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De las calles al diálogo, es imperativo que las propuestas de los jóvenes sean escuchadas por el Gobierno Nacional. Foto: PNUD Colombia.

Las expresiones de protesta y malestar ciudadano que empezaron el 28 de abril no son una anomalía sino un síntoma de vitalidad de la soberanía popular; un llamado público a que el pacto social se debe adecuar a los nuevos tiempos.

La democracia liberal, este régimen que nos permite elegir a nuestros gobernantes, cambiarlos cuando cumplen su período, exigirles que rindan cuentas y gozar de un amplio catálogo de derechos políticos, económicos, sociales y culturales no fue producto de decretos ni leyes, sino de revueltas populares. La revolución de 1789 alumbró la democracia en Francia, la rebelión de las trece colonias independizó a Estados Unidos de los británicos en 1776, y nuestro proceso de emancipación de la Corona española culminó en 1819.

Luego, las expresiones de protesta y malestar ciudadano que empezaron el 28 de abril no son una anomalía sino un síntoma de vitalidad de la soberanía popular; un llamado público a que, de tanto en tanto, el pacto social se debe adecuar a los nuevos tiempos; una expresión de que aquello de que la democracia es el gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no es una frase retórica sino un mandato que debería marcar el rumbo del Presidente de la República hasta el último concejal del municipio 1123.

No es necesario romantizar una expresión de rabia callejera para saber que tenemos el deber cívico de interpretarla. Para saber que en los jóvenes en las calles y no encerrados frente a sus pantallas está la semilla de un país menos conformista cuya gramática debemos construir porque nos interpela a todos. No es necesario condenar con el índice en alto una y otra vez la violencia, los desmanes y los destrozos para recordar que la vida está por encima de los bienes; para saber que los agentes del Estado tienen un deber ético y constitucional abismalmente mayor que los encapuchados enajenados; para intuir que repetir normas e incisos en horario prime time es la escenificación de que al segundo presidente más joven de la historia del país la brecha generacional le estalló en sus narices.

El país a una debería estar intentando escuchar, dialogar y construir, no entretenido en repetir el lugar común de que “la protesta pacífica se respeta, pero la violencia no se tolera”, pues éste quedó desfasado cuando quedó claro que, a pesar de los saboteadores y maximalistas de siempre, esta no era una protesta como las de siempre. Que esta vez había un fuerte reclamo de cambio social y reformas políticas y no solo un pliego sindical maximalista.

Violencia en las calles

Es un hecho que acá y en muchas democracias (la tercera parte del mundo, según The Economist) donde las protestas no son reprimidas a sangre y fuego, las manifestaciones de ira colectiva están marcadas por episodios de violencia. Sin embargo, el vandalismo contemporáneo es episódico, luego, se trata de un síntoma, más que de la enfermedad. Quienes alimentan su autocomplacencia por hacer parte de “los buenos somos más” harían bien en asomarse a la CNN y no solo a RCN.

Y es que, aunque la violencia callejera es estridente y perturbadora, cuando se desata, la sociedad, pero sobre todo los tomadores de decisiones y formadores de opinión, enfrentan el dilema de enfocarse en los episodios violentos o intentar mirar las causas que subyacen a la ira colectiva. Para aquellos, se trata de un asunto de orden público que demanda más y más pie de fuerza. Para estos, por el contrario, se trata de un fenómeno complejo que requiere poner en marcha diferentes mecanismos, actores y niveles de solución. Lo cierto es que, si viviera hoy, Maquiavelo diría que el garrote solo no resuelve un estallido social: hace falta zanahoria.

Por eso es que mientras las protestas bajo una dictadura terminan en baño de sangre, en una democracia terminan en mesas de diálogo, conversaciones públicas y propuestas que se tramitan por los canales institucionales. Volviendo a lo nuestro, es evidente que, tras un mes de protestas, el cese de la represión policial y el levantamiento de los bloqueos serían gestos previos de una negociación en serio. No solo como gestos bilaterales de buena voluntad, sino porque si no se aísla la violencia, esta siempre será la protagonista.

Los jóvenes reclaman una narrativa del país que les de esperanza y no que los llene de resignación y frustración. Los jóvenes que están hoy en las calles pidiendo cambios tuvieron conciencia política cuando las Farc ya no secuestraban ni se tomaban pueblos, luego, no entienden porqué los policías y soldados son héroes.

Indignados Made in Colombia

Comparativamente, lo que está sucediendo en Colombia tiene que ver más con el fenómeno de los indignados en España en 2011 que con el estallido social de Chile en 2019. Más que contra una Constitución vigente y un régimen económico liberal, los reclamos se centran en una expresión de rabia e indignación frente a las élites políticas, económicas y las representaciones de la autoridad tradicional –el derribo de los monumentos de Sebastián de Belalcázar, Gonzalo Jiménez de Quesada, así como las pintadas al monumento a Simón Bolívar en Héroes son muestras de ello–. Pero sobre todo, frente a la corrupción. Que los representantes del sistema político no se hayan dado por aludidos y sigan haciendo de las suyas es una confirmación de que el reclamo está más que fundado.

Los reclamos en positivo son más difusos, pero no menos elocuentes y urgentes: ampliación del sistema democrático –representación de jóvenes e indígenas–; mayores oportunidades –empleo y educación– para los más afectados por el manejo político de la pandemia; reforma de la Policía –cuya relación con un amplio sector de la ciudadanía está rota, por decir lo menos–, y una agenda política más moderna y menos tradicional.

Dicho de modo breve, los jóvenes reclaman una narrativa del país que les de esperanza y no que los llene de resignación y frustración. Los relatos épicos de una nación que sobrevivió al narcotráfico, al paramilitarismo y a las guerrillas no les dicen nada porque no lo vivieron o apenas si se los mencionaron en el colegio. Los jóvenes que están hoy en las calles pidiendo cambios tuvieron conciencia política cuando las Farc ya no secuestraban ni se tomaban pueblos, luego, no entienden porqué los policías y soldados son héroes. Tampoco entienden la invocación con tono paternalista y solemnidad de virreyes que hacen los gobernantes de leyes y decretos. Llevan la igualdad en su ADN.

Ahora bien, como toda expresión popular, si el estallido de mayo no se traduce en propuestas concretas, corre el riesgo de hacer parte del paisaje. Por eso, quienes están en las calles tienen el deber de construir propuestas, aprovechar los escenarios de la sociedad civil para conversar y escuchar, para dialogar con las autoridades y exigirles que cumplan sus responsabilidades, aislar a los violentos, conocer la historia que quieren cambiar y organizarse más allá de la próxima marcha. A la catarsis debe sobrevenir la terapia. A la poesía del estallido debe sobrevenir la prosa de la primavera democrática.

Iván Garzón Vallejo

Profesor universitario. Su más reciente libro se titula: Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano (Ariel, 2020). @igarzonvallejo