica que no está orientada a la justicia o a la reconciliación es una coartada de nuevas inquinas, una receta para que el pasado no pase y las heridas no cierren. Los odios heredados y la pretensión de imponer narrativas históricas funcionales a los partidismos del presente son un poderoso obstáculo para la reconciliación.
Si el centro político quiere tener alguna posibilidad electoral en 2022, tendría que empezar por ser capaz de poner a hablar al país de otras cosas: reconciliación política, civismo, pleno empleo, renta básica, formalización laboral, modernización urbana, solidaridad intergeneracional, sostenibilidad ambiental, transición energética, entre otras.
A ello contribuye otro elemento sobre el que ha llamado la atención García Villegas: que buena parte de nuestras discusiones se libran entre imágenes contrapuestas de los adversarios, “castillos en el aire” en los cuales los sujetos involucrados y sus hinchadas respectivas proveen munición emocional para que la pelea no desfallezca. “Una vez nos hacemos una idea de alguien, el resto del tiempo nos lo pasamos buscando razones para confirmarla”, advierte. Basta mirar Twitter.
En esta Colombia divida, la consigna programática del centro político podría ser construir sobre lo construido. No solo porque así lo aconseja un talante moderado, sino porque ambos populismos se caracterizan por despreciar las tradiciones institucionales y por mirar siempre el vaso medio vacío: vacío de representación política y de alternancia democrática (petrismo); vacío de acuerdos políticos y de justicia retributiva con la insurgencia (uribismo). En el fatigante recurso a criminalizar al adversario que ambos emplean, el centro tiene una oportunidad para proponer un estilo deliberativo decente y cordial capaz de alcanzar acuerdos programáticos con amplios sectores políticos que den forma a políticas de Estado, no solo de gobierno.
Erasmo o la moderación como talante y el fanatismo como enemigo
Hace poco, la revista The Economist dedicaba un extenso ensayo a Erasmo de Rotterdam (1466-1536), a quien llamaba “ciudadano del mundo” y definía como “un campeón de la moderación que tuvo la mala suerte de haber vivido en una era revolucionaria”. La publicación inglesa hacía un elogio de este genio del Renacimiento europeo que ha sido injustamente olvidado, pero que encarnó algunos de los ideales más nobles que ha conocido el ingenio humano.
Su olvido se debe, entre otras cosas, a su personalidad: inclasificable y deslumbrante entre claroscuros y contradicciones, ha quedado eclipsada por la de otros reformadores más vehementes como Lutero, con quien mantuvo correspondencia. En una extraordinaria biografía (Erasmo de Rotterdam. Triunfo y tragedia de un humanista, Taurus, 2020), Stefan Zweig lo define como “audaz y temeroso, incisivo y dubitativo, luchador en el espíritu y pacifista en el corazón, vanidoso como intelectual y profundamente humilde como ser humano, escéptico e idealista a la vez”. Erasmo fue “el primero de los escritores y creadores de Occidente consciente de ser europeo, el primer pacifista combativo, el abogado más elocuente del ideal humanista, del ideal de los amigos del mundo y del espíritu”. En lo intelectual, su divisa era pensar con independencia; en la acción, buscar el acuerdo.
¿Por qué traigo a colación a un humanista cosmopolita del siglo XVI en esta disquisición sobre el populismo y el centro político? Porque el principal enemigo de Erasmo era el fanatismo. El del tradicionalismo de la Iglesia y el del impetuoso fraile agustino que la rompió por dentro y produjo guerras y conflictos con su revolución teológica. Erasmo, por el contrario, fue el único entre los personajes insignes de su época que rehusó a tomar partido. El sacerdote sin hábito no se puso del lado de la Iglesia ni del lado de la Reforma porque estaba unido a ambas: a la doctrina evangélica porque había sido el primero en reclamarla y promoverla, y a la Iglesia porque veía en ella la última forma de unidad espiritual de un mundo en derribo.
Erasmo definía el fanatismo como una estrechez del espíritu y una forma de necedad. Cuando arrecian los fanatismos y partidismos de las masas, enseñaba, es cuando el hombre de centro necesita más valor, más fuerza y más decisión moral para no someterse a la locura de ningún grupo ni a ningún dogma. Por supuesto, sus contemporáneos lo acusaron de tibio y de cobarde. En respuesta, él sonreía y respondía elegantemente: “ese reproche sería muy duro si yo fuera un soldado suizo, pero soy un hombre de letras y necesito tranquilidad para trabajar”.
La historia, sentencia Zweig, “no aprecia demasiado a los hombres mesurados, a quienes pactan y concilian. Prefiere a los apasionados, a los que no conocen medida, a los violentos aventureros del espíritu y de la acción”. Por eso también traigo a cuento a Erasmo, porque creía que el abandono de toda forma de violencia y de la guerra —“ese naufragio del bien”— era el requisito del cosmopolitismo y de la civilización. Luego, parece claro que el rechazo de la violencia (y no su justificación) así como la reforma (y no la revolución) son cuestiones transversales a una plataforma del centro político.
Como todos sabemos, el moderado Erasmo fracasó y el fanático Lutero triunfó. Ojalá quienes lo imitan no corran la misma suerte. Es mucho lo que está en juego.
Iván Garzón Vallejo
Investigador visitante en la Universidad Complutense de Madrid. Su más reciente libro se titula: Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano (Ariel, 2020). @igarzonvallejo